Crónicas del subsuelo: "Gitanía"

Crónicas del subsuelo: "Gitanía"

Por:Marcelo Padilla

Bajo el puente hediondo…los gatos, se muelen por los chorizos sobrantes. Sangran, se sacan los ojos. El cemento es una alfombra tobiana de mechones dispersos. Guerra de frontera sin gobierno, en el límite… un espectáculo sado. La frontera está ahí para mirarla. Nadie la defiende de un lado ni del otro. Los que la viven, los que comulgan en ella, no tienen patria. Tampoco bandera. Puro Territorio Cosaco: se mata, viola, roba, ultraja. Domina la resaca del hambre de ayer. Bajo el puente hediondo. Otro orden. Otros cuerpos. Otra taxonomía vital busca aparearse. La plazoleta se aísla de la ciudad. Está en ella aun no en el mapa. A la deriva frente a la Terminal de Ómnibus, pegada al Acceso carnal. Escarban sus árboles la tierra para hundirse. Está tomada, bebida por alcohólicos con trajes de buceo. Cuando gotea por los bancos les pasan sus lenguas rajadas. Sed maldecida. Sed…. anestesia del mundo. Allí se estrangula a los catadores de vinos varietales. Se los seca. Se los entierra y se los espera para una nueva libación de la tropa de cimarrones. Otra frontera. Puerto seco de barcos secos y dolores secos. Los que nacen de ellos… quieren volver al vientre. El restaurant abandonado del zoológico es un escondite orgiástico a cielo abierto. Estudiantes, ingenieros, basureros, animales salvajes se citan a ciegas. Lugar de bestias. Las familias descansan en sus casas. Se demoran con Avenida Brasil, mientras, en el restaurant abandonado del zoológico, gime la jauría. Es una jaula de gritos. Sin señales para llegar ni para salir. Cueva de pirómanos. Arqueológicamente abandonado. Viejo. Ruin. Indómito.

Llueve… y es una bendición para la gleba. Para el desierto quemado… el agua. Para el asfalto ardido… el vapor. Para los cuerpos escoriados… el calmante. Llueve. Reaparecen las flores en el ejido. Y en los dos bordes de la fisura, en ese intersticio: agua. Ángeles hermafroditas. Pájaros comunes, del montón, acopiados en los huecos de las casas renunciadas. El viento pasea los escombros. El trabajador de la basura -el que acopia los restos fatigados- toca los timbres, entrega tarjetas navideñas y un pack de bolsas negras para los requechos. Y la lluvia… y el temblor de las nubes; y las vecinas que asoman por las ventanas echando vistazos, parpadeando gotas. Así se cierra, lánguido, el año: parpadeando gotas, asomados por la ventana. Adentro de las casas. En las veredas de polvo. En las camas mancilladas por el sudor. El hedor del ciclo penetra las mudas y las telas, la vestimenta frugal, los avíos escondidos. Atacados por el vacío de las celebraciones -con su aura henchida- hacemos el diagnóstico y extirpamos la primera conclusión de la especie: hay vástagos de estación en las cunetas atascadas con botellas. Vida. Testigos, documentos del bodrio, nociones de consumo de los últimos dispendios. Papeles de diarios con noticias, papeles de diarios que fueron envoltorio de los embriones abandonados. Obituarios falsos, pronósticos blasfemos, advertencias morales palidecidas. Llueve, y así… la tarde. La tarde como un Teatro de la Sorna. La tarde como adjetivo del tiempo. Una definición de los hábitos. Y la tormenta es ahora un ademán del cielo parco gruñéndole a la tierra quebrada. Decía, estamos en la tarde, en su remolino, en su náusea. Clínicamente arraigados, aparecidos por las ventanas mirando a las vecinas, parpadeando gotas en la letanía del estío funeral. Lejanía de los encierros. Bosques de cemento dulce. Pinos y palmeras crucificadas. Catarral emanación de luna llena. Los bichos guarecen en sus nidos envenenados por la fumigación del miedo. Y la sangre… un río. La calle… el último estero que sobrevive al calentamiento. La traza, la cuadrícula, la arquitectura rizomática del barrio y la amenaza -geografías del alma-; mueren en el vasto mapa para expedicionarios coléricos. Se deslían. Y El bardo agazapado en el cinturón de los trenes. Es su tundra: manglar de vagones fotografiados por espías y una pira con dentaduras de camellos. Lo han rodeado. Las cámaras hacen foco en los rosetones brotados. Igual disparan. Las tecnologías se descuidan, limitan la sombra. Agoniza la tarde por inmersión. Lidia la sorpresa. El bardo asume su errancia. Mancha la calle. Aplana a la noche y la atraviesa. Decide. Elige. El espectáculo erotiza. La arena brota del manantial. Tosida, desaparece la cultura.

Lo habíamos previsto: pasar por debajo de los alambres de púa corriendo, a todo lo que da, arrastrándonos luego del salto, un metro antes, sobre la panza de la tierra. El cerdo moría lejano en algún fondo rodeado por la barbarie. Cielo plateado, vergüenza del sol… toldo para los santitos. Ni más ni menos que dos culebras. Eso queríamos ser: dos culebras sobrevivientes al Apocalipsis que enjuta a los veranos. De lejos el cerdo era partes del puzzle, sangre en la tierra, grito pelado rebotando en ecos de piedras fantasmales. Y alrededor, cosacos destilando aguardiente envenenada bajo la satánica temperatura. El gorjeo y el cortejo de los pájaros levantaban el polvo. Trapacerías de la muerte. El mundo ventrílocuo hablando por el ombligo de los volcanes. Nosotros: pura sordera. Prístino debut. Azotando los cuerpos en el amor… en un océano de plumas. De lejos el cerdo alimentaba al ejército, a la guerra permanente. La subsistencia… forma económica. El usufructo del botín como venganza. Y el mito intacto hecho de mil capas de piel nueva. El alud de odio -su baba- escupida a los guachos sin refugio moral. La fiebre de la naturaleza imponía y disponía de las habilidades de la barbarie. Éramos gitanía en plena errancia. Una bohemia somnolienta, drogada por los líquidos pancreáticos. Un manantial de endorfinas a disposición, a grifo abierto. Así como el fervor de la ciudad tan cercana de tan lejana movilizaba zonas insondables de la mente, en el atrio del barro bebíamos el agua elemental de las cunetas. Sin propiedad privada. Todo era patrimonio común incivilizado. La evasión del mar, el giro cósmico de los sentimientos y la ingratitud de los sanos, eran la respiración vacua de los torpes meses del calendario. Pura selección de la especie funeraria. Nosotros…respirábamos por los árboles.