Crónicas del subsuelo: La venganza de la dama del agua

Crónicas del subsuelo: La venganza de la dama del agua

Por:Marcelo Padilla

Las prácticas del Circo de los Prófugos no eran tan disimiles entre sí. Solo variaban las condiciones del clima y el humor circundante. Advirtiendo que, en contextos diferentes, como Las guerras del salame o las Desventuras en el Mar de Malasya, el escribiente es de cerrar los ojos en el relato por el sopor de las jornadas, le da sueño y cuenta dormido lo que ocurrió la otra noche. En plena alucinación el escribiente narra en estado de vigilia con los ojos semi abiertos (visión macedoniana) lo que se supone es crónica de las noches y los días de una tierra bendecida por los ángeles y maldecida por los demonios de los árboles que agazapan la giorna tras las matas de acacias y casuarinas, olivos europeos, jazmines amarillos y azules, altísimas magnolias que obstruyen el horizonte como centinelas, y el roble augusto de 5 kilómetros que otea la Morgana desde su visor. Los demonios saben dónde guarecerse, hasta tienen un refugio en los arbustos en pozos hechos en la tierra donde se meten por temporadas cuando el frío arrecia a la pampa húmeda -mientras en linternaia, ubicada apenas a 12 kilómetros, el calor sube a los 45 grados-. Amplitud térmica en ese tramo a la misma hora del mismo día.

Bien... los motoqueros vinieron de la zona de las cúpulas eclesiales pegadas al río. Cruzaron linternaia en cueros y les dio hipotermia en el paso Mefistófeles, donde la temperatura desciende a los 26 bajo cero. Llegaron tiesos en sus motos choperas coaguladas. Tuvieron que descongelarlos al lado del fuego montado para el asado y después de dos horas emitieron saludo y palabra. La celebración fue organizada por el Tano Perverso quien se encontraba apretando gente en la capital para cobrarse unos mangos de unos negocios turbios que allí sabe hacer. Él no llegaba, pero las indicaciones a su mayordomo eran claras. El véne, su sirviente educado y hacendoso había realizado las compras y llegado a tiempo para preparar la celebración. Eran carnes de bicho muerto de distinto tipo, órganos y esfínteres a la parrilla, partes del lomo del bicho, y otros cortes donde el esqueleto sostiene partes de la carne para asar. Una delicia los bichos a la parrilla, chirriando, filtrando la sangre por la canaletita que va -de derecha a izquierda- inclinada, para trasladar el líquido tibio y gomoso hacia un tarrito de lata cortado, puesto para la ocasión. Sangre, para el trago del final, el de la consagración definitiva.

Como no podía ocurrir de otra manera, peregrinos de las comarcas cercanas se habían enterado por murmullos que tres motoqueros de la zona vecina habían llegado. Lentamente y en fila aparecían tras el pino de la entrada que da miedo al principio por su estampa híper y altura de zángano serio, lo cual generaba más que respeto, miedo, temor, escozor y tiritones. Los vecinos arribaron para participar de la kermes y darles bienvenida esotérica con cartas del Tarot de Versalles, especialistas de cofias y altos sombreros, payasos dinámicos elásticos que confundían con sus movimientos circulares la sazón de sus coyunturas de goma. Alguien había pensado un filtro de la gente que podía entrar a la zona de las encendederas donde el fuego llega a una altura tremendamente inalcanzable con la mirada, casi 34 kilómetros de fuego en altura constante que podía divisarse desde La Terraza de las Águilas, no en el bajo, y a 70 kilómetros de distancia. Es decir, se sabía que donde había fuego había cachengue de verano, visitantes que para la ocasión son recibidos así, en este caso congelados pero no siempre, porque saben aparecer invitados de recónditos lugares donde no hay casi temperatura. Llegan lívidos, pálidos de cuerpo y sin energías a recibir alimentos sanguinarios para seguir el viaje. Pasajeros en trance de las comarcas infectocontagiosas de otras yerbas. Ellos decían que venían de la ermita de la virgen violada por borrachos. La ultrajada. Y tenían sus rezos para el viaje, adoradores de La dama de los desiertos que acompaña en la tundra a los viajeros con su niño chupando teta a pleno sol en un sticker sobre el casco y el torpedo de la moto.

