Parramda noche

Parramda noche

Por:Marcelo Padilla

De la costilla me agarré, sempiterno, para no desplomar sobre el asfalto dorado. En el mecer caí. Crecí, apenas unos centímetros del piso. Dejé la boca entreabierta. El aire se colaba en el interior de mi nada. Embarazado fui por el viento. Y de la costilla salté a la altura de los baños calientes donde entre las rocas una multitud se bañaba.

Lentamente fui incorporándome sobre mis zancas. Tambaleaba. Apenas un gemelo era. Caí, por la ingravidez, unas horas. Mi cabeza tenía un peso estrafalario comparado con la motricidad de mis brazos, que de nada sirvieron para mantener el equilibrio.

Caí de nuevo. Decidí: mis ojos fueran por una vereda y mi cuerpo por la de enfrente. Para aliviar.

Contra el cerro San Cristóbal la avenida se perdía en el horizonte distorsionado. Arriba, el sol hecho luna. Y abajo, la sombra de la luna hecha sol resplandeciente, comiendo negruras de las caras de las tías y de todas las sombras de la parentela anticipada.

Y mi cuerpo, por la vereda de enfrente aquilatado. Con precaución andaría para no caer delante de los demás.

Los predicadores que nos vieron se acercaron a mi cuerpo y le dijeron cosas.

Mis ojos, oteaban de costado. Estaba sucediendo, todo lo que cuento, en la avenida de enfrente.

Yo, de la costilla hube desembarazado. El aire hizo lo suyo y un hambriento perro inclinado al sol con sus patas delanteras, apresándola para que no se le escapara, rumiaba.

Entró a la Iglesia de los Sacrimentos ya convertida en basílica, y ella en mujer abandonada. Parecían ceder sus piedras en la cúpula y a ella sus pies le cedían por las resbaladizas piedras de la balaustrada. Mis ojos, más rápidos que mi cuerpo por el rubor robotizado, arrastraban mis piernas con una delicada postura de lisiado.

Cuestión a mis manos unos orantes les facilitaron monedas. Una y otra más que junté varias. Mis ojos no podían creer tal secreto de la abundancia. No pude gritarle con mis ojos. Pero, al caer en cuenta, no perdí de vista sus enroscamientos por la pálida. Vi que le dio la pálida a mi cuerpo.

Las copas de los arboles zarandeaban flores en las puntas. Vergas de raíces hasta arriba. Las primeras, otoñales. Las segundas, nupciales.

Ella, en la basílica incrustada. Emparedada en un retablo natural. Un pesebre de hielo ¡Cuán ella era la virgen pálida, jironada por tantas pinchaduras!

Yo, era mis ojos. Mi cuerpo, optó por el dividendo. De los párpados con ella entramos a la basílica. La primera bóveda nos recibió con un etílico aroma de los antiguos destilados romanos. Y a granel bebimos, cuando con la fuente de elixires nos topamos. Caímos, mis ojos y ella. Y en fermento dimos pequeños gérmenes impíos. Que allí crecerían sin agua les regaran. Era la gran cúspide del cuidado para huevos humanos. Y el sol y la noche, dos pájaros sobrevivientes brotando de la planta en su atávica catacumba ontológica. Y la propia antropología narcisista, suicidada.

No fue secular la noche, no fue secular la lengua. Sin moral ni nada. Entonces, dos lenguas con sus locos sueltos iban por la calle conversando, bajo la esquizofrénica ira que aquella basílica les había despertado.

Fuegos de su boca, fuegos de mis ojos. Lenta quemazón por la avenida de los remendados. Una fiebre muy alta sintió ella, y mis ojos desesperados a los gritos con mi cuerpo se quedaron.

Su cuerpo, mendicante a la altura de las Hénadas.

A la pierna izquierda no la encuentro y a la derecha no la siento. Pero, sí puedo decir que, en los brazos presiento: van a poder acariciar sus ojos tras cualquier lamento. Y ella: lívida, letal, mortal y marcial sacó una espada, y me cortó una mano. Luego la otra.

Riegan brazos los mantillés de la noche. A las trepadoras para el polvo y a las calandrias para el té. Mientras, llora su santiamén el vampiro. Escándalo por la casa general y a los techos iría a trepar para avistar la sangre. Primero como un conde y luego como un alambre, que por el movimiento de la luna nota el cuerpo mío.

Ella, trepada a las cúpulas. Ella, con las gárgolas copulando. Y en aspavientos, sus vestidos largos remoloneando en una aurora de boreal encanto. Pero, era la noche. Y así salía de su perpetrada cueva. Mis ojos ya estaban en el espanto, yendo hacia mi cuerpo, buscándome ambos.

Arrastré lisiado todo el Baquedano. Y antes, en el Mapocho me hundí, a saborear la muerte de viejos cuerpos pútridos olvidados. Ella, avistaba desde el mercadillo. Ella, en el segundo piso parada, canto de pájaro pijotero, gargareando pócimas de mala entraña.

Luego la decanía cerró su ojal. Puso su ceguera a disposición de los manotazos, y en las alturas de las gárgolas quedé panicosamente aferrado. Yo, pájaro sin brazos y sin manos. Ni alas. Ni carrozas esperando a los caballos que por el monte aran la pandémica osadía del cruce los Andes.

El neón de la avenida la hubo cautivado y así se fue, por las cúpulas de la gran basílica abandonada, pariendo impíos gérmenes que habías dejado.