Crónicas del Subsuelo: El Bar Danubio

Crónicas del Subsuelo: El Bar Danubio

Por:Marcelo Padilla

Leao salió en busca de aire a la puerta del Bar Danubio, hecho de guíes de palos desde hace más de 120 años, adentrándose al piélago por un puente finito y largo como una víbora que se pierde. El barsucho resistió las lluvias y boliños de piedra que, por las condiciones climáticas, la zona marítima -y al pie de los dos ríos contaminados, ensortijados en bucle-, cada tanto arreciaban y dejaban las construcciones de madera enterradas en la arena, creando dunas luego de que un filo de tablón se clavara por décadas en el recebo. Atrayendo plásticos y bichos muertos, restos de botellas e hilachas de bolsas plásticas, erigiéndose en su madeja una esfinge enorme de basura limpia y brotada por el viento permanente, chicoteando monstruosamente. A Leao el aire le cambió el rostro, las facciones y hasta los gestos. Era simplemente otro hombre en busca de su destino prefijado aceleradamente: entenarse y desaparecer.

Las estrellas primeras le caían en la ginebra tibia, lucecitas ingrávidas arremolinaban moscas de facciones que, por entropía astral, se colaban en las conversaciones de humo como filigranas entre inmigrantes africanos, magrebíes y polacos, paraguayos y chilenos onas, participando eufóricamente del ultimo carnaval de la especie. Las moscas de facciones del nordeste mandaban sus mensajes de ultimátum. En el medio del carnaval, en el descansadero de la plaza, en mosh, glissaba un niño abalanzado por la marea ebria, ensamblada en personajes horrísonos con vestuarios jamás conocidos en el mundo del carnaval de ese pueblo de ahínco (se pintaban con sangre) El niño, de unos doce o trece años, ligeramente asustado y lívido, atado firmemente a una silla con cordeles y cadenas, -muy al estilo Wilcock en El Caos, con la diferencia que este niño era ciego, entre otros notables contrastes-, gritaba del horror. Luego le hicieron beber una pócima de elixires diabólicos: whisky, gin, ginebra y yuyos extravagantes traídos de alguna colonia indonesia. El niño del horror empezó a sardonear hacia los costados, primero con algunas patrañas de albicoque nativo. En lenguas extrañas y a carcajadas escupía sangre cuajada sobre las intrigantes mujeres que, tras mascaritas, lucían esbeltas, entonadas por las tomas de Tizne de Ruar en cuencos crepusculares, salerosas y diamantinas juguetonas para la noche de los invertidos.

Las estrellas caían suavemente sobre la playita indómita, esplendorosas frente al Bar Danubio, fastuosas y obnubilantes caían. Y Leao... era ya otro hombre. Atrás quedó, en ese sótano de tortuosas revelaciones icarias, la maquinita que lo había transformado y punzado a tomar del mismo aceite, y con el tiempo, ser la propia máquina de brazos y piernas mecánicas que diera viento de vela para el telar y sus lacustres diseños distorsionados por la pluma de gaviota untada con herrumbre líquido al 70 por ciento, al viejo estilo de los juguetes que vendía Joel Sprashtow en la tienda de chucherías que quedaba a la vuelta de su vieja infancia, en la casa de los teutones; y como allá vio todo de niño, luego fue débil y frágil para las decisiones sopesadas. Se crio en las avenidas, pero con el tiempo se fue al mar con un grupo de jugadores del Casino Mayor, quienes cuidaron de él y lo vieron nadar, brioso, como pez entre grandes embarcaciones dividas en (si o no). Para que aprendiera el indemne a decidir sobre la vida y la muerte.

Leao salió a tomar aquel aire del Bar Danubio con la desesperación propia de los entenados. Cambio tres veces su resuello cerrando los ojos ardidos, y corrió mezclándose entre mascaritas y bufones ebrios que lo empujaban a medida que corría, se levantaba, seguía corriendo, los bufones borrachos lo persiguieron por las callejuelas de la ciudad atávica. Leao logró meterse por una puerta muy antigua y subió una escalera pendular de entre piso. En penumbras quedó quieto y casi sin respirar, tiritando, pegado a una barandilla que le sirvió para apoyar la cabeza y dormitar con los ojos abiertos. Los bufones, en la calle empedrada y con el albanecer despuntando, se miraron entre sí, y uno tomó la delantera para ingresar a las puertas de las casas viejas con escalinatas. El operativo fue ineficaz por donde se lo vea, al prenderse el sol, la brumosa siesta despejada acuchillaba, no dejaba ver. El cielo húbose despejado y si bien los arlequines seguían de gira por la ciudad tomada, los bufones ebrios ya no daban más de la borrachera. Dos quedaron tirados a la vera de un mausoleo reproduciendo palabras como aquel niño en la marea humana, extravagancias diabólicas de resentimiento pagano, el tercero se ahogó con su propio vómito y murió en la esquina 27 y 38. Justo en la y. Avanzada la mañana pasó el camión de limpieza de la ciudad, empalaron al bufón muerto y lo tiraron a la máquina de triturar basura. Mientras, Leao, que ya era otro hombre, dormía en uno de los escalones de la puerta que invadió. Tenía prisa, debía llegar al mausoleo antes de las primeras visitas, tenía que llegar en forma y buena presencia para poder dar pala a la tierra y exhumar el cadáver que lo dejaría tranquilo para el resto de sus días.

