Crónicas del subsuelo: La calle lateral

Crónicas del subsuelo: La calle lateral

Por:Marcelo Padilla

 Una tarde, cónica, señora estaba en eso cuando la llamaron a buscar a los bichos del campo. Desparramados por ahí, en meandra tundra, no paraban de corretear hasta largas noches. Por noches se iban y por noches volvían. Desesperada, señora con el zafiro apretando de su cuello. Una bruma encegueció. Solo las patitas se le veían. Ahí aprovechó y se metió con ella tío viejo debajo de la bruma a tener zafiros nuevos. No gritó más. Noches de noches volvieron críos criados. Los desparramados en manada tornaban al trote. Ella los veía venir de lejos, como si fueran a toparla. Eran gallinas y gansos, cabritos de mar de esos que salen de noche con el culito ebrio, conejillos de indias que aturdían con chirridos, jotes, perros callejeros y pandillas de centauros. Los bastardos, venían.

El zafiro entornado sobre el cuello de la señora (que no quiso eso) y ya probado desechó. Eso, conocido bien por la señora, hizo: hechizo, misterio, borlas de suaves antorchas para el ritual. Fue una vez.

Solventó su gracia.

:-No señor, no vengo por eso, quiero la palabra santa.

Como un arlequín del desierto el señor dijo sí. El arlequín, de palabra justa y sobria. Sobre todo, a los sí. Pero, no pasó nada. El zafiro tornó su evocación anterior y apretó hasta que la tráquea de la señora no pudo más.

Dijo ¡Ag!

El arlequín posó su cónica nariz sobre el pecho de la señora: rasgó, rasgó, rasgó tres veces, hasta que entró, al fondo de la caverna. El Ag transformó en Ahh, y salió buche de aire tibio de la embocadura. La señora había glosado lo del zafiro, pero nunca se lo pudo sacar nadie (desconfiada) Era para una sola vez y así quedó, sin leer por otros.

Preñado como guillotina de Reina, por la caverna, arlequín con una linterna visitando. Dotes de espeleólogo había heredado de sus ancestros. Sabía participar de las cirorgías y sobre todo de las zonas obstétricas con gran hospitalidad. Como buen arlequín, mentía. La señora también mentía con lo del zafiro. Complicidad. El ruedo del animal sobre la presa, el pavoneo real para la estocada. Se casaron de pie frente al manicomio central de trenes, una noche. De la mano entraron a un vagón dispuesto para ellos, adornado con firuletes de colores papagayo. Mucha bebida, mucha comida, toda clase y variedades de drogas.

El tren tiró humo, partió rumbo a la zona del cobre, bien arriba, zumbó. Los esperaban para la bandera flamear como si llegase un cortejo diplomático, y no los esperaban. Centenar de llamas habíase juntado para oler la puesta en escena. Cantaron de oídas el himno nacional. Pero, el tren nunca llegó. Sin embargo, en el vagón se vivía de mil maravillas. A punto que el conductor hízose dormido y descarriado el tren por otra vía. El gusano echa humo se fue por otros rieles: pasaron veranos, pasaron inviernos, fue la última eternidad que vivieron juntos.

Nacieron cabros en el vagón y tres canastitos soportaban a las crías. Eran conejas con cabeza de jote, una celeste, otra negra y otra celeste. Biberones no faltaron porque la señora llevó por las dudas que naciera alguien; él, por las dudas, no usó nada para impedirlo. Arlequín se hizo anciano y quiso ser niño, espejó, se miró y no tenía dientes su reflejo. Le dio nostalgia. Deprimióse babosa sobre el piso del vagón, él. Las niñas lo calmaron con saybaba de bebes. La señora fue a decirle al conductor.

Hay un problema.

Qué problema, dijo el conductor.

Mi marido ha deprimido y convertido en babosa. ¿Quiere venirme esposo hasta que lleguemos a tierra? Dijo señora.: -Ya tengo, le dijo el conductor: - ¿Tierra? Ya tengo. Reafirmó.

