Crónicas del subsuelo: Un perseguidor nocturno

Crónicas del subsuelo: Un perseguidor nocturno

Por:Marcelo Padilla

 Un tipo, delgado y largo como la sombra de un lápiz en la noche, camina sigiloso por la calle con las manos en los bolsillos, de prisa, como con miedo, saltando los baches de las veredas; zigzagueando por las calles cavadas; cuadras y cuadras encajonadas con montículos de tierra cada treinta metros que proliferan y aparecen, desaparecen y aparecen: y vuelven a desaparecer por la sombra cónica de los balcones que refractan cortando los árboles plenos de hojas verdes ennegrecidas por la noche, sobre los planos altos de los edificios, de los pocos que quedan, aunque inevitables para bloquear la luminosidad.

Yo lo sigo aprovechando la oscuridad, y también a esas sombras que me permiten zigzaguear en contrario, alistándome a los árboles y a las pequeñas entradas que, en algunas casas antiguas de la zona, uno puede ir a resguardarse de una tormenta o un viento zonda quemero, bajo un techito alguacil al menos, de lata.

Él, se detiene en la casa de pelucas.

Allí se resguarda de un esquiazo de estrellas rojas que suceden a las verdes mezclándose al final de la electrocución con miel de entrecejo. Pasa eso.

Yo quedo en la puerta de la santería diagonal. Oblicuo, pispeo a los santos. Veo a uno que pareciera moverse. Una verduga sombra le cae de una rama gruesa y mechuda. Por la guía de la sombra (la sombra guía) puedo ver los movimientos de un animal que no distingo del todo bien. Sube y baja por las ramas el bicho que no se sabe, tiene uñitas finas como de un gato, se ha querido caer y por las uñitas no ha podido, por instinto, supongo. No es un gato, tampoco sabría decir si es otro tipo de animal. Solo veo los contornos de ese bicho que se mueve. Su sombra dicta imágenes que se verticalizan y acordeonan de golpe por efecto del viento que le pega a los árboles, y punto.

Me demoro en esos vacíos

Una

Eternidad

El tipo ya salió de la casa de pelucas, de su porche, aprisa, saltando charquitos de una lluvia pasajera de velorios pobres. No he podido verle la cara ni quiero. Para llegar a la otra punta de la calle, que se extiende por ocho cuadras más, debo seguir acompañado, por eso le per-sigo y me per-signo para no per-derme.

Su miedo es mi miedo

Su horror es el mío

Su perversidad también.

Identifico un macetón viejo y antiguo de una casona vieja y antigua que tiene balcones gruesos y parecen de Austria. Los balcones de Austria que se dejan notar por el día, con sus flores geranias pálidas de azufre, son las cornisas de la anciana calle que, paralela a la principal, remilga sus fracasos intentando volver a un orden arquitectónico nuevo, pero solo para las calles explotadas, no así para las pizzerías, ni las casas de ropa militar, ni las de policía. Las casas están unidas y separadas por ramo y rubro, pegaditas luego vienen las de las librerías de usados que han sido leídos por antepasados que no sabemos. Tienen, los usados, dedicatorias de gente desconocida para gente desconocida. Con la firma y el año en cada caso. 1979, 1968, 1994. Así, años diferentes en cada usado de ingeniería o química, de matemáticas, de construcciones ferroviarias, de amor atroz. Y como dije, la firma. Algunos aclaran la firma. Otros usados conservan su nirvana de anonimato porque no tienen ninguna marca, ningún nombre. Ninguna identidad que se dirija a otra identidad.

Son los usados guachos.

Embaucando, los balcones de Austria expanden su perfume a las narices de los paseantes y de paso le llegan bocacíes a los osados mendigos que deambulan en pos del crack nativo. Una hilera de latas de cerveza bien dispuesta como en un bowling espera la patada de alguien en la noche, pegada al cordón, haciendo equilibrio en su azarosa jugada solitaria ante el silencioso caos. Pero nadie ha querido -hasta ahora- desarmarlas de su cábala, por lo tanto, siguen ahí meciéndose con el viento que las hace claquear y ese zumbido se mete en las ventanas de las casas, persistentemente suave cuando los nativos duermen su sueño crepuscular en medio de la explosión.

El tipo luego de salir de la casa de pelucas

en su taoísmo incipiente

comete

un acto

juzgable

El acto juzgable no se puede determinar -del todo- a ciencia cierta, ni a vista de pájaro. Merece un estudio pormenorizado de la situación, porque en la noche, y dentro de su oscuridad, el acto, cobra otra dimensión. Encuentra, o se topa mejor dicho, con su límite moral, se diluye y queda atrapado de su yoísmo solitario. De su propia voluntad perversa de encontrarse solo y sin ojos que sentencien algo desde afuera de su mente.

Lo que hizo, es ominoso.

Porque luego de haberlo perdido por un rato me lo encuentro de espaldas en una santería pegado al vidrio, tirándole bocanadas de vapor de su aliento a una santa de gran tamaño hecha de cemento que se trasluce por el vidrio de la santería, haciéndole dibujitos efímeros con los dedos.

La santa, tiene alas de carne y moscas permanentes le bisbisean alrededor de la cabeza. Ido de sus cabales o, más bien, de sus sentidos todos, puestos en su objeto de deseo, el tipo, no escucha mi respiración. Tampoco el crepitar de las hojas ni el quebrazar de los baldosines viejos descascarados del cemento anterior, de la capa geológica previa al desencanto de los pasos sigilosos que, crujen, por las pisadas aún más delicadas.

Esta ciudad está hecha de pasos sigilosos.

