Crónicas del subsuelo: De la vida de derecha

Las vigilancias epidemiológicas garantizan en el entripado de una primavera marchita que los padecientes queden quietos en sus jaulas.

Crónicas del subsuelo: De la vida de derecha

Por:Marcelo Padilla

Empuja el viento las mechas de los arboles sacudiendo hacia el sur los silbidos de los drones que saben cada tanto posar en la ventana que ahora traquetea en un temblor permanente. He saludado temprano al gendarme vestido de civil, al policía disfrazado de comensal de domingo y a la chica adventista que por calle San Juan camina con su Atalaya apretado entre sus brazos. Lo demás es desierto en una ciudad de domingo donde ni un paraíso ha quedado en pie. El polvo arremolinado en el pozo, los charcos de una lluvia que no fue, los vidrios de los negocios cerrados, autoclausurados, informan que allí hubo un depósito de esperanza. Sin embargo las vigilancias epidemiológicas garantizan en el entripado de una primavera marchita que los padecientes queden quietos en sus jaulas y asuman el silbido inexacto que por las hendijas se cuelan llevando el vacío casa por casa. El silencio lleno del estar en el mundo. El exabrupto geográfico. El viaje hacia el caos en noches lunares y rituales propiciatorios donde cesa la actitud ciudadana. La vida de derecha, por decirlo de alguna manera, sin ánimo de estigmatizar. Sin ánimo. La vida de derecha en la cotidianeidad sin alma. El lazo cansado que en el aire desiste de su voluntad de captura. La manada suelta. Las animitas pregnadas en los paredones y el reverberar del agua subterránea hedionda que avisa. La vida de derecha como condición del ser para el estar en el mundo desencantado. ¿Qué es el encanto sino una serie de estampas sobreimpresas una tras otra con la Virgen de Guadalupe y la Difunta Correa, o la sombra de la niña muerta de cáncer que ha dejado su cuerpo en el camposanto para ser solo foto y recuerdo que el vertedero ocupa para desliar su torna? En el linchamiento de la turba o el en grito del padeciente está la espada y la victoria para promulgar el anatema.

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Las necesidades específicamente biológicas construidas por un avatar de significado pendular, nombre e identidad en el anonimato de las costumbres que ni heráldica tienen tras la poda de una fauna genealógica plagada de secretos. Conversando en una ficcional terraza de Chile ubicada al este del Cacique Guaymallén concluimos que de secretos se fundan las familias, condición para su aparición y apareamiento, fundación o fundición tomadas de la mano para promulgar el esotérico envenenamiento de los sujetos. La vida de derecha está en las estructuras de todas las instituciones que derraman sus decires haciendo culto en la feligresía protestante. De facón y de cuchillo, de linchamiento e invasión por la mala calidad de los socorros y pésimas revoluciones con malos industriales. Viridiana es la penumbra que acompaña el sometimiento del afecto al acto fruncido del amor. La consigna es el amor imperial para odiar el odio y de ahí la humorada cínica de los promesantes de cultos progresistas que se avienen al altar imaginario de una cruz desaparecida. Hecha de lonjas y latigazos, pedacitos rasqueteados para el santuario de la casa y el poster en la pared que subleva de indiferencia.

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Quiera dios oiga los silencios llenos de vacío. Quiera el diablo que ha pactado en conciliábulos acolchonar tantas caídas. Que ahora hiela en verano y quema en invierno, destronadas las vírgenes de todo reinado heroico simulado, hechas candidatas a nuevo tronos. Cristiana sepultura a la vendimia en la trifulca de los bondis que recorren las venas de provincia. Que el gendarme se ha vestido de civil y el policía disfrazado de comensal de domingo y la chica adventista con su Atalaya apretado entre sus brazos sean la carne del almuerzo y la noche sin cena ni comediantes. Mítica estaca, teogonía amanerada por el meneo de los arboles mechudos. La institución es el manto hecho abrigo para el ateo y la cama el depósito para el creyente. Vuela por ahí un silencio que aturde.

Marcelo Padilla

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