Por tamaño rodeo en la anterior, pero también en la presente maraña de reflexiones, dobles disculpas de entrada nomá voy pidiendo al lector por tanta demora en ir al grano, al fondo del vaso digo. Hablo de "el monstruo y su contexto" y de "Nace niño lobo". Tal como se lo bautizara al escrito anterior con el primero de los títulos, y sobre el que se objetara (lo sabemos, fue en silencio) capciosas nigromancias sobre lo tratado en su momento. En indolentes devaneos se dijo lo que se dijo y se escribió lo que se escribió. Pues, es hora de pasar al objeto directo entonces, y más específicamente al referente empírico, de lo que experienciara la anterior deriva filosófica, en la mente del escribiente y del amanuense. Así es que se iniciaron las disciplinas generales, capturando distintos ámbitos de conocimiento, y la disciplina particular de un área temática, su conjunto de topos, sería el fruto de un arte que antes, apenas siquiera, fuera una incipiente idea bobalicona. Y su pulido póstumo quedaría en manos de expertos, y así lograr ser una disciplina con todas las letras, producto del trabajo de eximios artesanos de la orfebrería y de la vestimenta. A la disciplina y a sus miembros se los viste y se los reviste. En cada escuela nacional, y en la única escuela internacional se los desviste, para mostrar cuánto de cipayismo le ha tomado el virus en la piel, y si se le ha extendido en el cuerpo. Y como en un juego de niños se establecen reglas...de todo y para todo, etc. Así se funda también la comarca de una disciplina. Con sus integrantes en pelotas y después en su fase superior de evolución, con pudores. Sus integrantes se taparon los rabos. El rey está desnudo en todos lados donde la palabra rey se lea. Y si no vayamos al caso en cuestión.
Decía entonces de ir al grano. Y para hincarle los dientes ahora sí y de una buena vez por todas al propio monstruo, parido en argumentos anteriores del mencionado escrito. A lo que ocurrió una noche larga en un pueblo de provincia. Hace años, décadas. Y que traemos ahora a colación y a nuestro presente con el solo fin de honrar nuestras eximias retóricas. Dichas como escritas y voceadas como textos, por la misma población. Como pompas de jabón en la bañadera de una publicidad de los años de ñaupa. Supo el pueblo (en este relato la historia con sus arquitecturas hace de escenario) obrar manso y tranquilo. Pueblo de donde se dijo vivió un ancestro de Piero, el cantante Ítalo-Argentino. Eso, es lo menos que importa. No obstante en ese pueblerío, y lejos de heredar la tradición del mencionado ignoto, el silencio general en esa población era un abismo. Como si un mudo callara su desgracia asumiendo el para siempre como el famoso fluir de las cosas; pero shockeado y temeroso en darle genie a la palabra y al habla genitora de las prácticas. Hechicería, magia negra, trabajitos, curanderismo. Lejos de la practicante fe cristiana. Aquellas costumbres no llegaron a desentonar. Tampoco serían condenadas. Un pueblito chico plagado de gente común y sin abolengo decía poseer extraños poderes especiales. Algunos cultivados y otros reconocidos, por sus dones, fueron germinando generación tras generación: y que fuera ley primera en cualquier tiempo que sea. Además, los vecinos eran de agradecer. Adoraban al curandero y a la hechicera como a la bondadosa adivinadora y a la lujuriosa maga del circo. Especies de santos mártires extinguiéndose solos en sus tiendas de campaña. Y lejos de dudar, el vecindario iba a sus ranchos y les llevaban a sus hijos y a sus animales. Buscaban una sanación de un malestar o por algún gualicho que le hayan hecho pa que se los bloquee. A todo parroquiano pobre o rico se lo atendía en los toldos.
