Crónicas del subsuelo: La lengua del loro

Crónicas del subsuelo: La lengua del loro

Por:Marcelo Padilla

De lo que se trata es del ambiente y de la atmósfera ondulante, de ese hedor que rodea la morada por vivir todos amontonados. Si bien amplio el descampado, la tiranía de la miseria con sus ensortijadas traicioneras de ilusiones venideras, terminó dejándonos a la intemperie en él; a la ira de dios y del hombre en una casona vieja del año de ñaupa, resquebrajada y crujiente por los terremotos que, sumado a la aceleración del tiempo, parecía abandonadísima hace cincuenta años.

El afuera es otro cuento si el adentro está nutrido de historias y personajes escandalosos que terminan hipnotizando la fabula de todo niño.

El afuera podía esperar. El loro no. Las martinetas tampoco.

Supimos atravesar el umbral del asco y saborar la pestilencia de los piches. Entre el aserrín, en un tacho gigante y profundo, los piches no podían trepar ni mucho menos asomarse. Estaban literalmente en el tacho profundo de su existencia. Sobrevivían como nosotros amontonados. El tufo fermentado de sus meadas se colaba por las ventanas de la cocina y en una alquimia inexplicablemente gaseosa y ácida odorizaban la zona del comedor y la mesa donde comíamos, amalgamándose -nasalmente hablando- con la hediondez de la mierda del loro que vegetaba en un aro haciendo equilibrio entre la cocina y la heladera.

Del aro bajaba hasta el piso un hierro del ocho. Introducido por una herramienta taladral a la baldosa, huía hacia la oscuridad de la tierra la raíz metálica del hábitat vertical y aéreo del loro. A mitad de camino un plato de lata con un bordeado grueso recibía la lluvia de mierda que el loro evacuaba con una frecuencia de dos horas. El bicho picoteaba el pan mojado que la abuela le daba en el mismo plato donde la mierda se almacenaba en pequeñas montañitas verdeoscuras y blancas.

Secas en su base, resbalosas en sus cumbres, los soldaditos verdes podían allí encontrar su verdadera trinchera de mierda para resguardarse y disparar sus bombas por arriba de ellas y del otro lado sentir las explosiones y los gritos de los indiecitos que caían y morían enterrándose en la mierda del loro. Embadurnados de muerte.

¡Mirá la hermosura de caca!, se escuchaba en la cocina.

El loro vivía a sus anchas. Y en las rutas nacionales vendían esqueletos de los aros para domesticarlos en las casas. De diversos diseños y tamaños, los aros resplandecían al sol uno al lado del otro en la ruta, uno pegadito al otro como líderes guerreros esperando la orden bajo los puentes de las avenidas y en los largos tramos de ruta donde no hay un alma. Los exclusivos para tucanes eran más caros. Uno los miraba asombrado y deseoso de tener tucanes en la casa.

¿Por eso el loro es el que primero llega a las manos del pobre?

He conocido patrones con zoológicos en sus casas donde entran y salen personas con túnica y turbante. Aguaitando por el yuyal he visto cosas extrañas hacer con los animales. De las casas donde se mira por las rejas y el ligustrín, pardos gatos de monte y, por los techos de algunas mansiones víboras enredadas a las gárgolas sobresalientes de la estructura; y perdidas perdices por la corrupción de la potingue que circulaba en la guarida, antro celestial para ellas.

Supo ser también una salida laboral. La guarida del loro fue para muchísimos compatriotas una salida. Pero, los pudientes que tenían la salida por Ezeiza, pusieron el grito en el cielo mientras se iban con sus maletas atestadas de hojas por las escaleras mecánicas, denunciando maltrato animal, acusando a rotosos y rotosas de las chozas perpetrar un plan para la Gran Matanza. Y que por eso, en definitiva, se iban del país. Por Ezeiza.

¿La salida por Ezeiza siempre fue para pudientes?

Las pequeñas metalúrgicas por entonces no daban abasto. Se vendían los aros como pan caliente. Pero, los que más, eran paisanos de pueblitos de la mesopotamia donde sabían habitar en los arboles aquellas aves tan particulares.

"Si el hombre viene del mono, la lengua viene del loro", sentenció el anciano que hablaba por frases, dejando silencios oceánicos en una conversación de horas.

Era un encantar la conversa con el anciano del rincón. Sentado en la esquina de una sala, en un trono hecho para él, con cajones de verduras y mucha frezada apelechada por perros y gatos, a su lado una vela larga hecha por él para que dure por las noches encendida. Quedaba horas meditando su libro de frases que solo en su memoria editaba.

Por tanto, al anciano del rincón nadie molestaba, porque decía una abuela estaba escribiendo un libro en su mente. Le llevaban la leche y el pan a la boca para que coma. Le pusieron una chata y, en el medio del trono donde se sentaba, un agujero hicieron para que allí defecara y no interrumpiera su obra que, dicho sea de paso, sería de culto un siglo más tarde por el método anti escritural del viejo.

El loro vivía en la cocina, es decir: dormía parado sobre el aro con los ojitos cerrados, purgando un ronroneo extraño y acostumbrante. Los piches dormían en los tachos gigantes y las martinetas -las cinco martinetas coquetas- dormían bajo el horno de limo donde acaloraba el amucheo y la finta de barro desviaba la ingratitud del viento helado.

Más adelante puede que hable de otros animales que habitaban el fondo de la casona.