La música soneteaba un viento estremecedor, se colaba entre los pinos y jugueteaba con las ardillas en los cabes de alta tensión, al son de cada saltito y chicotazo del viento las ardillas bailan una tarantela híbrida, parecida al sakachón ruso, esquivando el céfiro cuando brincan con sus patitas y garras, haciendo tumbos en el aire, jugando con los látigos del Pampa, que, embustero de nimiedades, hacía estragos con las yemas de los pinos y en la cima arandeleando el candor de las bajas timoteas perdidas en la catapultas de verano por el calor, -construidas a uñas y olfateos por si aparecía un cadáver de bicho muerto-. Son los restos arqueológicos que solo las ardillas pueden encontrar, su patrimonio holgado en las tierras evaporadas por el sol intenso de la Malasya esquiva para el humano. Hasta que se reunieron unas cien personas. Una fila larga de platos y cuchillos y pan casero. Vino a granel y frutos del bosque de los comechingones que todavía quedan en la Malasya abandonada donde el mar se anuncia con tsunamis y, que por suerte de existencia perenne de las ruinas, un paredón blindado de plomo hacía del sitio una resistencia contra la hecatombe venidera. -: "Hasta que el plomo aguante hay vida"-, dijo el véne, sirviente del Tano Perverso quien llegó vestido de Fidel Castro con un habano largo, dando instrucciones chascas a lo dictador reconvertido como una media dada vuelta en su sustrato ideológico, y una capa larga de color zafiro y lentes naranjas para el fuego. La joyería de Estambul le sentaba bien, no tanto sus zapatos altos con tacos llenos de pinches como erizo para cazar gatitos recién nacidos. Llegó caminando lento como caminan los dictadores, seguro de sí mismo, seguro de sus actos y pensamientos sodomitas, al frente y atrás: dos osos lo custodiaban con armas recortadas, sin muecas en la cara, duros como rulo de estatua.

La Dama del Agua tenía tres pastillas de Gamexane y las tiró ni bien aparecieron los invitados. Había que desinfectar la Gran Casona y el bohío de barro escondido detrás -que ya acumulaba a casi todas las especies de insectos de la zona-. Arañas del tamaño de una mano gruesa, mosquitos voladores como drones juguetones, orugas venenosas que suben sigilosas por los pies hasta llegar a las zonas pudorosas, orugas sexopáticas que ya no quedan, y en extinción han encontrado el ultimo recoveco para su supervivencia. La Dama del Agua los quería exterminar a todos esos bichos esperpénticos, aunque la horripilar intoxicación les llegara a los motoqueros, si hacía falta. Pero no, ese veneno fue directo hacia el asado en la parrilla, humo traccionado por el viento, hasta que el asado se llenó de esa viscosidad a fuego lento en las brasas. Los primeros que probaron las carnes fueron los tres motoqueros visitantes y al tragar luego de la mástica, cayeron duros al piso de pasto como los estoicos de Chernóbil al asomarse al brocal de la radicación. Nadie quiso comer por las dudas. La Dama del Agua gritaba como loca porque creyó haber encontrado a una parte de la especie humana a exterminar. -: "Hijos de puta, quémense en su propio bodrio"-, les decía, mientras tiritaban y los brazos y la espalda se les encorvaban como adictos en abstinencia con el síndrome del mono. Celebraban la Dama del Agua y los cien peregrinos la estocada al invasor motoquero que si bien eran buenos tipos, para la Dama del agua, había que matarlos a todos.

Marcelo Padilla