Declarado como Monumento Histórico Nacional, Patrimonio Provincial y Patrimonio Municipal, este colegio se constituye como una joya edilicia en el centro mendocino. Conocé cómo es por dentro.
Colegio Nacional Agustín Álvarez, una perla arquitectónica en el centro mendocino
Hay edificios que no sólo guardan historia: la respiran. En el caso del Colegio Nacional Agustín Álvarez, la memoria parece filtrarse por los mosaicos, las ménsulas metálicas, los ecos del auditorio y los patios donde aún se escucha el murmullo de decenas de generaciones pasadas.
Frente a la Plaza Independencia, en pleno centro de la Ciudad de Mendoza, esta obra monumental no es solo una institución educativa: es una cápsula del tiempo donde el pasado se conserva intacto, entre el olor a madera antigua y el brillo suave de los pisos calcáreos.
El sueño de una ciudad nueva
El origen del Colegio está ligado a la tragedia y la reconstrucción de nuestra ciudad. Tras el devastador terremoto de 1861, Mendoza debió reinventarse. En ese contexto, y bajo la presidencia de Bartolomé Mitre, nació en 1864 el Colegio Nacional de Mendoza, una de las primeras instituciones secundarias del país creadas con el objetivo de educar a la juventud provincial y formar a las futuras dirigencias locales.
El edificio que hoy conocemos, sede definitiva del colegio, fue inaugurado el 20 de marzo de 1911, sobre un terreno que había sido destinado originalmente a la Iglesia. Su construcción marcó un hito: fue el primer edificio público de hormigón armado en Mendoza, proyectado con técnicas antisísmicas de avanzada.
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Detrás de esta obra estuvo el ingeniero mendocino Juan Molina Civit, quien trabajó junto al francés Mario Gaillard, un especialista en cemento armado. Juntos, idearon una estructura sólida y elegante, una mezcla de innovación tecnológica y lenguaje académico europeo.
Una joya frente a la Plaza
El Colegio se emplaza sobre la calle Chile 1050, ocupando una manzana completa. Su fachada, de líneas sobrias y equilibrio perfecto, mira hacia la Plaza Independencia como si custodiara el pulso de la ciudad. Los tres arcos de medio punto del pórtico principal invitan a ingresar a un vestíbulo amplio, coronado por una mansarda y decorado con la delicadeza de un estilo académico francés, contenido y armónico.
Más allá del pórtico, el edificio se despliega en pabellones y patios perpendiculares, conectados por galerías con ménsulas metálicas y cenefas ornamentadas que parecen suspendidas en el tiempo. En esos espacios, el aire tiene un espesor particular, una mezcla de quietud y nostalgia.
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Los canteros de los patios siguen floreciendo entre los pasos de los alumnos, mientras las sombras se filtran entre las columnas y los bancos de hierro fundido.
Cada galería, cada arco, cada línea de su simetría, responde a una lógica que une belleza y funcionalidad, como si la arquitectura misma quisiera enseñar.
El lenguaje de los pisos
Quizás uno de los detalles más cautivadores del Colegio Nacional Agustín Álvarez esté bajo los pies. Su piso entramado, hecho con baldosas calcáreas o hidráulicas de fines del siglo XIX, es un auténtico tapiz geométrico. Cada baldosa cuadrada se subdivide en cuatro campos con motivos estrellados de ocho puntas en el centro, trazado con delicadeza sobre fondo blanco, bordes diagonales y pequeños nudos ocre-mostaza en las intersecciones, como puntos de anclaje visual.
El diseño, dispuesto en ángulos de 45°, produce una sensación óptica de movimiento y profundidad. Caminar por esos pisos es, de alguna manera, recorrer un mapa simbólico del conocimiento: cada estrella, cada forma, cada color parece hablar de una época en la que la belleza también era una forma de educar.
El alma del edificio
En su interior, el auditorio mantiene la solemnidad de los templos laicos. Una escalinata conduce a filas de bancos de madera que podrían pertenecer a una película ambientada en Oxford o La Sorbona.
Allí se dictaron conferencias, se recitaron discursos, se cantaron himnos y se formaron generaciones de estudiantes que soñaron con transformar Mendoza y el país. "Queremos recuperar y poner en valor este espacio", revelaron las autoridades al Post.
En otra ala, el laboratorio conserva aún los muebles, frascos y vitrinas del tiempo de su fundación. Entre ellos, un herbario histórico con especies traídas desde Europa y África a mediados del siglo XIX. Es un rincón donde la ciencia y la historia conviven, donde el polvo no es olvido sino evidencia del paso del tiempo y testigo del legado histórico.
La biblioteca, con su mobiliario de roble norteamericano, guarda volúmenes donados por exalumnos ilustres y documentos únicos sobre la educación en Cuyo. En las paredes, las fotografías de antiguos rectores -miradas firmes, bigotes solemnes, trajes oscuros- observan el presente con una serena autoridad.
Un templo de memoria y conocimiento
El Colegio Nacional fue el formador de la élite mendocina durante décadas. Por sus aulas pasaron nombres que marcaron la política, la medicina, la arquitectura y la cultura: Agustín Álvarez, José Vicente Zapata, José Néstor Lencinas, Francisco Gabrielli, Humberto Notti, Víctor Fayad, Carlos "Coco" Andía, entre muchos otros.
Cada uno de ellos llevó consigo una parte de este edificio: su espíritu ilustrado, su vocación pública, su sentido de pertenencia. No en vano, el propio Mitre había imaginado estos colegios nacionales como semilleros de la "inteligencia que gobierne".
Una obra de arte en el tiempo
Declarado Monumento Histórico Nacional, Patrimonio Provincial y Patrimonio Municipal, el Colegio Nacional Agustín Álvarez sigue siendo un referente arquitectónico y educativo. Su restauración en 1994 reafirmó el compromiso de preservarlo como una joya del paisaje urbano mendocino.
Desde la Plaza Independencia, el edificio se integra armónicamente con el viejo Plaza Hotel -actualmente Park Hyatt- y el Teatro Independencia, conformando un conjunto patrimonial que resume el espíritu de una ciudad que supo reconstruirse con dignidad y belleza.
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Más que una escuela, el Agustín Álvarez es un símbolo de continuidad. Su arquitectura encierra el eco de una Mendoza que apostó al conocimiento como cimiento del progreso. Sus patios, sus galerías y sus pisos siguen hablando, como si cada elemento guardara la promesa de que el tiempo -mientras haya quienes lo recuerden- puede detenerse.
En cada aula, en cada banco de madera, en cada libro amarillento, el colegio sigue siendo lo que siempre fue: una cápsula de memoria viva, un refugio donde la historia mendocina no sólo se enseña, sino que se escucha.
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