El emparedador de la Meseta de los Corbos

El emparedador de la Meseta de los Corbos

Por:Marcelo Padilla

No bien el céfiro zarandeó sus bríos, un fuerte viento dio vuelta los cuerpos de los ahorcados. Largó sus piedras la tormenta de granizo sobre el poblado entero. Y aquí, en La Meseta de los Corbos, el cielo rajó en dos partes iguales. Les bailaban los ojos de blanco a los maleantes en la soga. Y, con el mecer del aire y las primeras ráfagas de lluvia, uno de ellos mirándome fijo quedó. Le desplomó, mirando al sur, un párpado. El otro ojo quedó abierto a la mortaja.

Yo, sabía: habían pasado al otro lado del arpa. Sin embargo, no pude pegar los míos mientras los ojos de los ahorcados me miraran de esa manera.

Dos torturados puestos a la vista de cualquier baqueano causando escozor en la meseta vacui.

Yo, cuando me acercaba a esa venta, de lejos, inconfundibles por la posición colgante de los ahorcados supuse, tratábase de una broma de los que cuidan el refugio a guisa de bienvenida.

No había luces. Destellos de una luna tras las hordas de agua enchastraban las caras de los bandidos. Sujeté el caballo sobre el palenque. Pasé entre medio de los ahorcados en dirección al pórtico central de la posada.

La tarde, zumbaba.

Pero, ¿quiénes eran esos bandidos?

No le pregunté al viejo emparedador que abrió la puerta. Lo vi sigiloso por la casona del refugio encendiendo velas en cada una de las habitaciones. El viejo ermitaño de la venta, luego de abrirme indicó una silla para que me sentara. Yo, le hice caso. Me pidió rezara con él. No entendí lo que estaba sucediendo. Pero, hice caso para ganarme su confianza y me senté.

El ermitaño era un hombre grave. Flaco y alto, desgarbado. De a pasos sigilosos se movía levitando de una habitación a otra, y de ellos el eco de sus rezos envolvían por entero a la posada.

Afuera, la noche extraviada en los cementerios.

En los pozos, donde cabían muchísimos cadáveres, vi a mi sombra asomarse al brocal, aguaitando ese edén de caníbal en el desértico territorio. Y al ver ese mazacote de carnes humanas mi cuerpo heló, y notables mareos en mi mente tuve.

-Pase, pase. Pase por acá, dijo el viejo ermitaño, indicándome con el dedo de hueso una ventana diminuta.

-Pero, ¿entraremos por esa ventanita? pregunté.

No bien terminé mi interrogación el viejo ermitaño la abrió suavemente con un pie, y de la ventanita desvaneció una escalera de doscientos metros bajo tierra, húmeda. Alumbrada por velones cada 20 escalones.

Aterrorizado, entregado a los destinos regidos por el viejo ermitaño, llegamos a un salón oval amplísimo, ambientado con plantas y flores de la más variada gama y origen. El atiborrado salón contrastaba con la sobriedad de la mueblería, más bien asiática que otra cosa. Ornamentos de gargoletas en pose sexual con la boca abierta, dientes punzantes y estrafalarias cabecitas de calaveras acechaban al visitante desprevenido. Y dentro de las cabecitas, las lengüitas de las calaveras eran de fuego, las cuales iluminaban tenuemente el salón como si de un purgatorio del infierno se tratara.

Yo, me dije pensando: Heraldo de la Corte del Rey, no puedo sentir miedo. Con ese pensamiento me di aliento para seguir. El viejo ermitaño húbose metido en alguna de las habitaciones sin decirme nada. Quedé solo en el salón oval bajo un murmullo de insectos que deambulaban entre la flora. Arremetían por las grietas ramazones entre ladrillos de las paredes, y del techo colgaba una palma crecida al revés, como si el mundo estuviera dado vuelta.

Rodeando lentamente el salón oval miré. Pude divisar una cabeza humana que reposaba sobre un plinto en altura. La cara de la cabeza me resultaba conocida. Pero, no pude determinar de quién podría tratarse.

Intenté dar con el viejo ermitaño entrando a una de las habitaciones. La oscuridad no me dejaba ver quién respiraba acompasadamente dando sus últimos alientos a la muerta dispensa. Moví mis brazos para sacarme una tela de araña de la cara y de pronto no escuché más las respiraciones.

-¿Quién está ahí?, pregunté.

- Buenas noches, estimadísimo Heraldo, ¿busca a alguien?

-Ay, ¡me asusté! Estoy buscando al viejo ermitaño, dije temblando.

-¿El señor augustus, dirá usted?

-Sí, el señor augustus, el que me trajo a este laberinto bajo tierra.

-Estimo pueda estar confundido, apreciadísimo Heraldo. El señor augustus tiene apenas 23 años y aquí no vive ningún viejo ermitaño.

No supe en qué momento, ni tampoco de dónde me vino, el garrotazo. Era una oscuridad inescrutable. Yo, charlaba con una voz que no veía. Su última afirmación fue lo último que escuché. Desperté a las horas. Me encontré tirado en el piso de la habitación oscura y un fuertísimo dolor mi cabeza acusaba. Me toqué con los dedos y era sangre cuajada. Doliente me levanté y salí de la habitación hacia el salón oval. No había nadie. Intenté recordar cómo llegué hasta este lugar. Pensé en la ventanita por donde bajamos con el viejo ermitaño.

El salón oval estaba tapiado de plantas que habían crecido el doble de tamaño que la noche anterior. Corrí varillas con las manos para detectar la ventanita.

-La tengo que encontrar, me dije.

