El reciente ataque de Estados Unidos a instalaciones nucleares en Irán reabre un interrogante brutal: ¿qué tan lejos hay que estar de una explosión atómica para salvarse? Estudios y simulaciones permiten hoy una respuesta precisa.
Bomba nuclear: estas son las zonas donde podrías sobrevivir según la ciencia
El pasado 22 de junio, el mundo volvió a contener la respiración. Estados Unidos bombardeó tres instalaciones nucleares clave de Irán -Fordo, Natanz e Isfahán- con potentes bombas antibúnker GBU-57. Aunque no se utilizó armamento nuclear, el ataque reactivó un viejo miedo colectivo: el del apocalipsis atómico. Y con él, una pregunta tan incómoda como urgente: ¿es posible sobrevivir a una bomba nuclear? Y si lo es, ¿a qué distancia empieza esa posibilidad?
El escenario no es una película: es una posibilidad concreta. Y gracias a investigaciones recientes y modelos de simulación publicados en revista Muy Interesante, hoy podemos acercarnos a una respuesta científica.
Primero la luz, luego el fuego: el infierno en números
Una bomba de 1 megatón (unas 80 veces más potente que la de Hiroshima) tiene efectos devastadores que van mucho más allá de una simple explosión. Su energía se reparte en:
35 % radiación térmica
50 % onda de choque
15 % radiación nuclear y efectos secundarios
El primer impacto es un destello de luz tan potente que puede causar ceguera temporal a más de 20 km de distancia. De noche, ese rango puede extenderse hasta los 85 km. Apenas un segundo después llega el calor extremo: suficiente para provocar quemaduras de tercer grado hasta a 8 km del epicentro.
En el núcleo mismo de la explosión, la temperatura puede superar los 100 millones de grados Celsius, vaporizando toda forma de vida en un instante. Más allá de ese centro, la onda expansiva y los vientos supersónicos (más de 250 km/h) aplastan edificios y personas sin distinción.
¿A qué distancia empieza la posibilidad de vivir?
Según diversos estudios, incluida una investigación de 2023 liderada por un equipo en Chipre, el límite entre la muerte segura y la posibilidad de supervivencia comienza a delinearse a partir de los 10 kilómetros del epicentro.
A esa distancia, se entra en la zona de daño moderado. Allí, la diferencia entre vivir o morir puede depender de dónde estés parado en ese momento.
En la calle o en estructuras livianas: probabilidad de muerte casi total.
En edificios de hormigón armado, alejados de ventanas y esquinas: posibilidad real de sobrevivir.
En refugios subterráneos, sótanos o estaciones de metro: protección significativa.
La clave está en evitar la línea directa de la onda expansiva, que se comporta como un martillo de aire comprimido. A menudo, un pasillo puede ser más letal que una habitación cerrada. El lugar importa tanto como la distancia.
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Radiación: la amenaza que no se ve
Incluso si alguien sobrevive al impacto inicial, la pesadilla continúa. La lluvia radiactiva, sobre todo si la bomba explota a nivel del suelo, puede extenderse decenas o cientos de kilómetros, dependiendo del viento.
Las partículas radiactivas, invisibles al ojo humano, pueden ingresar al cuerpo por inhalación o contacto, provocando desde quemaduras internas hasta mutaciones genéticas, cáncer y muerte por fallo multiorgánico. Un solo gramo de polvo contaminado puede resultar letal.
¿Y si fueran varias bombas? El fantasma del invierno nuclear
Simulaciones recientes muestran que un conflicto limitado -por ejemplo, entre India y Pakistán- con 100 bombas podría provocar un invierno nuclear global. El humo y el hollín bloquearían el sol durante meses, las temperaturas caerían en todo el mundo y las cosechas colapsarían, generando hambrunas masivas.
No se trata solo de cuántos mueren en el primer impacto, sino de cómo colapsaría la civilización tal como la conocemos.
¿Estamos preparados para esto?
En la mayoría de los países, la respuesta es no. No hay suficientes búnkers. No hay un plan masivo de evacuación. No hay educación pública para enfrentar un ataque nuclear. Lo que persiste es una falsa sensación de seguridad, herencia de la Guerra Fría.
El ataque a Irán demostró que la amenaza no es teórica, y que la ciencia -aunque puede prever el daño con gran exactitud- todavía no ha logrado prevenirlo.



