Túnel de sangre

Túnel de sangre

Por:Marcelo Padilla

Por lo general, todas las mañanas cuando paso a las siete y media por el pasillo oscuro de una de las salidas de las torres que da a calle San Juan voy pateando alguno que otro tarro de telgopor, bolsitas de basura que el viento hace bailar en el playón viboreando una danza sin música explícita, pero que sin embargo por el meneo constante que va y viene hacen una ronda en remolino. Tramito el apuro. Se mecen de aquí para allá y rodean mi caminata al salir por la boca oeste. El pasillo es ancho y oscuro, no tiene una sola luz aunque tubos se ven en el techo. De día y de noche lo que ilumina es el reflejo de los rayos de sol de afuera o las lamparitas prendidas de la calle que a esa hora sitúan a los pasajeros en un estado trance que convoca a la fantasía de suspensión del tiempo. Es que al hombre que vende en la salida de la boca del pasillo aceite de oliva le ha caído en gracia ponerse ahí, cada día desde temprano con un carrito de esos que se usan para ir al súper, con tres escaparates llenos de botellas verdes y algunas bolsitas de especies.

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En realidad la palabra "pasillo" amortigua la sensación, por eso ahora prefiero cambiar su denominación para que sea otro el sentir y replique verosimilitud la idea de que en realidad se trata de un túnel, con la idea de que en todo túnel al final se ve la luz, reitero: de noche por las lámparas de la vereda o por los rayos de sol que aterrizan en la mañana atravesando los árboles. La idea de la creación y la idea de túnel suenan -por qué no decirlo- a emboscada. A pasillo de bosque urbano donde no hay aguante que valga una vez que se ha decidido atravesarlo. Allí no hay niños jugando, tampoco vendedores de nada, solo es un túnel para siempre y un pasillo momentáneo que por la hediondez de los motores empotrados y sus grasas empujan a dar pasos apurados, aunque nadie esté allí físicamente para uno desviar el camino y retornar para salir por Siria en un tránsito más seguro y a cielo abierto. El túnel ofrece rapidez según para donde uno vaya y por eso tal vez algunos lo elegimos para ahorrar no sé qué, tiempo, esquive de gente que baja de camionetas cajones y carpas gitanas que luego se instalaran en el playón para atender a las víctimas.

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Cuando se cayó la señora ebria fue un alboroto de miradas y pispeos. Cuando se cayó la niña en patines y se partió la cabeza contra una de las pilastras también. La sangre estremece. Y da pavura acercarse al brote y ver el chorro. La sangre espanta. Enmudece y nos pone blancos como una hoja que detiene al escritor sonámbulo frente a la máquina de escribir. Sobre el respirador del estacionamiento subterráneo que hace de gran terraza para inundaciones descansa el hombre que toma su litro de cerveza. Cuando se cayó el hombre de su descanso cayó con él la botella y los vidrios esparcidos en derredor quedaron ahí dispuestos para un faquir que de buena gana se las arregla para identificar su alfombra y pasar descalzo como si se tratara de una obra pobre de un circo pobre en una ciudad pobre. Las ambulancias no entran porque no hay posibilidad de paso por los tubos de hierro pintados de negro y amarillo que impiden la entrada de vehículos, sí lo hacen enfermeros y enfermeras, policías especiales del comando de atracción para mitigar el pispeo.

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Es una población de una pequeña ciudad metida dentro de la Gran Ciudad donde los ritos cotidianos suelen parecerse mucho a los de un país alejado. En el reino del cemento del piso, paredes y techos, los ecos de cualquier conversación y los gritos impunes de las ventanas se expanden por el eco a contrapunto que produce el golpe de sonido en la torre contraria y así la música de cruceros varados en medio de una ciudad sin agua construyen un pentagrama que le sirve a la piba que con la guitarra se ubica al fondo del último patio escondido a sacar las notas de los sonidos que zumban por el disloque de ferias y tenderos que se montan en la cotidiana a vender verduras y frutas, pastas y comidas hechas, negocitos con carteles que dicen "hay helado", por lo general solo de dos gustos aunque tenga un cartel típico de heladería pegado contra la pared con el glosario de palabras. Fresa y Chocolate es la película. No voy a decir que se trata de la misma situación cubana donde el helado es barato y esos dos gustos sirvieron de excusa para poner en discusión en el mundo la realidad de la homosexualidad cubana. No. Es solo una película que se me pasa por la cabeza una vez y luego se va con la música de la chica del patio del fondo del playón que toca la guitarra y ha sacado una melodía con los restos sonoros que retumban.

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La letra se canta suavemente en la tardía y un malecón imaginario proyectado devuelve un fragmento seco al rayo del sol que no logra imponerse porque de las tiendas salen murmullos y susurros cuando el pispeo no hace más que confirmar el estigma que todo doliente acusa cuando cae ante la muchedumbre. Es como un linchamiento por desposesión porque nadie se mueve al ver que los hilos de sangre dibujan la mancha que se amplía y coagula por el verano anticipado. Es la sangre que molesta, es incomoda la sangre. Sangre por accidente y por sorpresa, sangre por vocación esotérica. Túnel de pasillo oscuro de sangre oscura que hiela con el viento en verano.