Tuve sed. Tomé el agua de los floreros muertos. Comí algunas frutas que habían brotado de golpe como en un sueño. Me senté a pensar, mientras bebía de una jarra un vino negro que hallé en un florero.

-La tengo que encontrar, me repetía.

El salón oval era un eco constante en ese silencio que hasta los pensamientos se escuchaban.

Si esto es un sueño, quiero salir de él ya mismo. No puedo aguantar un minuto más. La maldita ventanita parece haber desaparecido. Me puse a gritar en el salón oval una y otra vez, intentando alguien me escuchara. Por minutos rebotaba suelto el eco de mis gritos. ¿Era una pesadilla?

Sentí un pequeño ruido. Como de un cajón de madera intentando acomodarse en un mueble. Seguí la pista del sonido. Entré a una habitación donde todo se veía en tono ocre. Al menos, esta vez, la habitación no era negra como la anterior. Atestada de muebles antiguos, abrí unos cajones, revisé puertas y revolví los cajoneros para dormir. Ahora a los ruidos los producía yo. Por momentos me vi dentro de un cofre de oro. Un cofre de oro gigante era la habitación ocre. De un trasto se abrió, lentamente y a un ritmo de chillido, una puerta. Una mujer morena salió de ella semidesnuda.

-Buenas noches, estimadísimo Heraldo. Mi nombre es Jaisha, soy descendiente del viejo ermitaño del linaje de los Corbos, y necesito ahora te calmes para que escuches atentamente algunos consejos que me gustaría ofrecerte, y puedas salir de aquí. Solo tienes que calmarte y sentarte en la silla, dijo la morocha.

La morena damisela habló cansinamente, y escuché y escuché el bla bla bla blá. Su mantra de palabras me adormecieron. Di unas cabeceadas por el sueño. Ella, inmutable en su ritual de palabras acongojadas, contaba sus añoranzas en La Taifa de los Corbos, cuando de niña tuvo que escapar por las correrías de los Godos. Si bien musulmana, los parentescos se le cruzaban entre el cristianismo pagano y tardío, y su pelambre islámica aceitunada retenía rasgos castellanos en su rostro.

Lo que pareció una contradicción fue un salto cualitativo de cómo una mujer puede sintetizar las cruzas y en el mecer de sus labios, con su tono sefaradí, encantar a un Heraldo como yo. No tuve más remedio y prosterné ante ella.

Posé mi frente sobre sus pies de ébano. Pensé que con este gesto de sumisión ella entendería mi desolación. Se me escapó un suave "estimada Reina, estoy a tus pies para lo que me digas hacer. Si es de tu voluntad salvar a este pobre cristiano, si tú puedes llevarme a la salida de este laberinto, yo, seré tu Heraldo guardián".

Cuestión que la morocha se prendió en el lance y dijo me llevaría a un lugar maravilloso donde me bañarían y cuidarían por un tiempo hasta recobrar mis energías y plena conciencia. Acepté, y cuando dije sí vi que la cabeza de la mujer empezó a dar una rosca sobre su cuerpo inmóvil. De los ojos rojos no puedo decir no me asusté, también tirité cuando sonrió con sorna. Pero, yo ya estaba entregado. Si era una aparición diabólica, pues ya estaba en el mismo infierno o en su purgatorio, al menos.

Llegamos a un ojo de agua en el desierto rodeado de palmeras.

-Esto es Miami, dijo la morena señalando con el dedo el verde del mar.

Yo, no sabía dónde quedaba Miami ni mucho menos sabía de la existencia de Miami.

-¡Qué belleza es Miami! dije para aportar.

-Aquí te quedarás, estimadísimo Heraldo. Vendré a buscarte en unos meses.

La mujer morena se dio vuelta y se fue sin decir esta boca es mía. Me dejó a las puertas de una playa paradisíaca. Solitaria. Abandonada. Hasta que de pronto salieron de una cueva un grupo numeroso de mujeres desnudas. Lentamente se acercaron en una danza macabra. No perdí la razón ni la calma aunque me diera pavura. Dejé que llegaran hacia mí esos espectros. Me rodearon. Ofreciéronme sus mantras, luego empezaron a acariciarme y me relajé. Un enjambre de suaves manos de ébano cubría mi cuerpo desnudo. Hasta que en un momento me dormí.

No supe cuánto tiempo había pasado en ese paraíso que daba al mar a pocos kilómetros de distancia. Tal vez un espejismo, tal vez una pesadilla.

Las mujeres de ébano de la danza macabra no estaban, y tampoco yo me encontraba en el lugar donde la morocha me había dejado, Miami. Lo cual sumaba una doble preocupación a mi alma: dónde la salida y dónde está Miami.

Sentí el perfume de las flores y las frutas y me di cuenta que había reaparecido donde hube estado: el salón oval. Grité y grité como cuando quise salir del laberinto, antes de la aparición de la mujer morena.

¿Era un revival, un deja vú?

La cara de la cabeza ubicada en el plinto era la de ella. Dura. Disecada por efecto de la momificación. Al verla y darme cuenta, desesperadamente me ofrecí ante su cabeza. Le dije que yo era su guardián y que no me abandonara en esta situación ominosa.

Rasquetee ladrillos y con mis uñas estampé los parapetos del salón oval. Escribí con sangre de mis dedos mochos, una proclama que no recuerdo. Luego caí como una bolsa de papas al piso.

Escuché conversaciones que me zumbaban como moscas.

El viejo ermitaño emparedador preparándose en su faena. Halitos de conciencia me permitieron ver cómo me arrastraban dos bandidos con los ojos en blanco.

La morena y las mujeres de Miami acopiaban barro con piedras.