La Liga de Dictadores y la caída del Muro Argentino

La Liga de Dictadores y la caída del Muro Argentino

Por:Marcelo Padilla

Por circunstancias que no vienen al caso ya no me encuentro en Alemania del Este. Tuve que dejarla sin más tras la caída del Muro Argentino, dadas las circunstancias que, como dije, no vienen al caso. Y como al caso no vienen las circunstancias pues tampoco al caso viene que cuente lo que de aquí en más relataré. A sabiendas de la delicadísima situación en que me encuentro.

¿Debería en algún momento aclarar lo de la caída del Muro Argentino?

En el devaneo de lo que aquí se narre, se verá. No tengo obligación de aclarar de entrada mis pensamientos. No obstante hagamos juntos el ejercicio de retención de ese imago, la caída del Muro Argentino.

Luego, veremos con ese secreto qué onda.

Lo he guardado por años, sin embargo, luego me detectaran miembro de las FFEE (Formaciones Especiales) mis días, mis horas, están contadas. Y nunca sabré por quiénes están contadas. Si por el capitán de mi tropa o por mis amigos del barrio de la infancia cuando no sabíamos que la guerra iría a traspasarnos psíquicamente, dejarnos un agujero cerebral- que como todo agujero- éste también representaría el vacío negro de nuestra generación.

Debo reconocer: fuimos colmados en nuestra juventud de abandonos y de múltiples sufrimientos en los descampados. Algunos no aguantaron, otros perpetuaron. "La vida siempre sorprende y la muerte es la consabida", decía mi abuela alemana.

En los descampados entrenábamos, en los descampados nos veíamos a nosotros mismos sin distinguirnos porque el fuego azul tocaba los techos del cielo negro. Sin embargo allí, entre la bruma y las espadas, nos reconocimos alemanes de origen, de raza, ancestralmente negros y denodadamente firmes en nuestras decisiones. ... Que nos estaban preparando para la guerra? está claro ahora, que ya peinamos canas, pero en ese momento no sabíamos que nuestras destrezas y nuestro pensamientos metidos a matraca en la escuela y la familia, pero sobre todo en la calle, porque de chicos jugamos a la guerra y nos poníamos en posición de soldados contrarios que se encuentran en una noche negra, cada uno sin nada más que sus brazos, nos trenzábamos a pelear a muerte en los chiqueros de lodo en los fondos donde los chanchos. Y así nuestro coraje, forjado en los fondos, en los descampados, en los sitios donde no hay ley más que la compartida en forma de códigos de batalla.

Supongamos: uno viene arrojado al mundo y el mundo se nos arroja sobre nuestra torpe humanidad. Entonces, si queres o no queres instituciones, eso, no le importa a nadie, es tuyo el problema. Vivís y te morís con el problema. Porque las instituciones vienen por vos de alguna u otra manera. De mamar en adelante. Sea en Alemania del Este o en la Occidental donde me encuentro las instituciones te persiguen por igual.

Cuestión que habito una calle septentrional de Berlín Occidental en un apartamento que da vista al monumento de nuestro dictador. La gente le pone flores. Parece que aquí a los dictadores les ponen flores cuando se hacen monumento.

Si bien en Alemania del Este no era muy distinto que digamos, esa imagen de la señora poniéndole flores al monumento del dictador me causó una mezcla de sentimientos, cómo decirlo... encontrados. Por cierto, esa mujer que vi es justamente la madre de un amigo de la infancia, Gildo Crankl. Cruzamos juntos a la Berlín Oriental cuando niños, y yo, digamos, puedo decir que he vuelto a mi vieja Alemania, a la próspera. Y que he visto a la madre de mi amigo Gildo Crankl poniéndole flores al monumento del dictador. Y que ello me ha consternado sobremanera que hasta he pensado en llamarlo y decirle ¡Gildo! ¿Estás vivo?

Pero no, esos pensamientos me hacen mal y aquí he venido a dejar el pasado atrás por más me persigan los fantasmas que cada tanto saben aparecerse. Con ellos he decidido convivir pero jamás conviviré con los discursos de los que en vida dijeron una cosa y en su luteranía fantasmal proponen una moral hasta en el infierno.

