El territorio de lo sagrado, sí. El territorio engallola. Huele a ínsula, sí. Los tercos enamorados asisten a la ínsula. Yo acudo por una cita a la misma ínsula. Cada vez que sufren una derrota los veo en filita, cabizbajos, tediosos, hambrientos. Yo estoy derrotado y borracho. Y me sumo a ellos imitándolos en la fila y también me quedo cabizbajo. La derrota es en sí misma la constitución de lo sagrado. Pasar por el trance del sacrificio purifica. Yo sufro y me purifico cada maldito día. Los deudos van peregrinando hacia ese sitio monacal. Van a depurarse. Yo quiero depurarme. Se bañan en aguas servidas. Yo voy a los cartujos con el ojo morbo auscultando la sinistra de la vida. En la ciudad, las cientos de capillas y parroquias y las iglesias y basílicas, más las catedrales imponentes y mezquitas, más las sinagogas y pagodas; creo, nos protegen.
Del dicho al hecho hay mucho trecho: "andá a llorar a la iglesia" se dice por lo general cuando alguien se queja de algo que no le gusta o lo resiente. Debería de asimilar más la hondura de este simple dicho. Se sabe que en el uso de una guasa, ese dicho, el que nos manda a llorar a la iglesia, es una grafía del decir y del burlar, pero yo me río y me electrocuto con los cables de alta tensión por todo lo que hasta aquí se ha dicho. Justamente es en medio de esos ruidos que la ciudad proporciona un ambiente del sonar, y en ella habitan seres extraños y solitarios: mujeres prontas, hombres jorobados mal afeitados. Están el hombre y la mujer en su desatino (desatino y destino se parecen) Moran y desvarían. Suben y bajan de los ascensores. Algunos se tiran de los edificios, y otros, tal vez por miedo, al vértigo a las alturas, se tiran de cabeza debajo de los trenes. Aquí las cabezas ruedan por los toboganes. Voy a mutilarme de punta a punta mientras llueva en la ciudad. Acaso sangre sea lo que falta.
Esos cuerpos peregrinos están llenos, blanditos, morados por la sangre coagulada, de pura vida. Y viven gracias a su tracción como lo hacen los caballos y las vacas. La sangre moviliza. Tanto el hombre como el animal cuando la sangre se les hierve en las venas, son de practicar la ira y el coito. Los templos. Cualquiera de ellos de cualquier religión y orden procedente. Cumplen una misión.
Su inmovilidad de ruina, sí. Y es espectral esa tarea. Sospecho que dentro de los templos, cierta vez, alguien haya cometido un crimen. Yo quise y pensé decirlo sin escribirlo, que los templos cumplen una función para otros menesteres además de los meditativos. Los asesinos y los templos cumplen una función de paralaje. Pero, la palabra "función", me suena mal. Cuando la pienso y sobretodo cuando la entono me sabe a hiel. En el viejo lenguaje de los años veinte las escuelas nacionales de la primera posguerra diseminaron en las academias el término función, y se viralizó endémicamente la enfermedad de los imbéciles, y de los idiotas, y de las personas. Personas que uno considera y que juegan a ser personas, buenas personas. Ser buena persona es una aspiración, pero, qué es ser buena persona. Fue la antropología entonces.
Pero también otras disciplinas lo fueron. Acusemos a la ciencia y al porvenir, y a la vez denunciemos a la noción de esperanza, de toda esperanza que habite en un corazón ingenuo. Acusemos a la moral de la época y a la de todas las épocas. Son la misma mierda. Ayer y hoy. Mañana. Será lo mismo. Si un lugar salvaje quedara para explorar. Quién te dice, uno pueda escaparse y armar una carpa en la playa bajo una palmera altísima y tomar agua de coco y transformarse en mono, y volver a la raíz. Yo me hago la del mono. La mona, se dijo, aunque la vistan de seda, mona queda. Destino del funcionalismo que explica el orden de las cosas materiales y simbólicas. Qué va...
Prefiero usar la palabra "misión" antes que la expresión "función". Para darle el carácter de fin a las cosas prefiero la Misión. La representación de un fin que se sostenga en la intemperie de esos templos. Debería probarse el vestuario el que quiera acometer el acto. Ir y llorar como yo lo hice a la iglesia de San José de Flores frente a San Antonio. Ricordi... Me senté en la banqueta de la última fila del templo. Luego hinqué mis rodillas sobre la madera, y puse a mis manos en situación de rezo. Y cerré los ojos. En el silencio de la iglesia me conmoví. Perturbarme no era la idea, sin embargo, a mis costados, una vieja y un hombre calvo con olor a alcohol, pasadísimo de alcohol, los dos adustos en sus gestos repiten un mantra poco descifrable para el oído del curioso, que soy yo. Yo me puse a pedirle a San Antonio salud para los propios. Los demás, no me importan más. Dinero y amor es una trampa. Siempre pensé que la triada salud, dinero y amor podrían llegar a confundir al hombre. Y por eso, más que amor, le pedí a Santantonio una compañía para mis últimos días en vaya a saber qué paramo.
