Crónicas del subsuelo: Los pájaros de corcho

Crónicas del subsuelo: Los pájaros de corcho

Por:Marcelo Padilla

Cierta vez quise escribir una jácara de una sombra. Empecé un día de lluvia. La jácara desarrollándose dentro de los causes de toda jácara. Protagonistas principales y otros, de baja estirpe en segundo plano, encorvados. Los toldos aventados por los instrumentos para dar ambiente; es decir, una jácara típicamente clásica.

La lluvia caía sobre la sombra de la jácara toda vez que la atmósfera tornaba estremecedora por el clima afuera de la fábula. Entonces la sombra, hizo inmensa su estadía en el céfiro a medida de la luna. Y la lluvia tapándola. Dejándola ahogada y sucia, bajo un charco cada vez más profundo y oscuro y mucho más hediondo. Unas gotas de aceite negro cayeron pesadas en el charco, hundiéndose hasta perderse de vista. Solo un ciego hubiera escuchado el splash en medio de la tormenta funerosa.

Carcomía la tierra el agua debajo de su hueco y el charco invitaba a imaginar su profundidad sin dejar de ser espejo para luna y sombra. Metí un dedo, y éste pasó de largo, que del miedo corté con la jácara por unos días. Y mi dedo, tragado por el charco, perdido y flotando. Tenía cuatro en una mano y cinco en la otra. Me las lavé con agua limpia que amontonó un barril abandonado.

No paró de llover. Fui a dormir a no sé dónde. Pero, cuando apoyé la cabeza al tirarme a esa cama la almohada estaba empapada. Y a los pies sentí húmedos como si hubieran estado en una palangana helada toda la santa noche. Entonces pregunté, dónde estaba mi madre para sacarme del pozo ciego primero y de ésta siniestra jácara después.

Esa mañana clareaba. Me vi bajar de tal quimera, de una altísima escalera en tobogán que no tenía comienzo y pendía hacia el centro del charco ¿Cómo podía seguir sucediendo? Yo, había despertado, y el sueño hecho de algo ominoso hundía su nariz en mi pecho empujándome hacia atrás, hacia arriba, devolviéndome hasta ese origen de escalera sin comienzo. A un inexplicable y perturbador origen sin comienzo.

La nueva noche llegaría pronto. Sin embargo pasaron años. Muchísimos años estuve ahí arriba de esa escalera sin forma ni sentido. No batí ningún récord, no batí las manos y apenas pude silbar y aletear torpemente como un pájaro recién nacido. Y silbando y silbando compuse una canción que más o menos dice así.

"Se fueron arrimando unos pájaros; primero azules, luego negros. Brillantes y nacarados. Crujieron sus picos. Su percusión fue eco en las laderas y su osamenta frágil arrastró el viento hasta perderse. Lanzaron chillidos agudos de chanchos de un matadero. Vinieron unos hombres enormes y oscuros. Cabezas chatas y sin cuello, demasiados dientes. Los pájaros se fueron, huyeron. El silencio se apoderó de mi espejismo. Los hombres altísimos desaparecieron y mi cuerpo achicó aun más de lo que era. Como pájaro intenté, no bien mecí mi cuerpo hacia adelante, saltar al vacío. El vacío estaba lleno de mareo. Y volví sobre mi posta. Tirité como un muñeco de madera. De miedo. De vértigo, y de soledad abierta mantuve, a veinte metros de distancia, la cabeza de mi padre, quien auscultando los pocitos por donde ingresaba un ejército de hormigas negras ordenándose en filas largas, despejaba las que se colaban por los cuencos de sus ojos y sus orejas en telúricos ataques. Y era un bramar cuando por la boca le salían esas hormigas negras. Mi padre las contaba, yo le decía que no hacía falta que todas las hormigas sin excepción sabían llegar hacia sus cuevas. Ensimismado las siguió contando. Él, por allá dijo: dos mil trescientas cuarentaicuatro, y yo arriba de la escalera todos estos años. Madre fue a darle de comer a los chanchos y trajo pájaros nuevos para mis cantos. Eran de corcho. Los hacía el viejito ciego de la vuelta. No sé cómo, Don Braulio, los hacía".

Por los múltiples motivos de la canción, habiendo bajado de la escalera ya de grande fui a ver a Don Braulio a la vuelta. Estaba sentado bajo un paraíso en un cajón de verduras tallando pájaros de corcho me dijo hace más de cien años. Oh, le dije, dos veces Oh, Oh, exclamé. Dentro de la conversación, fuera del lenguaje, Don Braulio me acercó con su mano derecha ajada, esquelética, dos pájaros kurdos bonitos y blancos con los picos finos y largos y en las puntas naranjas un lunar de refiloso verde.

Eran preciosos los pájaros de Don Braulio. En la conversación, dentro de la conversación le dije muchísimas gracias. Y le di un beso en la cara a una verruga negra llena de pelos largos, duros y hediondos, que tenían también más de cien años.

Afuera de la conversación, por fuera del hipnotismo de la jácara de la sombra vuelvo a la escalera ¡No sabía a dónde ir más de donde vengo! Subí, cuanto menos cuarenta años hacia el descanso de la gradas. Siempre dentro de la conversación toda vez que afuera de la conversación saliera de aquella visita a los pájaros de corcho que Don Braulio hiciera en la canción.

Ay... Qué belleza cómo lucen, cómo quedan... los pájaros de corcho blancos con los picos finitos y largos naranjas y lunar verde sobre el modular del estanque bien parecidos a los pájaros de Asia aquellos de una antigua obra afuera de esta conversación.

Cuestión que en tiempos desencajados los protagonistas de la jácara decidieron asesinar a los personajes secundarios. En un rapto esquizo que no pude controlar, como amanuense vi a mis manos chicotear sus dedos, tecleando en ese festín de sangre y decadentismo que de mis uñas cayeron las primeras gotas; luego de los nueve dedos. El teclado bullía: acuosas, pequeñas olitas rosas, y luego intensamente vermellas.

De tantísima sangre dejé de ver las letras de las teclas. Al punto que mis manos, al punto que mis brazos. La pantalla y la mesa donde apoyaba los bártulos para el oficio flotaban en la habitación cada vez más espesa. Y mi corazón tiritó en ese ahogamiento y mis ojos se reflejaron, redondos y extraviados, sobre el vidrio del cuadro de la pared.

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