Nunca me molestaron los dictadores a decir verdad. Y más que preguntarle a alguien cuál sería su sociedad ideal yo propongo preguntar cuál es su dictadura ideal, su proyecto de dictadura a implementar. El plan de exterminio que implementarían, con detalles no boludeces, plan con método y técnica, manual de procedimientos, todo, nada de viri viri.

Puede se me acuse en los círculos concéntricos del pensamiento alemán por mi áspera propuesta. En Berlín Occidental, sé, tienen sus cuitas. Pero, el mismo problema ontológico de siempre acusan, ¿puedo yo preguntarme cuál sería la dictadura ideal si justamente de lo que me he encargado toda mi vida es luchar contra toda dictadura? Y yo les respondo que sí. Que yo sí puedo.

En Alemania del Este gobernaba un dictador que tenía familia, esposa y cuatro hijos hermosos que iban a la escuela y se sacaban dieces. Pero, nadie le ponía flores a sus monumentos. Claro, miles de personas salieron a las calles y tiraron todas las estatuas de nuestro dictador. Las molieron con mazas. Hicieron un desastre con nuestro dictador.

¿Se cansaron? Se cansaron. Décadas alabando al dictador, décadas mirando para el lado off side de la realidad. Décadas de un Muro enorme que al menos nos diferenciaba en algo con nuestras costumbres. Bueno, el muro se cayó, lo tiraron, se vino abajo, no aguantó más y estuvo por décadas ahí sin que nadie lo tocara. Pero un día... desfilaron las estatuas.

De cualquier manera yo tengo un pedazo de Muro Argentino guardado en mi casa, aquí, en la Berlín Occidental. Y gracias a ese pedazo de Muro Argentino caído, concentrándome en él, quizá como vía de escape para no pensar en las

FFEE, (¡Qué será de mis camaradas de las Formaciones Especiales!), es que miro por la ventana las cosas que pasan sin que me tinquen del todo.

Y aviso:

... están arrastrando estatuas argentinas sobre las calles de Berlín Occidental. Tras la caída del Muro Argentino desfilan: Martínez, Galván, Torenchi, Casteluchi, Figuetti, Vicenti y el heladero Dell Vechio. La gente se amontona a los costados de la calle principal y en una escena medieval miles de jóvenes destrozan sus cabezas y parten sus cuerpos, desmiembran contra el pavimento sus piernas, y las manos... con dos o tres dedos, quedan en la noche agazapadas bajo los coches alrededor de la plaza principal.

¡Me están gritando desde las calles hacia mi ventana del apartamento!

¡Traidor!

¿Tomo la pastilla y me suicido?

Me ocurrió de paranoico. Al que le gritaban era al vecino de arriba que militaba de chupaculos en el partido del dictador. Los de la movilización se dieron cuenta y se me cagaron de risa en la cara. Al menos, doscientas personas lo hicieron mientras las hordas seguían desgarrando todo a su paso.

Yo, lo tomé a bien y bebí un trago para celebrar tal acontecimiento. Sentí se trataba de una particular bienvenida a la Alemania Occidental. Cavilé que toda bienvenida en otra ciudad ocurre en situaciones impensadas. Vida de forastero tal vez.

-Al que no lo espera nadie, lo esperan todos, me dije en ese momento.

Pero, hablando de boludeces cotidianas, todo está más caro, no sé, pisas una calle de Alemania Occidental y ya te sacaron un puñado de monedas del bolsillo. Los perros aquí, por ejemplo, prácticamente no hacen caca. Son animales hechos así, no podés tener perros como los de Alemania del Este. Cosas por el estilo en esta dictadura.

