Crónicas del subsuelo: Rendición

La explosión luego del atrincheramiento recrea l eco de las catástrofes.

Crónicas del subsuelo: Rendición

Por:Marcelo Padilla

-A las nueve- me dijo la voz - será la llamada-.

Por ahora... son las siete y algo. No he visto el reloj desde la siete y, para matar al tiempo, intento prender por séptima vez el calefón. Matar al tiempo por séptima vez. Prender el calefón a las siete y algo... que no inflama. No enciende a pesar de su verano. Por suerte la caja de fósforos es de las grandes, de las que traen 222, dicen. La llamita en el piloto aparece, y queda ahí, azul. Ha clareado hace un rato, reitero: no he mirado el reloj, y el sol tímido anaranja tres edificios altos, de los pocos que en la ciudad pueden verse a la altura de los cóndores, desaparecidos de toda nube.

Las cucarachas alemanas han invadido el refugio. Antes proliferaban en la cocina pero las he visto además en el baño, en los bordes del respaldo de las sillas. Ya no las manoteo como antes. Estoy en resignación, rendición apocalíptica a las invasiones. Armado hasta los dientes con pasta para enfrentar a la pasma. En el pasillo escucho unos gritos y por la mirilla apunto con el recuerdo de los crímenes que alguna vez vi en una serie de la TVE. El asesino de la mirilla tocaba el timbre y cuando alguien asomaba en el sonar, una aguja de tejer se le introducía por el ojo. Por seguridad, los asomados primero preguntaban:

-¿Quién es?-

Al posar el ojo en la mirilla eran atravesados. La vieja España donde los crímenes ordinarios por herencias y venganzas eran costumbre para el ajusticiamiento: horca, inyección. Masacres plebeyas y cotidianas ocupaban sabanas en los diarios y rendían culto a los asesinatos urbanos que iban a parar al género policial en sus versiones televisivas. Despojados de lo político en su presentación, en la profundidad de la mirilla, lo político anonimado, siempre presente por el arte de la frustración y el desencanto.

Las cucarachas alemanas, me he enterado, son las rubias. De tamaño pequeño -aparentemente no crecen lo suficiente- han asaltado a los últimos tres años en un giro de memoria. En la oscuridad bullen buscando alimento. Miguitas de pan imperceptibles, restos microscópicos de lo que va quedando. En la ciudad de la desinfección política hay mendigos, están abajo sosteniendo la humanidad del decorado. Piden, venden sus cuerpos a la masacre, invitan a la Mendoza turística, la mejor provincia para vivir. El chille proviene del pasillo y cuando me animo a posar el ojo en la mirilla veo a unos jóvenes charlando en voz alta, a los gritos por momentos, en la vuelta de la noche.

Crónicas del subsuelo: En un azul de frío

-¿Quién es?-

-Buenos días, soy el caníbal del edificio- dice una voz.

Por la mirilla no veo a quién lo dice. Tal vez esté agachado. Preparando el arma, o la aguja. No contesto. Espero verle de espaldas para disparar cuando se canse y se vaya. Suena el teléfono. Son las nueve. Mientras vigilo... atiendo.

-¿Quién es?- dice la voz, y corta.

La explosión luego del atrincheramiento recrea el eco de las catástrofes. Las carpas del lago sacan sus bocas para el pan de los niños. El límite es la periferia. Quedan los algodoneros hablando en su idioma y una indomable presencia de la plebe por el parque. El lago, el restaurant, los remos abandonados, los botes. La tarde por su peso, por su ahogamiento, cae. La invitación a la masacre es inminente. Una pareja se acaricia bajo un sauce eléctrico. Un perro negro nada en el lago y lo cruza, entero. No corre un solo viento. No corre un solo niño.

No pasa, nada.

Marcelo Padilla