Un ángel de la guarda me mira desde un plinto negro con los ojos embadurnados de bosta. El ángel hediondo se agazapa tras el balconcito de la iglesia. Una escultura moldeada con destino de eternidad y de ruina. Ese ángel niño, mozalbete y castrati, el vellocino de oro; aparece y desaparece de las iglesias y tiene vida propia como si fuera un muñeco, un arlequín. Si uno imagina el caer de la iglesia sobre los fieles deberíamos suponer que ese ángel de la guarda estaría intacto, o quizá le faltase un solo brazo. O una mano ¡O la cabeza! y estuviera decapitado ahí, tras la catástrofe de su iglesia, debajo de alguna columna, entre el polvo. Pobre ángel de la guarda. Oh. Qué tristeza dan los ángeles de las iglesias. Niñitus blancus. El miedo lo dan los santos, y un reprimido sentimiento le brota a uno cuando se para frente a una virgen. Un suspiro patológico nos embarga.
¡Yo sé rezar! Y no es que sea religioso. Entiendo. Comprendo e interpreto a la práctica material del rezo, es un rito. Y es al rito al que uno se entrega cuando los mitos tambalean. Los santos y las vírgenes tambalean. Los dioses se esconden en refugios donde solo pueden hacen lo que no les pertenece a su vestimenta: la del mono, por ejemplo. En la retirada hasta los santos pecan. La mujer ya nació pecadora desde el principio, porque a la mujer todos la necesitan, y es la mujer, ella, una necesidad, acaso para el que escondido entre las yungas urbanas no puede conectar su impudicia con la de ella.
¡Nos dejaron en pelotas! Dios escapa de su creación y desiste. El caos en la misma creación hace suyos sus caprichos. Yo me dibujo con el cuchillo una cruz en mi pecho, y sangro. Y me limpio con los dedos y después me la tomo lentamente a cucharaditas. Tomo de mi sangre. Venid y tomad de mi sangre... No hay más intervención de nadie ni de nada. La creación raja y es tajo y punto. Después es arreglarse en la vida con algunos timbales y maracas, boludeces de percusión, para pasar el día ¿Candombe?
La devoción es un candombe negro ubicado en la base de nuestras ausencias. Se reza en el baile como se baila en la plegaria, y es en el canto del mantra, donde uno depone toda la energía pavorosa de matar o de matarse. Es cuestión de entrar cinco minutos y entregarse por curiosidad al embrujo del silencio de los templos, en la ciudad desnuda y mojada por la inundación. Una ciudad crecida en demografía y avenidas, y barrios, lejos está de proporcionarle al hombre, una oportunidad que no sea la de la timba y la del menudeo. Todos van camino al purgatorio. Yo, estoy en el infierno. Todos se van a morir y aquí los estoy esperando.
Dicen que lo saben pero no lo saben. Por eso la iglesia es iglesia del humilde. Y allí van peruanos y bolivianos y paraguayos a morirse. Una estirpe de hombres que supieron nomadear por la ciudad y por el campo, cuando esto inició su delirio de nación, desaparece lentamente de la ciudad. La ciudad se hace nazi. Y los que nacen en la ciudad son nazis. No se dan cuenta que son de nacimiento nazis. La ciudad se nazifica. Los comunistas no entran a las iglesias. Los comunistas han defenestrado la tradición. Y nuestras boleadoras no son para el uso del comunista, no. En cambio, el nazi aprende a usar las boleadoras porque la tradición alemana es más fuerte que la inglesa en esto del azotar. Y el nazismo es made in germany como lo es el perro ovejero alemán que aquí, hemos conocido con el mote de perro policía.