No es momento.

No quiero atragantar a nadie.

Cuando digo ambiente, cuando digo atmósfera...

... cuestión que las paredes de la casa tenían sus particularidades. Quebradizas por el tiempo y las lluvias, dejaban distinguir la hilera crepitante de cucarachas siguiendo a las hormigas hacia el calefón. Manteniendo vivo el crujir de la pintura en el adobe, dirigiéndose hacia agujeritos infinitos que pispiábamos por las siestas. Era el insectario vivo de la familia.

Los muebles y los cajones rechinaban todo el día. Si no era por el sol, era por la helada noche. Pero, una vez les echaron productos químicos los mayores de la casa. La mañana siguiente se barría. Y a otra cosa cucaracha. Más allá de alguna que otra intoxicación éramos felices en esos vahos de poxirán que la tía carpintera tenía en su habitación, donde en su lecho dormía un pájaro loco diagnosticado. "Es esquizofrenia", dijo el veterinario mirando fijo a tía carpintera. Además, le dijo que, en ocasiones como esta, y teniendo en cuenta que la esquizofrenia fue inicialmente diagnosticada en humanos, al pájaro carpintero no podían medicar. Que había que acompañar su proceso y asumir que el pájaro, por más loco y carpintero, era esquizofrénico, y que no era de extrañar que algún día le clavara la punta de su pico a algún humano que se le acercara.

Por tanto las indicaciones del veterinario fueron precisas. Reposo y poca luz en la habitación. Dejarlo tranquilo. Que también se habían registrado casos de pájaros carpinteros con esquizofrenia, y en ataques podrían dejar todos los muebles agujereados como si hubieran pasado cien sicarios disparando.

El loro y sus parlamentos transformaron nuestra mishiadura en un estado luminoso, de gracia negra, reconvirtiendo la ecuación del ciclo de la malaria en abundancia mítica. En la más absoluta de las intemperies del bajo astral nos mantuvimos por décadas (bichos y parentela) acurrucados a los bordes de los rituales. Una periferia de la mística barrida hacia las afueras de la nada que constituía el centro del todo por aquellos años.

Por lo tanto, como todo giraba alrededor del centro: el bicherío y el tembladeral, la pasiones de arrebato de los animales y el cerco biológico a nuestra familia, muchos de los que por la zona vivían brotaron hacia las afueras escapando, poblando los vértices de las montañas curvas, apenas asomadas al primer cordón de la cueva donde copula el pájaro de oro.

La vida cotidiana con un loro tornó una experiencia singular de convivencia y conversación. Se sabe, todo el mundo, todo humano le habla al loro. También a las plantas y a las mascotas con un idioma que de lejos suena, cuanto menos, ridículo. Chichumíchu, pichicho, cheché, michino y esas inflexiones por el estilo del lenguaje empatizante que no hacen otra cosa que confirmar la hipótesis de mi tío Valencio:

"El mundo animal en nuestras casas es determinante (en última instancia) de la pugna anímica cotidiana; y (sobredeterminante) de las fantasías y diabluras que ni la televisión pudo en todo el siglo XX"

Resultó ser la hipótesis de una ponencia que presentó tío Valencio en un Congreso de Veterinarios en Curuzú Cuatiá que nos leyó una noche de aburrimiento. Al calor de las brasas de carozos de durazno y de ramas secas que el viento amontonaba contra la pared oeste de la casona, se encendía cierto rito. Tío Valencio teorizando sobre esa particular relación entre el mundo animal y el humano en tiempos donde ¡todo esto era viña!, leyéndolos en voz alta su escrito de 146 páginas, ¡presentada en el Congreso de Veterinarios de Curuzú Cuatiá!

Las mujeres se dormían y los hombres, del pedo que tenían, discutían los devaneos de tío Valencio, objetándole que en la página 24, ha escrito sandeces sobre eso que se hace con los bichos. Con cara de clarividentes babeantes los paisanos presenciaban aquella discusión como si escucharan reflexionar a dos sabios. Los niños correteaban moscas y cucarachas... y a las cinco martinetas coquetas que por la bulla salían espantadas de las piezas. Solo se decía, "pobre bicho". Y se los metía a la jaula. Y cuando había hambre se los sacaba de la jaula.

Al loro lo trajo de Corrientes el padrino de un niño que habitaba la casona. El padrino era camionero y vivía en Misiones. Viajaba con un mono de acompañante de aquí para allá -y dale que dale por todo el país, por sus rutas nacionales-. A veces lo acompañaban las hijas que tocaban el arpa. A nosotros siempre, las hijas nos parecieron alemanas porque tocaban ese instrumento. Entonces no sé cómo ni por qué las tratábamos como alemanas y les hablábamos como uno le hablaría a un alemán. Deformando el idioma tirando al canto alemán. Pero, ni el padrino del niño que habitaba la casona, ni las hijas alemanas del padrino dijeron ni mú de nuestro trato alemán hacia ellas. Por lo tanto, eran alemanas.

Una vez vino de visita con el mono y un loro de regalo, y el padrino se quedó dos semanas en la casona comiendo y chupando con nosotros. Y se volvió en el camión a Misiones con el mono colgado del cogote.

¡Donde está la CGT, que deja viajar a ese hombre con un mono!, repetía el loro, cuando el padrino del niño que habitaba la casona se volvió a Misiones.