Cada cual atendía su propio juego mágico. Luego hicieran el clan se retiraron en silencio y se instalaron en los toldos. Era gente sabia. Recibían en sus chozas a cualquiera que necesitara la curación. Sabían de ir a los toldos los parroquianos de la ciudad recomendados por alguien, del cual se le escuchó hablar de los socorros que atendían los brujos. Esos magos y hechiceras y esos brujos y adivinadores se asentaron en la periferia de los barrios antiguos que rodean a la plaza principal de la ciudad. Más bien en el tránsito de la frontera espiritual que oponen las zonas rurales, apenas uno se aleja del ruido y de la bulla. Ellos, los brujos y las adivinadoras, aguardaban en sus ranchos bajo una estricta vida austera a los visitantes. A voluntad del parroquiano. Lo que recibían era a voluntad del visitante. Podía ser alimento o moneda. Era un barrio, por ponerle un nombre tal, hecho en forma circular y no derecho. Ni de a cuadras se hicieron sus manzanas. No existían las manzanas. Aquí la noción de arquitectura no es la de las estrías verticales y horizontales que acostumbraron a trazar los primeros colonialistas cuando fundaron las ciudades. Era vasto el territorio y, dispersos, dijeron que moraban los sabios, alejados unos de otros, y que algunos sin conocerse fueran enterrados en un mismo pozo. Se conocerían en la muerte, una bocanada de soledad en la pianura, le extirparía bostezos a la iracunda, y como niebla cálida se haría hedor pestilente. El hedor salió de los pozos cuando enterraron a los sabios.
Vaya uno a saber por qué los contornos ondulantes de este juntadero de toldos hicieron de este rancherío un lugar misterioso y atractivo a la vez. Lúgubre y deseable. No se sabe si eran veinte o más los ranchos que al momento de este hecho conformaban el conjunto de viviendas, y que en ellos habitara ese indiaje cobrizo de resplandor dorado en su piel, como si hubieran absorbido el sol de cada mañana. Miraban al sol hasta apagarlo. Firmes contra el sol y hacia el sol se erguían como plantas ancestrales, cardones vigilantes parecían cuando se le paraban al sol. Enfrentándolo. Si bien la zona no tenía nombre y la alcaldía la incluyera en los planos, y a los bordes de la ciudad, la zona pertenecía a otro sitio. Digamos ellos mismos, sus habitantes, conformaron una muralla humana que dividió la pulcritud del hedor. Le decían "el barrio de los brujos". Y una noche lo que me contara en un bolichón un hombre (el bar está ubicado frente a la plaza principal del poblado) y lo que tuvo que vivenciar ese hombre de mentas Ramón Sánchez Orondo, puestero de la zona, acostumbrado al intercambio de cabras por gallinas, sería un vaticinio de mal agüero. Me lo contó ebrio frente al yute, y tentado por hablar gracias al envalentonamiento que le dio el alcohol, me largó la historia que aquí nos ocupa.
Me dijo que me contaría algo que le punzaba el pecho y lo oprimía. Yo lo escuchaba atentamente mientras sorbía de mi vaso un trago de whisqui. De una botella tibia que hube de pedirle al mozo me serví otro trago, y me acomodé en mi silla abriendo de par en par las piernas, para darle toda mi escucha a ese pobre buen hombre. Y le dije por supuesto don Ramón Sánchez Orondo, soy todo oídos. Y le insistí que me contara lo que quisiera o necesitara decirme. Que yo era sordo como una piedra. Y que además no se preocupase por hablar porque éramos dos perfectos desconocidos. "Largue don Ramón que le va hacer bien hablar", me dijo que le dijo. Se conmocionó el hombre pálido. Pienso que fue por la buena predisposición de mi parte, y fue así que tomó una botella de grapa del estante del bar y se me sentó a la orilla de mi mesa, y me miró fijo. De su blanca y amplia frente caían unas gotas de sudor. En el rincón del salón no había nadie. Y fue ahí que se puso a describir lo sucedido, lo que ocurrió, lo que vio este hombre desesperado. Habría seguido a los protagonistas de esta historia escondido entre las tapaderas de los ranchos, y tras una vieja chapa oxidada de una pared de madera, tras unos tapiales, dijo haber escuchado las sonadas circunstancias de una parición. Los ruidos salían de una casa. Dijo que escuchó a una parturienta. A una jovenzuela de la ciudad le sintió el gritar de los chanchos. Y dijo, que en ese marco de situación, una hechicera iba y venía por la casa. Que arrastraba en el zaguán y por todo el comedor y por todo el patio, un fardo de yuyos hediondos, humeantes. Y que abrió de par en par los ventanales cuando se juntó la humareda. Evidenciaba dudas la hechicera dijo. Lo que hubo de comprobar no lo veía hace mucho. Le tiritaban las piernas al caminar. Cabizbaja y pensativa iba de aquí para allá. Y meditabunda le sudaron las manos. La hechicera que hubieron de llamar a la casa quedaría sorprendida cuando vio a la parturienta arqueada de piernas y que de su interior asomara la criatura.