El comunismo es made in Taiwán pero también made in corea. Es en la ciudad donde está el problema, no en las ideologías que dentro de ella circulan. Ya lo dijimos en otras ocasiones. Yo, se lo dije a Cristo en la cruz. Le recé y le dije que, aquí, la ciudad como proyecto de civilización, es el gran patern fracaso, donde se concibieron todos los demás fracasos. Ha llegado a la saturación la ciudad. Su concepto: de hombres, autos, niños, calles, edificios, y de los pocos perros callejeros que van quedando. Miles de cables en el entramado de las calles poco a poco desparecen. Desparece la luz. Todos los perros que habitan la ciudad usan correa. No se los puede dejar andar en libertad porque la libertad está en otro lado, y el perro lo sabe. Nunca en la ciudad habrá libertad. Más ahora que la ciudad es una fabula y una parodia de lo que fueran las ciudades al principio cuando en una plaza principal se hacía, se armaba la fiesta. A la ciudad uno va a esclavizarse. Ya pasó el carnaval.
Yo me esclavizo y me crucifico. Le pido al linyera de la esquina que me clave el puñal que le alcancé con mi mano, y que me ate contra el poste de luz. Y el linyera lo hace, pero me viola, y me deja atado, sí, pero vejado, en un cordón de la vereda con la cabeza en un charco, y con los pantalones bajos sin zapatos. El linyera es un hijo de mil putas. Es un servicio de inteligencia, un amoral cínico y un perverso ser humano. Habría que quemarlos a todos con kerosene y prenderles fuego. Sí, fuego sobre todas su cabezas piojosas y mugrientas y chascosas. Podría ser un buen juego para los niños y las niñas. Quemar a los linyeras de las calles. Yo lo quiero matar. Me levanto los pantalones y me limpio el culo, y luego me lavo las manos en el mismo charco. Me mojo la cara en esas aguas hediondas. Sin embargo no me detengo en los lamentos, y salgo a buscarlo por la ciudad. No lo encuentro entre los de su condición. Cuando lo busco entre otras caras de linyeras por las avenidas y por las inmundas calles, no se devela su rostro, ninguno es el rostro pero a la vez es el mismo. Si uno no se esclaviza en la ciudad no pertenece al imaginario de la ciudad. Frente a esto, está la pura nada. El desierto. El campo. El pozo de las ánimas y las fantasmales tardes de verano. El recuerdo de los tangos bailados entre hombres. En este momento, la ciudad, se viene abajo por el diluvio.
Para cubrirme de la tormenta me hundo en un café de Villa Pueyrredón. Le pregunto a la moza y le pregunto al dueño del café, si por si acaso, no vieron a un linyera con éste y otro aspecto, muy parecido al que yo ando buscando. Se los digo señalando un dibujo que hice a modo de identikit. El dueño no dice nada. Solo mueve sus hombros y sin mirarme, mientras seca unos vasos y unas copas, y unos cubiertos sucios, el tipo ni siquiera reposa su mirada en mi dibujo, el dibujo de la cara del linyera. En cambio la moza... la moza me dice que a ella le pasó lo mismo, y lo reconoce por el dibujo al tipo, es él, me dijo, es el mismo tipo. Yo le pregunto si lo quiere ir buscar conmigo por las plazas esta noche. Ella lo piensa un segundo y me dice que sí, que apenas termine su turno a las once de la noche vayamos juntos. Que pase a buscarla por el café.
¡Oh!
Caminamos en dirección al bajo. Decir el bajo es decir en dirección al río. El camino es largo pero en el largo camino habremos de divisar a todos, a cada uno de los linyeras que paran en las calles y en las veredas y en las estaciones de servicio, o en las puertas de los bancos. Las plazas están abarrotadas. No sabemos por dónde empezar. Ella, la moza, tiene un encanto especial para narrar la vejación acometida por el linyera. Tiene unos labios gruesos y masticables la chica buena moza. Cuestión que mientras me lo cuenta yo siento tremendas ganas de abrazarla y le leo la boca cuando habla. No lo hago, digo, no la abrazo. Para bajar la ansiedad le invito a tomar una cerveza. Dale, me dice. Antes me habría dicho "dele señor". Del dele señor al dale hay algo ahí que me estremece. Quiero que su boca sea definitivamente mía. Pero no sé cómo hacerlo. Ella me inquiere ¿Cómo es que te llamas? Antonio, le digo. Dale Antonio, me dice.
Ese dale por el dele cambiaría la situación. Y por ende cambiaría el objetivo. Al menos el mío. Trabajé todo el camino conversando con ella para que su situación también cambiase, y su objetivo terminara siendo yo y no el linyera, porque para mí en ese momento de la situación el objetivo era ella.
A las dos horas de caminar nos olvidamos del linyera.
¿Y vos, cómo te llamas?
Sandra, me dice.



