Crónicas del subsuelo: Infinita soledad sin muchedumbre

Crónicas del subsuelo: Infinita soledad sin muchedumbre

Por:Marcelo Padilla

Los movimientos austeros, el divagar por la casa arreglando todo a su paso como si el mundo fuera a ordenarse así, poniéndole esa pizca de voluntad al escepticismo que viene llevándoselo puesto a las trompadas hace unos años desde que decidió sumergirse en esa cápsula de soledad curativa. Así le veo, sin poder hablarle siquiera. El envoltorio en su cuerpo no deja traspasar ni palabra ni tacto ni caricia que redima. Está así. Ha pasado al "estado de suspensión de la especie". Una forma de escapar desde las entrañas del mundo, hundiéndose más en él. Le dejo. Me voy a caminar por la alameda nublada y recorro el Área Fundacional (como le llaman) y viajo sobre las fundaciones y las fundiciones, las exhibiciones patrimoniales que dan cuenta de un origen. La construcción del relato que nos da sentido como miembros de una sociedad encaminada a la modernización de todas las prácticas, de la cultura y sus costumbres. La obcecación por "ser alguien" en la ciudad es, ahora pienso, la gran condena que hemos recibido. Y los restos. Los restos que no pueden o no quieren "ser alguien" en la ciudad. Diluidos en persas y calles olvidadas. La zonificación espacial de una rizomática serie de decisiones políticas, pero también proyectual de "cómo ser" en las trazas. Así le dejé, "estando" en el aparente abandono, sin querer "ser alguien" en medio de una infinita soledad sin muchedumbre.

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No hay ciudad que no expulse hasta en sus trazas, porque sus arquitecturas también son un discurso, y esos discursos interpelan al que está en la traza. Por eso la masa anónima se mueve de otra manera y peregrina por otros sitios donde "está siendo sin querer ser alguien". La bestia pop vive de los excesos, por eso cuando cobra pantagrueliza la espera acudiendo al menú. El supuesto derroche a los ojos del que vive en los claustros, arriba, en bandejas habitacionales digitalizadas para no salir más que a visitar a su tabú. Es lo que no vemos quizá. No solo porque hay toda una maquinaria comunicacional que se encarga de ocultar esos retazos sino porque "no sirven". No son "técnicos" en el sentido funcional de una herramienta. Y "vivir la ciudad" implica a la técnica. Promueve "saberes aptos". Por eso también le dejé en su burbuja y me vine a caminar al supuesto origen de todo. Un panteón descalcificado sin visitantes. Un origen que no es origen sino más bien imposición de una traza ideológica sobre cómo pertenecernos, aparentemente todos, en un mismo universo simbólico. Sobre "ese relato" se monta el poder de determinación del origen y sus atributos. A su deriva post decisional. Siendo, repito, le dejé sin saludar. Me fui con las manos en los bolsillos, tropezándome con adoquines nuevos. Encapsulado, suspendido sobre "el origen de la provincia".

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Espero estar vivo en enero de 1995 para llegar hasta aquí, donde estoy en este momento sentado frente a una pantalla luego de escanear el cielo de mi techo, los alambres con la ropa tendida y las nubes cortadas por pantalones, medias y remeras. Espero llegar vivo a ese enero. Voy hacia atrás y salto ese año y remiendo pongo a coser medias agujereadas en el mismo lugar, en el del dedo gordo del pie derecho y también en el del pie izquierdo porque soy zurdo y le pego con la zurda, aunque de niño le pegaba con la derecha. Probé y probé con la izquierda hasta que aprendí a darle con las dos. Salto un charco del potrero de la esquina de mi barrio sanjuanino y quedo mirando la cuneta de barro en enero de 1975. El tiempo se suspende por decisión pandémica y viajo arriba de un trozo de musgo a navegar. El agua está pasando carajeada y yo me subo. Bajo la ropa colgada. Despejo el patio (hoy imaginario). Quedan los alambres y ese cielo. Rayado.

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Decir que la buyasca de los pibes que juegan en el patio de la escuela no me dejó pegar un ojo es, cuanto menos, inicuo. El griterío brota de un momento a otro como si hubieran soltado la canilla del silencio, de golpe. Ahí sí puedo decir que los he sentido, pero acusar solamente a esa sinfonía bribona sería reduccionista. ¿Tan solo una posibilidad en el horizonte?

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En el sexto piso de Alemania del Este asomo por la ventana "mirando a lo lejos". Ya no estaba, que nunca me dijo si fuimos o no compañeres de cama, de cariño, ni de almohada. Estaba absolutamente solo con el vacío del ventanal de una tarde negra. Los pibes se habían retirado a las aulas, supongo, porque ya en la canchita no había nadie. Doy un mensaje a la cobradora para pasar por el noveno -tres días tenía guardada la guita de las expensas- y, como siempre tengo miedo de gastarla directamente subí y le di un toque a la puerta envuelto en la oscuridad del noveno, donde el pasillo es escenografía de Hitchcock en Vértigo (De entre los muertos). La cobradora abrió la puerta y dijo que pasara. Yo sostenía una de soda y una de amargo, las dejé en el piso y me senté en su mesa donde había un facturero, "te pago", le dije extendiendo mi mano con mil novecientos pesos. Nos quedamos charlando un rato, le pregunté si podía acceder a conocer la azotea de la torre para sacar unas fotos y mirar la ciudad desde el piso 11, arriba del piso 11. Una instalación detenida en el tiempo antes de la caída del muro, seis torres en derredor a un playón de cemento estilo panóptico donde habitan más de mil personas en cuatrocientos departamentos con un movimiento a pleno de visitantes que llega a los tres mil por día sin pandemia. Una especie de "refugio para esperantes" en medio de la ciudad que no se siente.

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Luego de las sirenas, por la noche, aún en las primeras horas de la mañana escucho el río de autos y micros imaginarios. No suenan con sus especificidades, murmulla un río imaginario con fluir sostenido y sonido real, desde el sexto suave, como un viento que no termina jamás. Y, como no río por nuestros desiertos, río por imposición que zumba mientras marco fragmentos de libros diluidos por la mesa. Libros al azar.