Ohhhh... No, ¡Niño lobo! Dijo asombrada la hechicera. La última vez que vi uno destos niños fue hace más de 30 años. Lo que dijo... lo dijo por lo bajo la hechicera... Y en medio de un suspiro se le escapó aquella frase. Y agregó por lo alto ¡Y ahora de nuevo nace niño lobo! Y ocurrió la parición nomá. La hechicera cavilaba a la luz de la vela. Habrán sido las once de la noche de ese jueves. Y lo que nadie pensó iría a sobrevenir y otrora dos generaciones recordaran de nuevo volvió a suceder. Ella, la vieja hechicera del barrio, la que leía los partos de memoria, supo recibir a criaturas extrañas en las casas de las parturientas. Donde la llamaban iba, ¿y ahora estaba convencida? Convencidísima estaba la doña luego de amansarse. Ya no le quedaron dudas. Lo que vio salir del organismo de la parturienta era de lo más extraño que había presenciado. Y dijo más luego, y en los almacenes, que lo que vio salir del interior de la madre fue un regordete niño lobo. Y les contó a todos, en las tiendas de color canela, que el niñito refunfuñaba como un lobito. Que era un engendro ese pobre crío. La hechicera sabía lo que debía de ocurrir en adelante con esa criatura.
¡Niño diablo! Dijo interrumpiendo, el hombre alto y desgarbado. ¡Este niño es Lucifer! Y hay que sacrificarlo, antes del cante del primer gallo. Ha venido a sembrar la sevicia a este pueblo. Y mirando a las dos viejas, dijo definitivo: ¡Echémosle sal! A los niños que nacen a la par que la madre se les muere se les llama niño diablo, y se les echa sal en todo el cuerpecito ni bien salen de la parturienta, aún muerta ella, hay que echarle sal primero al niño. No es de mi agrado lo que les voy a decir estimadas vecinas: además de echarle sal, habría que matarlo ahora mismo. Y deberá de ser alguno de nosotros, de los que presenciamos su alumbramiento. Así rezan los reglamentos internos de este pueblo estimadas vecinas.
Lo que dijo ese hombre alto y desgarbado lo dijo con sorna. Sorprendida, por lo que vio la vieja hechicera y ya en su embotamiento, no lograría escuchar con claridad al sentencioso. El sentencioso estaba pálido. No obstante ansioso por finiquitar el entuerto con el crío. Habría llegado a la casa de la parición este hombre alto y desgarbado "por intuición nomá", alegó. Y que algo lo hizo venir... Que tal vez fuera el viento zonda el que me trajo, que tal vez fuera la noche borrosa o los retortijones que sentí en mi panza diéronme la señal de que debía de venir. Algo me indicó que debía de venir hasta acá, dijo retentivo, el hombre alto y desgarbado.
No, No, No ¡Niño santo! Dijo la dueña de la casa, golpeando la mesa con su puño.
