Es una fecha extraña, porque, lejos de celebrar el carnaval, sentimos que se nos amontonan cuatro días en los que no sabemos de qué disfrazarnos para pasarla bien.
¿Qué hacemos con tantos días de carnaval?
La idea es muy buena: antes de que llegue el Miércoles de Ceniza (qué buen nombre para una banda), se celebra el Carnaval. Una fiesta cuyo origen no es preciso. Los romanos y los egipcios realizaban estos "encuentros" de mucha alegría y soltura, hasta que, con la expansión del cristianismo, el carnaval comenzó a relacionarse con la idea de ser una antesala para prepararnos a vivir la Cuaresma.
Fiesta, color y disfraces para ocultar la identidad; una especie de limpieza espiritual antes de entrar en el tiempo de recogimiento.
Maravilloso el concepto de tapar con un antifaz para liberar nuestros deseos, excesos y pensamientos. Celebrar, reír y vivir el carnaval, que, en relación con la Cuaresma, según algunas teorías proviene del latín carne levare, que significa "quitar la carne", en referencia al sacrificio de no comer carne que propone la religión en esos días.
¿Pero quién lo hace? ¿Quién sigue la regla de festejar el carnaval con sus excesos para luego recibir la Semana Santa con un prolijo ayuno?
Una festividad pagana que se amoldó a una tradición religiosa pero que, las dos presentan serios problemas de marketing. Ambas, devenidas en cuatro días que buscan fines turísticos. ¡Habrase visto semejante sacrilegio!
Carnavales eran los de antes
Para empezar, no había feriados. El carnaval siempre era en las vacaciones de verano de los chicos, mientras los adultos seguían con sus trabajos. Por las tardes, los barrios se llenaban de color con los niños jugando con bombitas de agua, preparadas con anticipación en baldes, listas para lanzar a las víctimas que pasaban desprevenidas por la vereda. Calles sospechosamente silenciosas, niños escondidos entre los arbustos o simulando jugar a cualquier otra cosa mientras esperaban la emboscada.
Luego, cuando ya todo se liberaba, los adolescentes del barrio se mojaban con botellas y baldes, riendo sin parar en plena calle. Esa misma calle que tenía una función especial en la última noche: ahí se hacía la fiesta de disfraces y el cierre del carnaval.
Todo un ritual el "chayarse", porque el agua limpiaba, purificaba y, además, aliviaba el calor de los mortales de este lado del hemisferio. A mí no me gustaba participar. Y cuanto más atrás voy en el recuerdo, mayor pienso el miedo que sentía. No me gustaba eso de caminar y recibir un sopetón de agua que dejaba la piel ardiendo. Odiaba con toda mi alma a esa manga de inadaptados.
Después venía la otra parte: buscar los disfraces. Todo un tema. Revolver bolsas y armarios para encontrar telas y vestidos de la abuela. Guantes de encaje, collares de perlas y sombreros eran parte de un cambalache con el que solo buscábamos asustar. Que personajes
Hoy ya queda poco de esas costumbres y solo tenemos un fin de semana extra largo que nos impone la obligación de hacer algo, a pesar de que estamos recién llegados de las vacaciones. Una mini licencia obligada a una semana del inicio de clases. Que locura.
Y sin plata, porque ya nos gastamos todo pagando las tarjetas y el colegio. Entonces, dormir se vuelve la mejor opción, recuperar el sueño que se nos escapó en esta semana de vuelta a los horarios rutinarios y las noches insoportables.
Es extraña esta fiesta, porque no tiene la incidencia de otras y ya no queda mucho para hacer. Hasta Halloween ha logrado avanzar casilleros en el último tiempo.
Pero acá estamos. Y mientras cantamos "Carnaval toda la vida" de Los Fabulosos Cadillacs, buscamos pasar lo mejor posible este eterno fin de semana. Luego, el Miércoles de Ceniza nos indicará el camino a recorrer para la siguiente celebración.
Y así, entre esas dos festividades, va la vida.
Somos raros, los humanos.



