Crónicas del subsuelo: Noche antigua

Crónicas del subsuelo: Noche antigua

Por:Marcelo Padilla

 Ni los rayos del fondo siniestro que tumban a los pinos del sur pudieron modificar el camino. Iba en otra dirección a buscar perfumes de calandrias y cebo de los árboles para la pira del año donde se despiden a los muertos, en fastuosas tumbas, allá arriba, en La Terraza de las Águilas. El aire se hizo brisa y luego una bola pesada de viento y arena que dificultaba la visión. No divisaba a los promesantes por las chamuscas del último verano que dejó boquiabiertos a más de un peregrino. Fue el viento, pensé, el que me movió de la línea de flotación. El cielo tornábase cobrizo y egipcio a eso de las siete de la tarde. Mientras bajaba las escaleras del gran panteón, una persona (que no supe quién era) susurró palabras en un idioma extrañísimo. Como si tratárase de un dialecto antiguo o una lengua lejana llena de bisbiseos. Si bien no se le veía la cara, pude, al darme vuelta, ver su silueta. Vestía un bantú estupendo de colores ensortijados en petróleo verdemar y la biyú africana le colgaba de los brazos y el cuello, aperlada, con cuenquitos celestes perfumados con la secana (el sol temprano y amarillento destila olores profundos, afrodisíacos; por momentos eléctricos y lujuriosos). No pude, a pesar de mi dirección, resistir a los encantos de Vera, La Diosa de las Obscenidades, -según me dijo-, cuando le pregunté quién era. La silueta siguió con sus procaces susurros hasta que empecé a entender lo que decía a medida que me llevaba como un jinete sin cabeza hasta la puerta del Motel. De lejos, se escuchaba una música estridente y pude divisar gentes que salían y entraban por el costado de la puerta de admisión. Vestimentas sado, bantúes relajados con aros enormes colgando de sus orejas, pañuelos envueltos en la cabeza, semi desnudos cuerpos de variada contextura con vasos en las manos mientras la noche se asentaba en los paredones equiláteros del Gran Cañón.

Vera, La Diosa de Obscenidades, arrastra su capa pesada y negra con croquis rojos que simulan ideogramas chinos; en esa situación la encontré, y, aún de mis cavilaciones, decidí seguirla tras una bruma espesa. Primero entramos al Motel por una puerta con arcadas, para dar a un hall central alfombrado de carmín. Las risas y cuchicheos en las habitaciones despedían una resonancia amigable, aunque no lo pareciera por el batifondo de la lejanía de la música. -: "Aquí entramos a las habitaciones donde la sed de placer hace estragos. Podrás experimentar las más hondas sensaciones de plenitud. Tierra amoral en espacio de juegos y lúdicas intervenciones en los cuerpos resinosos de excitación"-. -: "Forastero, ven a mí"-, se escuchaba de una de las piezas, amante, artista del dolor consentido, plenilunio de aviesas penetraciones, caricias a un milímetro de la piel. En fin, Vera sabía cómo conducirme por ese túnel de perfumes tántricos, embelesados con almizclar sobre las piernas de los obscenos practicantes para probar el gusto en la silla de ataduras para placeres sicalípticos. -: "Todo lo que aquí verás será del gusto de tus variadas fantasías"-, afirmó Vera, caminando en cámara lenta sobre las habitaciones, como un fantasma traspasando las paredes. Mi cuerpo era el de un cordero entregado al encantamiento de Vera, conducido al bajo fondo de vaya a saber qué prácticas que ni quise preguntar de qué trataban. Del hall central alfombrado recorrimos cada una de las habitaciones donde hombres y mujeres, -percibidos y transformados en sus cuerpos-, revolqueteaban sobre las camas y las alfombras. Todo avaro, ambicioso y acumulativo bucle de amianto gelatinoso. A medida que avanzábamos por las moradas, el juego de los roles que cada participante aceptaba, hacía de sus prácticas nocturnas una emancipación, por cada sitio una liberación de los placeres de sí, para sentir la complicidad de un momento único y liberador. -: "Elije un camino, una identidad ficcional o una experiencia personal"-, dijo Vera, al llegar al sitio donde me colocaron una pulsera de color humo verde. -: "Ahora buscaras a tus acompañantes del goce, a tus cómplices procaces de la noche por el símbolo de la pulsera, así se reconocerán para luego sortear la zona del pasillo de luces medievales y entrar al refugio donde se consensúa una suerte de acuerdos a la medida de las intenciones". Perversas algunas, amatorias otras, bufónicas y transexuales, donde el género se diluye para entregarse a la orgía distópica entre los espantos del afuera que huyen por la sombra de Vera que se agiganta y detiene a los ingresantes para el pacto.

En haras separados encuentro en el recorrido somnífero a la habitación de la soberbia, a la de la avaricia, luego a la de la lujuria, la ira, la gula, la envidia y la pereza. En cada una se teje una historia de dos, tres o cuatro personas que no se conocen. La identidad está representada por el símbolo, lo cual anima a todo ingresante en ese murmullo anónimo con luces bajas rojas y azules que forman un colorideograma que entreveran con el verde a un marrón suave sumerio, a entregarse con los ojos vendados. El paseo por el Motel de la mano de Vera hace crepitar los astros que la noche entregó a una Sodoma estilizada hecha carne y expertise de baqueanos y brujas en medio del tilinguerío de coyunturas cotidianas que ahogan los pasos. Vera, finalmente me deja en los pasillos y elijo el camino y la cábala. El número y la cifra electrónica que desatan la pasión amatoria. Por un momento me olvido del panteón y de los muertos, de La Terraza de las Águilas donde pensaba dejar el cuerpo a la deriva, sin saber que en un par de horas estaría en una de las habitaciones del Motel con gente desconocida, haciéndonos jueguitos con los pies por debajo de la mesa mientras el ansia subía y escalaba, acompasada de elixires gramáticos. Resultó que el conserje, la mucama, el personal de limpieza y el ama de llaves eran identidades elegidas en ese juego del Motel errante, despertándome las fantasías más variadas que jamás hube de cultivar por desconocimiento de los placeres o por prejuicio. Vera resbaladiza por la calzada se hace líquida y luego vapor en las transpiraciones agónicas para dar lugar al gas, que todo lo cubre de gemidos y palmaditas cuidadas, chirlos a pedido de amanuenses que gritan con fondo musicalizado. La noche finalmente cae en su desliz mortuorio con el cansancio de los cuerpos y la dejadez por abandono. Asoma una fétida luz por entre las nubes y la bruma disipa al día cuando Vera se aleja lentamente hacia la posada por detrás de las montañas.

Marcelo Padilla