Lo dijo ofuscada y emberretinada la vieja dueña de la casa. Y agregó lueguito, y ya manceba de los nervios: éste niño viene a sacarnos de la merma en la que estamos emproados. El pueblo es una desolación semoviente. ¡Mírense ustedes y miren a esta pobre mujer muerta! ¿No ven que cada vez nacen menos niños y que los pocos que nacieron hace rato ya se fueron a la ciudad? Tan solo por nacer el niño ya es un niño santo. En medio de esta fatalidad el niño es una bendición. Y por eso hay que cuidarlo y protegerlo. Tendremos que evitar que alguien le haga daño, por eso ¡salgan de su lado, no lo toquen y déjenlo que llore!
Los tres no se pondrían de acuerdo. Quienes presenciaron el alumbramiento, su aparición en este mundo tras la muerte de su madre, cada uno por su lado dijo que la vida del niño sería un problema para todos. Su existencia ya lo era en la época en que el mito gobernaba. Porque uno ahora lee con el prejuicio envenenado y por el ojo del progreso parco es que a las sugerencias y a los cuidados intensivos sobre aquellas costumbres y prácticas uno se ha acostumbrado a enjuiciar de anacronismo. Porque no podríamos entenderlo es que adjetivamos y consideramos desde propias experiencias lo que debía de hacerse con este niño problemático, si expusiéramos el caso. No diga el lector no se ha formado al respecto una opinión. Niño lobo, niño diablo, niño santo. Son tres las posibilidades para elegir. Y por apretar un botoncito anónimo ¡usted lector! podría ser artífice. Su clic es sentencia. Y junto a otros que le dieron clic al botoncito anónimo ¡al mismo que usted apretó recién! podría modificar el destino. El andar por el mundo de este crío. Entonces y ya que votaron y ahora sí lo sé, debo informarles como corresponde el veredicto: ha ganado una sola opción por un gran porcentaje. El 80% ha decidido. El resto ya no cuenta.
¡Niño monstruo! Interrumpió el amanuense. ¡Debieron de cuidarlo ni bien nació!
Y lo cuidaron. Lo protegieron. Lo aislaron pa que nadie le haga daño. Aun así, el niño sufriría tormentos mentales con el tiempo. Lo llevaron a un descampado a ver películas al aire libre. Era el Cine Luxor la base sobre la cual se erigía ese cielo, y en él, aquellas estrellas. Vistas desde las butacas de hierro asomaban por encima de la pantalla su tramado. Allí vio La Frontera y dos películas más. En un picnic de los que se acostumbraba en el cine al aire libre las vio con los bolsos con comida y la cerveza pa los grandes y las gaseosas pa los niños. Se le cuidó el cuerpo y se le vigiló el nombre. Lo anotaron en una oficina que tenían un cartel. Rezaba: registro civil. Y allí le designaron un primer nombre al nacer, pero, a los siete años, lo anotaron de nuevo y con otro nombre, y un nuevo segundo nombre, póstumo ya, que lo acompañó durante toda su vida, y le ayudó a olvidar el nombre precedente en esos siete años. Entonces, el niño lobo ha muerto a los siete años. ¡Vaya la cuenta! Vaya pensamiento. El amanuense me dirá que estoy re contra loco. Y fue así que (continuó el amanuense por la situación que atravesaba el escribiente) decidieron sin más, sepultar vivo al niño santo. Lo enterraron en un pozo de tres metros de profundidad, dormido. Al pozo lo cavaron la hechicera con el hombre alto y desgarbado y la vieja dueña de la casa. Lo taparon con la misma tierra que sacaron del fondo de ese patio. Plantaron en su tumbita una semilla de mandarino. Y luego se fueron lejos, escapando, a otra ciudad de otra provincia. Desperdigados como si hubiesen dejado una bomba, los tres impostores, simplemente huyeron. Pero antes de diseminarse cuchichearon entre sí, y por lo bajo agachándose de cuclillas, conversaron, filosofaron, cavilaron y especularon.