A Torenchi lo vi, a la estatua de Torenchi claro, intacto. Habían pasado los de la movilización con las estatuas a la rastra, y en el descontrol, quizá por la ira, quizá por el desparpajo, dejaron partes de cuerpos mutilados, pero Torenchi estaba intacto en una acequia donde un camión estacionado tapaba la visión de los manifestantes, y no se veía del todo bien Torenchi. Reitero, la estatua de

Torenchi. Por eso no se la llevaron, por eso no lo masacraron a Torenchi. Me dio un helor por todo el cuerpo cuando se me pasó por la cabeza la idea que llevé adelante. Esperé la noche se hundiera. Salí del apartamento con una soga de barco y una puerta del baño que destrabé. Até a Torenchi de la cabeza y de los pies, lo puse sobre la puerta como si fuera una camilla. Lo llevé, suavemente arrastrando, por la calle principal hasta la entrada, y luego por las escaleras lo subí. Solo un mascullón en la frente y en el brazo tenía Torenchi.

Ya estaba en mi apartamento con la estatua en plena madrugada ¿sin que nadie me haya notado?

Más allá de esta confusa situación, que por lo visto y leído pude resolver a mi manera. Tampoco me entiendo a mí, les aclaro: tener una estatua de La Liga de Dictadores de Alemania no es de lo más cómodo que digamos. Es más, hasta peligroso diría es lo que hice.

¿Y si alguien del barrio ha visto lo que hacía y cómo lo hacía?

Por eso digo de lo peligroso que significa tener a un dictador en tu casa aunque sea una estatua. Sin embargo, quiero hablarles de Torenchi. Uno de los más sangrientos de la Alemania entera.

Esmio Clausen Torenchi nació en la Bavaria medieval. Vivió en una casa rural hasta los seis años. Su madre murió ahogada en el Río Polsvka cuando lavaba la ropa y su padre se pegó un tiro cuando se la ponía. Quedó huérfano. Se lo llevaron unos tíos lejanos de parte del padre a la frontera con Polonia. Allí se crió entre cabras y ovejas alemanas. Nunca fue a la escuela. Se alistó en el pelotón de fusilamiento del Estado Central de Alemania ubicado en la periferia de Berlín. Todos los santos días volvía de haber matado a alguien. El método: fusilamiento.

De madrugada, Torenchi salía de su casa a tomar el tren de las seis y cuarto. Llegaba a la estación del Estado Central de Alemania y se metía en los cambiadores. Preparaba los cartuchos, claqueaba el fusil y lo probaba sin balas apuntándole a los crackers de los cambiadores. Era de cambiarle el aceite a las trabas del fusil para que se corriera sin chistar. Luego, con el fusil cargado, se sentaba en su banco esperando la primera orden. A las 8 empezaban los fusilamientos. Torenchi no se mostró nunca traumado por semejante tarea cotidiana. De cualquier manera, pensaba en sus hijos cuando disparaba. Por ellos disparaba, porque de cada acierto era su salario al final de la quincena.

Era un tirador diestro y de los mejores de Alemania. No erraba nunca y siempre la primera bala iba a la frente del fusilado. En las ejecuciones, Torenchi trabajó una década. Luego vinieron los sucesos donde su figura se haría enorme para los demás hasta que lo designaran Capitán del Ejército Alemán de la zona sur, luego le dieron la zona norte y, como le iba tan bien, le recayó la responsabilidad de la zona centro y de toda la Alemania grande.

Su figura creció en los patios de las casas donde las viejitas y los viejitos alemanes comentaban lo bien que andaba Torenchi con el fusil.

Con la crisis y tras la caída del Muro Argentino, Torenchi viajó a los Urales con la liga de dictadores que había formado el dictador principal, seguir los acontecimientos y ver qué se hacía en ese caso. Las calles de Alemania occidental estaban atestadas de gente con furia, especialmente los más jóvenes y muchísimos niños a quienes les pareció una buena joda derribar un Muro. La Liga de Dictadores seguía los acontecimientos desde el Hotel La Rosa.

Pasmados quedaron al ver la primera estatua, el gran monumento a Martínez, arrastrada por las calles de Berlín. Era una barbarie la civilizatoria intervención humana por esos días. Torenchi estaba tieso junto a sus generales. Sabía que irían por ellos. Era solo mirar las imágenes de las estatuas de los mismos miembros de La Liga de Dictadores arrastradas para darse cuenta de los minutos contados. Mutiladas, desmembradas. Ese era el destino final y humano de los que miraban el destino inhumano de las estatuas.