Crónicas del Subsuelo: "Li viene por las ramas"

Crónicas del Subsuelo: "Li viene por las ramas"

Por:Marcelo Padilla

 "Lo que angustia es la impotencia por no poder torcer el destino individual en un contexto de incertidumbre y dolor colectivo" - comentó Li (una vecina peruana) agachada, mientras cortaba dos ramas del jazmín en la puerta de mi casa. Nos demoramos. En la charla nos demoramos bajo el sol del mediodía sin apuros ni corridas. Li aplaudió en la puerta tres veces para que me asomara al menos por la ventana. Li quería un par de ramas del jazmín frondoso que resiste ahí, inviernos y veranos, hasta escupir sus flores que todavía no mutan a capullos. Aplaudió tres veces y salí, acostumbrado: a las llamadas de vendedores de orégano, bolsas de residuos, medias, mendigos suplicando "algo para colaborar", plata, paquetes de fideos, comida. Testigos de Jehová, folletos salvadores. Papeles en el suelo. Papeles de invierno.

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El mundo da nauseas, su insistencia cruel en las noticias por mostrarse... mejor no verlas ni escucharlas. La televisión está en pleno acto suicida. Los canales de noticias dicen lo mismo, lo que cambia es el look del locutor o de la locutora, sus grafs, las alertas, las urgencias cada cinco minutos. Miedo, tensión, permanentes. La tecnología se vuelve dispositivo de amputación netflixado para la quietud plena. Como si las crisis fueran a arreglarse por televisión a través de debates inconducentes o declaraciones formateadas. Como si en netflix sucediera la vida, en ese planeta que demora por capítulos y temporadas el ansiado final de todo ciclo. Siempre queremos el final, que se termine, que estamos hartos y de mal humor, y, a veces, queremos prender fuego una bomba de nafta. El mundo es horrible, por eso estar en él nunca tendrá un sentido prefijado. No estamos más que destinados al ocaso de un ciclo. Como un gobierno que se cae por goteo de aceite cannabis. Quizá así sea la ultima temporada, la extinción del mundo y nosotros tomando gotas de aceite de cannabis.

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El mundillo de la política se debate entre la televisión y las redes sociales, luego la calle. La calle poblada y deshabitada. La calle prohibida. La calle perseguida por ser calle y más aún si es ancha y ajena. Decía que Li aplaudió tres veces y yo salí de mi escondite. Me pidió una ramitas para llevarse pero antes charlamos de otras cosas que no tengo porqué revelarlas; mejor digo: tengo motivos para no revelarlas. Seré respetuoso al código de faltas pero como ya no quedan ganas ni de ser respetuoso, escribo, cumplo, con el deber de ciudadano que paga sus impuestos con tarjeta de crédito y se queda sin un mango a mediados de mes siguiente y así. Me callo como un esclavo licenciado, excavo y no encuentro nada propio ni ajeno. El fondo del hoyo no tiene tope, la música que suena es opiácea, alfombrada y mitiga el atardecer. (Lion Sphere: State of mind. After Sex: Jonh Wayne. Mild Orange: Some Feeling. Beach House: Depression Cherry)

Las horas pasan en vano.

El "milanga" apareció nuevamente -lo hace cada tanto, de improviso y maullando suavemente-. Es una especie de canto el del milanga que se reconoce entre otros maullidos de gatos peleadores que buscan presas o sobras de comida en la basura, los de los techos. Milanga no sé cómo será en otros techos, en el mío maúlla suave. Debe ser porque lo crié y cuidé de poquitas semanas cuando lo trajo mi hijo machucado y con la pata quebrada. Era despreciable el milanga, la verdad, para qué mentir. No tenía alimento para darle cuando vino. Entonces lo de siempre: leche y unos pedacitos de milanesas que sobraron del plato. El gato no tomó la leche y fue directo a los trocitos de milanesa. Por eso le pusimos "milanesa" y le decimos así, a veces "milanga", ya en confianza con el gato. Esta mañana temprano cuando asomaba el sol escuché ese cantito y lo llamé, lo llamé por su nombre: milanesa. Los que tenemos un gato necesitamos interpelarlo con nuestro lenguaje e inevitablemente le ponemos un nombre. Cobra una identidad, tal vez así lo acercamos a nuestra especie angustiada, exhausta y desagradable. Los demás son solo gatos. Gatos anónimos. No sé, tal vez al nombrarlo y hablarle, el gato sienta algo, un murmullo indescifrable o un código de sonido pero no de lenguaje. Como dicen...los gatos acompañan en la tristeza. Vuelven, envuelven como serpientes nuestras piernas y ronronean. Se acomodan en la cama, acurrucan, como decía acompañan en la tristeza...o eso queremos creer. Porque siempre queremos creer. Necesitamos creer. Es por naturaleza antropológica y social que, "creer", se torna una necesidad básica a la que hay que satisfacer. De ahí mi respeto a "las creencias". No todo lo incomprensible e imprevisto tiene que ser apropiado por una explicación de la razón. O sí, no sé...