La socialización de este mutante humano que quiere denodadamente habitar éste presente se logrará si le aplicamos el protocolo. El manual de procedimientos. Que consiste en hacerle creer al niño lobo que es alguien entre sus impares aliados, y que nacidos de efímeras e interesadísimas relaciones no tendrá ningún amigo. Que no tiene historia ni suelo de arraigo ni ninguna relación que aquí lo afinque. Ni por la baratija de sus tratos. Entonces, los argumentos, ustedes ahora ya los saben de memoria, unen a todos en ese gran simulacro. Bajo un mismo templo de desgracia. Y pueda que a alguno se le ocurra organizar un festival solidario a beneficio del niño santo. El niño diablo está enterrado. Y si fue lobo, ya es cadáver. Quizá a alguien se le ocurra hacer una estatua en la entrada principal del pueblo, luego de la rotonda, o en la misma rotonda. Por eso debemos irnos.
"Y en todas las ideas que entren en el imaginario pre anunciado por el presente vivir en el que todos se bañan, uno se pregunta, si se es alguien cuando uno ya no existe, o en todo caso, si se es alguien una vez muerto. Acaso niño lobo, acaso niño diablo, o acaso, tan solo niño santo. Solo cuando uno se muere será recordado por alguien", dijo la hechicera.
"Ahora la sociabilidad imprime una inquisición de estilo y de labia aprobada por una estética ideológica que da entrada sin palabra a los lugares. Porque quieren vivir el presente, hacen lo que hacen", dijo, y se metió en la conversación, y muy envalentonada, la vieja de la casa. Y deshacen a su antojo compromisos de palabra. Y a nadie de ellos, por más poesía y literatura vindiquen y libros acumulen, jamás les pertenecerá ese sentir de su palabra. Es por la galería que lo nombran, cerró, la vieja dueña de la casa.
"Niño lobo, niño diablo, niño santo". A coro, cual tres locos, repitieron ese mantra siete veces.
"Usan palabras de mero consumo distractor y tiemblan de miedo ante el mínimo silencio", dijo el hombre alto y desgarbado. "Entonces, traicionada la palabra, también será sacrificado el compromiso. El niño nace lobo y se hace diablo y muere santo. Es tal cual un rezo y un canto. Y la lírica es parte de su confección, y su hechura es una melodía melancólica", dijo la hechicera. "La única manera de creerle a una persona es verle cumplir el compromiso que ha tomado previamente de palabra. Ahora, si es así, es también todo lo contrario. Porque dentro del espiral histérico de sentimientos que le brotan a las gentes, un lavarropas mental en la cabeza les licua las ideas, y a la cabeza ya la tienen ocupada enjuagando impropios trapos sucios. Patrias infames y ridículas apapachan al niño santo", largó, el hombre alto y desgarbado. "Peor, creen estar fundando colectivamente algo importante, y por haber tomado la decisión de matar al niño lobo están fagocitándose unos con otros, dándose de comer en la boca, para luego invocar el acto", agregó la hechicera.
La vieja de la casa miraba consustanciada a sus cómplices, y poco es lo que participaba en la conversación. Con los ojos abiertos como huevos, y rojos por no dormir, la vieja dueña de la casa padecía su peor momento. La decisión que debieron de tomar la incluía. Porque fue en su casa que ocurrió tal muerte y tal aparición y tal enterramiento. El cadáver de la madre quedó postrado y nadie se ocupó de él. Estaban pendientes más del niño que del cadáver de la madre. El niño le chupaba la teta izquierda. A la difunta le salía leche de ambos pechos.
¿Mostrar el acto es hoy condición de posibilidad de todo existir? Más bien se trata de decirles a otros: ¡el niño santo está vivo, y viviendo en otros!, dijo la hechicera. "Viviendo de otros", metió la vieja de la casa donde ocurrió tal parición. Porque tiene miedo, el hombre, es que se mete en el barullo de las colectividades. Las etiquetas de las colectividades se usan de certeza. Como el lugar que alguna vez ocupara la etiqueta de la familia. Arrastramos la estructura familiar donde vayamos. Y vamos que nos vamos, dijo el hombre alto y desgarbado, ansioso. Transpiraba por las manos. Etiquetado él y su madre cada uno por su lado. Al mismo lugar que han de haber ido no se encontrarán. Y no se encontrarán nunca. Porque han de quedarse sueltos por ese salirse de adentro. Y estar salido de adentro es lo más fiero que a una persona le pueda suceder, sentenció la hechicera.