Se besaron. Rodaron por el enhiesto pelucón de león que comandaba el barco. Todo ocurrió suave. Nacieron muertos dos niños varones con la cara del patrón. Los tiraron por la ventana en una bolsa de supermercado. Se sirvieron champagne. Las conejas no paraban de zalamerear al viejo padre anciano tirado en el piso, pasándole sus lenguas ásperas y sus bigotes duros por la cara. Abrió un ojo viejo, cerró fuerte el otro. Vio a sus crías, se emocionó, y del ojo cerrado saltó un escorpión de lágrima chinche. Las conejitas salieron corriendo una para cada lado, como jotes. La celeste con la celeste chocaron sus cabecitas, tal vez por espejarse, la negra se echó debajo de unos cajones de zanahoria. Ahí la perdieron en el viaje por unos meses. La negra engordó demasiado, explotó el soporte de la cajonera, de los estribores caían lánguidas las carnes de la negra. Era una coneja inmensa. Del tamaño del vagón. Se hablaba de iguanodontes salvajes, a pesar de las llamas.

***

A tirar pases de magia, se oyó. Estaban en el prado. Las mariposas rojas no se amontonaban con las amarillas porque naturalmente las mariposas rojas mueren al nacer. Las amarillas duran diez segundos. Demoran más en acomodarse al mundo que a vivirlo. Tienen resuelta su fe en la muerte. La desean. La vida es breve para todas las mariposas. Mientras decía esto, totalmente ido, arlequín anciano se pudo reincorporar, tuvo que cambiarse de vagón, quedó solo en una caja sin luz. El arlequín se acordó de la linterna en la caverna, donde la había olvidado. Bufó. El vagón no tenía puertas ni ventanas. La única que había abría de afuera. ¡Niñas, niñas, niñas! gritó el arlequín. Las conejitas no escuchaban. Lo dicho: las celestes mareadas por el choque de cabezas quedaron turulecas, y la gigante negra rompió el vagón por crecimiento sostenido. Terminó en el campo junto a caballos salvajes. Las vacas, los girasoles. Fue libre. Pero de gran tamaño la libertad se achica por engorde, deglutiéndosela.

Unos zánganos atacaron por la noche. No la podían reconocer como propia de la zona, en todo caso, propina para los animales erectos. Los caballos susurraban entre sí, las vacas soñaron... porque al otro día... ¡Leche había que dar!

Quedó sola la negra inmensa. Tajeada, llena de cicatrices. La sangre anaranjada de madrina desposada. Por el amanecer cicatrizó. Vio las mariposas rojas caerse en el primer y último vuelo, luego volteó la cabeza hacia las amarillas, y comprobó morían apenas las otras. El mundo se hizo gris de cielo. Una tormenta escupió restos de planetas. La coneja negra era monitoreada con drones por todas las fuerzas de seguridad nacional. Hasta un helicóptero le rodeó las orejas. La negra ni bien (mi bien) dio un zanco hacia con las de adelante y después hacia con las de atrás. Era muy pesada. Con la oreja bajó al helicóptero. Hubo dos muertos. ¡¿Dónde están sus padres?! Le gritaban por un altavoz, ¡¿Dónde está su madre?! La trataban de usté, la iluminaban como a los cervatillos para cazarla por la frente. La negra estresada paró su enorme raja y disparó balines duros de caquitas por el ano. Bajó a todos los militares apostados a su alrededor. Murieron veinticinco personas más.

***

Por la calle lateral, de relumbrante enjundia vampírica, derrotado el intento permanente del ser -el anti ser está funcionando a la perfección- las lianas de la selva brotan de los micrófonos de una banda de cumbia alemana. Bajo los efectos de las jaivas, insinuando conquistar el arcoíris de gravedad sobre la pampa, suelo y perfume hediondo de bostas de casas orgánicas, fueron a ponerle guano a todas las plantas y flores de la cuadra. Es negro el sol desde las entradas, inmaculado, y la luna, virgen negra, dorada, orla iracunda de agua firme y tiesa, ola de extravagancia gótica, la que nunca tuvieron en cuenta, esa luna, día y noche, habiéndolo hecho de una vez y entreverados, luna y sol, negros.

Marcelo Padilla

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