Como si todos nos deslizáramos camino a un serpentario shopping para una muestra de arrastrados. Taimados. Como babosas que dejan una estela de gargajo gomoso, chorritos de moco verde que le supuran por la punta de sus colas, sus amígdalas son de carne ¿Lo sabían?

Sus amígdalas y todos sus órganos son de carne

Dan asco

Dejo al tipo solo en su delirio santofílico y me cruzo a la vereda contraria, pero antes tengo que atravesar encajonamientos de la calle que ahora es un pozo tras otro pozo, así las cuadras en cuatro o cinco, por eso la calle no es transitable. Han hundido a la calle por donde se la conoce y liberado algunos pedazos de veredones para el peatón apocalíptico.

Si es peatón es peón.

La lluvia imaginaria del tipo, ha soltado toda su ira en pleno per-seguimiento. Es un aguacero engualichado el que desvanece las nubes de oprobio que se forman por las condiciones climáticas en esa calle particular. Que supo ser la envidia de las más modosas calles de la vieja ciudad pobre. Hecha de barro y paja, con mucha paja. Pero también con mucho barro. Con mucho de eso la casa del emporio de juguetes medievaliza su encantamiento, y la noche le sienta gótica para las ausencias de los niños que sueñan con vampiros y arañas gigantes en el esquinero de sus habitaciones.

La calle

no tiene

destacamento policial

ni centro de salud

Pero tiene Arzobispado.

El tipo ha seguido su destino y le he perdido el rastro nuevamente.

(No quiero que mis cavilaciones me distraigan)

Me apresto a cruzar, por quinta vez en zigzag, la calle, y me detengo posterior en la entrada de los perfumes artesanales. El polvo se levanta con el viento luego de la lluvia y hace fresco, aunque barrosa es la tolvanera. Predomina un hedor fétido en las canaletas. Se han juntado en sus bocas: perros muertos, gatos diseccionados y comida enredada con alambres, botellas plásticas, cajas para pizzas... De cartón, con aceitunas mordisqueadas.

Es un bolo monstruoso que cobra vida con el correr del agua y el stop de las gamuzas que hacen de torva para soportar el aluvioncito de agua que puja y puja sobre los escombros. A pocos minutos del canal principal, el agua que baja de la montaña, se hace escuchar por la discontinua aparición del bullicio de autos que no están ni se ven.

Rebota en eco el murmullo de los autos sobre los paredones.

Lo cual, hace que caminemos agachados con la sombra. Ahora soy yo y la sombra -que se parece a mí- pero no estoy del todo seguro si es la mía o la de ese tipo, al que he perdido de vista en la noche.

La noche continúa noche.

Yo me zumbo. Paro en la casa de los vestidos de novias. Entro a la galería para aguaitar el lugar donde una vez vi una paloma en el piso media a mal traer y, como iba a la presentación de un libro de un amigo loco, le llevé la paloma de regalo y se la dejé al lado de la pila de libros del escritorio, desde donde le hablaba de su obra de obscenidades a cincuenta personas ebrias.

"Eu, muchas gracias por el mensaje", dijo el presentador amigo. Y me senté. Escuché, escuché y escuché. Trazos son los recuerdos. Pero para eso están los baños, donde tenemos recuerdos imborrables con mi sombra. Bueno, ahí en la presentación de obscenidades, me acuerdo del baño. Y los que hicimos en el baño. El rato que estuvimos en el baño, dándole rienda suelta... Hasta que siempre alguien quiere entrar justo al retrete y golpea, como suele suceder.

La casa de vestidos de novias tiene a novias vestidas de novias. No se mueven. Están en un estado checoslovaco de los sesenta. Suena una música de vals que se repite en bucle toda la putísima noche. Ya tirando hacia el final de la calle, está la casa de disfraces. Donde la zona de la calle se opaca y, humanos... Go Home de allí, hace por lo menos 35 o 40 años, vieron disfrazarse de gente, de personas allí. Los Go Home echaron al hombre de ese tramo. Donde también está la casa de vestidos para cumpleañeras de quince. Y la casa de vestidos de momias que alguna vez supo encantar al peregrino. De la momia blanca, pero sobre todo de la momia negra (que llegó de Egipto)

Pienso para mí que, están, pero no están. En la noche están, en el día no las encuentro.

En el tramo de calle no lo veo al tipo. Me vuelvo la cabeza para atrás como un robot. Parado mirándome, o algo así como mirándome. Quieto, como las mujeres vestidas de novias en el local donde entré, está el tipo bajo un fondo de estrellas. Yo por las dudas hago lo mismo. No me puedo fijar si tengo fondo de estrellas, tampoco puedo preguntarle al tipo si él las ve... "Vos tenés un fondo de estrellas y yo no sé lo que tengo detrás ¿Me podés decir, desgraciado hijo de una gran puta, si lo que tengo detrás de mí, es un fondo de estrellas?"

(pienso)

No se lo digo.

La quietud de ambos genera una atmósfera espectral. Es tan solo un lance entre caballeros que se batirán a duelo, al parecer sin armas, al menos yo no tengo armas, y el tipo no lo sé. Porque en su sobretodo puede tenerla. Pienso eso, y digo NO, para mí. Que no la tenga por favor.

Seguimos tiesos bajo una suave garúa.

El tramo final es el tramo final. Donde topa hay una confitería viejísima con piezas de repostería exhibidas en un armario gigante, todo de vidrio. Con luces parece un acuario, pero con medialunas. Todo eso pienso, mientras estoy tieso.

No siento las piernas, no siento las manos. Siento pedazos del cuerpo cuando los escaneo mentalmente.

Y el tipo ahí

Enfrente.

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