"¡Pregúntenle al niño santo!" Dijo, la vieja dueña de la casa.
"¡Está muerto!" Le respondió, el hombre alto y desgarbado.
"La gente está obligada a mostrar lo de afuera a cada momento. Entonces, mostrar, palabra de la que no se hace mucho escarbe..."
"¡Mostrar muestran los monstruos!" Interrumpió la hechicera.
"Monster monstruo, muéstrame tus encantos. Que no te creo", dijeron, con los ojos cerrados, los tres a coro.
"Es más por niño diablo y no por niño lobo lo que sabe este niño santo". Interrumpió otra vez el amanuense. Y continuó: "Lo que sabe lo sabe por niño diablo. Porque no tiene tiempo, el niño santo vive en el espacio, y en el espacio su alma errará iracunda y siempre diabla. Por viejo muere dios, y hasta ahora, es el único muerto que anda molestando. El niño diablo promete traición y no chamuya. La cumple. No engaña. El niño diablo es el mismísimo demonio. Y aunque se vista de seda mona queda. Tampoco del todo es santo. Menos será un profeta. Atávico y muteado a coro será en otros, agregó el amanuense, entusiasmado en la conversación de la que no lo habían convidado.
"Nunca hablamos con la misma persona, aun esta sea, la misma con la que hemos tratado hace un rato. Algo ha cambiado, denodádamente, hacia el delirio anacrónico de las cosas, de la vida de las personas que habitan este pueblo", dijo, el hombre alto y desgarbado... "¡Auxilio!" Gritó el amanuense. La cosa se puso fulera y harto delirante. Y prosiguió: yo no aguanto más esta historia tan tremenda. Quiero descansar.
El amanuense fue a descansar. Se irguió de la silla y le apuntó, caminando, a la puerta de la cocina. Preparó un café y fumó un armado de tabaco. Y puso a la música fuerte. La música del tango, dijo, a cualquiera le hace bien, porque al escucharla uno se purga, y olvida de una buena vez todo lo que nos viene de arriba y nos llega de abajo, y nos sorprende, como los vientos a los costados del camino. La biblia para este niño no es otra que un gran libro llamado Tango. El amanuense lo vio todo. Y lo fue escribiendo a medida que escuchaba esta tremenda historia, de este niño, dicen, nacido lobo. Qué felicidad, dijo el amanuense. Qué laburo abrumador, por dios.
Don Ramón Sánchez Orondo no paraba de soltar prienda en su relato, y perturbado por los detalles de aquel aquelarre de sangre, haría de su confesión definitiva una sentencia. En el bar ya no había un alma. Y borracho don Ramón por los tragos de la grapa, rojo y con los ojos vidriosos, me confesó, que lo tuvo que matar él, ¡yo lo hice!, me dijo sollozando, cuando los escuché dudar a los tres impostores y ver que ninguno se animaba a quitarle la salud a ese diablo, lo hice yo. Yo mismo le clavé el facón en el pechito. El crío ensangrentado arriba de la madre con los bracitos torcidos sobre sus tetas. Cuando se fueron despavoridos los tres cómplices yo desenterré al niño del pozo y cavé una fosa más profunda para que entraran los dos juntos. Por lo que escuché de la hechicera, se nos venían días oscuros en la población. Las siete plagas vendrían, dijo que escuchó. Si ese crío sobrevivía, el maleficio caería sobre la gente del poblado. A un niño así había que hacerlo desaparecer, dijo temblando, don Ramón Sánchez Orondo, compungido de desgracia. Abrumado por la situación.