La torrecilla impávida al torbellino de agua que caía -ahora sí, con toda la furia sobre la arena-. A tal punto que no hubo división de (si o no) en la frontera de playa y cemento. Más que inundación fue un cataclismo acuático que dejó al Bar Danubio sumergido hasta el metro y medio de agua. La corriente supo agradecer y tomar el guante para producir la electrificación de toda la melosía que bebía sin saber lo que pasaba afuera. Las primeras embarcaciones chicas llegaron al monumento de entrada a la ciudad, y por la fuerza del viento y el agua, fueron arrastradas hasta el parque de diversiones donde sus velas y sogas se enredaron con los juegos y algunos niños con ojos rojos que jugaban a Sandokán con espadas de piratas. Los pordioseros se masacraban, niños destripados por la quilla, otros sajados por los cortes de las pesadas espadas. La batalla debía seguir hasta que quedara uno solo, y el que sobrevivió quedó loco, emitiendo bandos de guerra hacia otras costas, intentando reclutar a los niños con motricidad alterada para afrontar el viaje de la corona y descubrir nuevas costas que sirvan al Rey Sol embalsamado, venerado con larguísimos rezos para que no se le trizara la cera de su cuerpo, porque estaba recién hecho el Rey Sol, habían probado con todo lo que tenían a mano para embalsamarlo, hasta que una señora pasó con una crema anti edad para untar en el cuerpo. Lucía de veinte años nuestro amado Rey luego de la encremada, y ello le quitó cierto dramatismo al cataclismo anunciado para las noches de carnaval.

Las mariquenas empezaron con sus cantos akashicos a la hora de la comunión en la Iglesia Negra de Todos Los Santos. El mar se abrió y escupió una cosa gelatinosa que cayó pesadamente sobre la arena. Hasta allí corrieron los niños de la conquista con sus espadas, y a medida que le campujaban las filosas puntas de los floretes, la cosa crecía, informe, supurando un jugo denso y amarillento, tibio. La cosa abrió lo que sería una gran boca y se tragó a uno de los niños piratas que intentó clavarla con un arpón de mano. No hubo nada más que hacer, si luego de lo ocurrido el cielo se abrillantó como las frutas disecadas, y resplandecían estoicas luces azucaradas de los retozos de los últimos payasos, durmiendo la mona, quedaron sobre los cantos de piedra de la peregrina ciudad donde se encuentra, como ya lo he dicho, el renombrado Bar Danubio. Las mariquenas, vestidas de acetato y con la carita de porcelana japonesa, tenían un cronómetro en la espalda a la altura del cuello para que las coplas acompasaran el salto de página cada dos minutos de silencio. Eran nada ante el contraste de las bocinas del puerto que anunciaban la partida de los primeros humanos vocacionales, dispuestos a experimentar la travesía de extramares que soñó Marín Adán en el Perú Virreinal, desde un manicomio ilustrado.

Leao destapó la tumba a eso de la cuatro de la madrugada. Embarró el rocío el camposanto y el suelo tornó resbaladizo. Leao, en su desesperación por apurar el trámite, patinó y cayó en el pozo de la tumba a exhumar. Con tan mala suerte que pegó con su nuca sobre una lápida contigua. Se desmayó allí, dentro del pozo rectangular, a tres metros de profundidad, sobre el cajón que quería sacar y ahora le servía de reposadera en la oscuridad definitivamente inminente. Luego llegaron los cuidadores de los muertos a cumplir con su función, y cuando divisaron la tumba destartalada con unos montículos de tierra mojada a los costados, fueron a taparlo. Leao era ya otro hombre. Un hombre de barro respirando sus últimos gránulos de grava húmeda, las lombrices jugueteaban en su tabique nasal, entrándolo por los agujeritos del hocico y saliendo por los de las orejas. Un hombre que con su cuerpo daría nutrientes a los de abajo, a los bichitos que en sus túneles y catacumbas hervían con fruición. Los cantos de las mariquenas se transformaron en llantos de piadosas plañideras. Era la despedida de Leao, el otro hombre.

El mar amainó su embrozadera de parcas unánimes. Se hizo luz la oscuridad y el Bar Danubio flotaba a dos millas de la costa con los últimos arlequines y polichinelas, como navío loco. El dueño del Danubio preguntó por Leao, (dónde está Leao, quiero ver a Leao, necesito matar a Leao) Así, a los gritos, golpeando la barra del bar, mientras las olas daban vuelta como un trompo la estructura de madera, hundiendo al bar en las profundidades naufragadas del ocaso de su vida. Leao era ya otro hombre. Mejor dicho, era otro hombre desaparecido en el ultimo carnaval de la especie.