Las pasiones tristes son dañinas

Siempre habrá alguien a mano a quien echarle la culpa de los males, al tiempo que se oculta la inoperancia en la gestión de gobierno.

Las pasiones tristes son dañinas

Por:Jaime Correas

Parece indudable que el devenir político, tanto nacional como provincial, se dificulta por diversas y difusas razones que tienen que ver con la construcción de formas adecuadas de acceso al poder y de claras concepciones de gestión de gobierno. Los discursos se entremezclan y se combaten mutuamente pero en muchas oportunidades se alejan de los problemas reales que sufren los ciudadanos y que se agravan a medida que ellos pertenecen a clases sociales más desprotegidas y con menor cantidad de armas de defensa en una sociedad cada vez más compleja y desordenada. La puerta está abierta entonces para quienes vienen a aprovecharse de esa situación y mucho más cerrada para los que buscan revertir en serio lo que funciona mal. Es más fácil criticar y vender humo que gestionar con calidad, algo que, incluso después que se consigue, es difícil comunicar para que la ciudadanía valore lo hecho. Porque cuando algo mejora se lo toma como natural, se lo naturaliza, y quizás no esté mal. Los logros de poco sirven para frenar la ansiedad por lo que falla y que muchas veces tiene una solución larga, sacrificada y compleja. Algo estará cambiando el día que nuestra sociedad vote a quien venga a proponerle no paraísos artificiales sino "sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor" ("blood, toil, tears and sweat"), según la magnífica fórmula de sir Winston Churchill, a la cual se le suele omitir el esfuerzo, curiosamente.

El sociólogo francés François Dubet va al fondo de la cuestión analizando la crisis mundial presente en su libro "La época de las pasiones tristes. De cómo este mundo desigual lleva a la frustración y el resentimiento y desalienta la lucha por una sociedad mejor" (2020) y sintetiza: "Hay que intentar comprender por qué la ira contra las desigualdades se transforma en expresiones de resentimiento y en indignación, que en su mayoría no desembocan en acción organizada alguna, tampoco en programas. En vez de combatir injusticias que condenan, los populismos se indignan y denuncian a las élites, la oligarquía, los pobres y los extranjeros. ¿Qué es esa economía moral que produce ira e indignación, sin ser capaz de reflexionar sobre sus causas?".

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Es interesante observar que Dubet, desde su visión europea pero global, incluye entre los denunciados no sólo a las élites y las oligarquías sino también a los pobres y los extranjeros. En cada sociedad, con populismos de derecha o de izquierda, a diario encuentran un enemigo al que colgarle la responsabilidad de lo que está mal, sin asumir que más allá de la denuncia y los discursos engañosos están las buenas políticas públicas que pueden ir contra las dificultades y, si tienen éxito, vencerlas o atenuarlas. Las sociedades y los individuos que las componen no sólo tienen poca paciencia, lo cual es entendible, sino también son proclives a escuchar los cantos de sirena populistas y confundir indignación con solución. Total, siempre habrá alguien a mano a quien echarle la culpa de los males, al tiempo que se oculta la inoperancia en la gestión de gobierno.

Dubet avanza más: "El régimen de desigualdades múltiples coexiste con el boom de la comunicación digital... La capacidad de decir públicamente las propias emociones y opiniones hace de cada uno de nosotros un militante de su propia causa, un cuasi movimiento social de uno solo, porque ya no es necesario asociarse a otros y organizarse para acceder al espacio público. A menudo, las pasiones tristes invaden esta expresión directa cuando no hay mediaciones ni filtros que aplaquen las reacciones de los internautas. Por ello, ante cada experiencia desagradable en el transporte público, cada partido de fútbol, cualquiera puede dejarse arrebatar por la ira, el racismo, la denuncia, los rumores, las teorías conspirativas. La ira y el resentimiento, hasta aquí encerrados en el espacio íntimo, acceden a la esfera pública."

Si Dubet analizara el caso de la Argentina podría agregar que existe desde el poder quienes favorecen y canalizan esas pulsiones: gobiernos populistas, movimientos sociales y piqueteros, más diversos sectores e instituciones interesados en mantener la pobreza porque allí tienen una clientela a la que salvan en sus discursos afiebrados de los supuestos malos. En este contexto la conformación de las élites de gobierno es crucial. No son ni más ni menos que el conjunto de personas, liderados en general por un individuo o por un pequeño grupo, que toman las decisiones concretas y tienen la responsabilidad de gestionar. Lo pueden hacer bien o mal y es allí donde empiezan a tallar los mecanismos democráticos de reemplazo de una élite por otra. Esos mecanismos hoy están en un momento de mutación, merced a las novedades tecnológicas sobre todo, que hacen impredecible cómo se reacomodará la enorme crisis de representación. Y por ahora están desacomodados. Un viejo orden se vino abajo y todavía no surge el nuevo. Por eso se multiplican los ejemplos políticos esperpénticos en todo el planeta y los plazos se aceleran con un vértigo que el populismo aprovecha con eficiencia. Nadie puede negar que el antiguo sistema político hizo todo para que esto sucediera, con su miopía, su falta de sensibilidad social y su inoperancia a la hora de dar respuestas, pero lo que surge en su lugar difícilmente pueda sustituirlo con eficacia.

En el contexto descripto el papel de ese grupo gobernante se complica muchísimo porque los otros grupos que quieren acceder a los lugares de decisión usan de ese clima determinado por la ira y el resentimiento que hace todo más difícil. Esta situación, potenciada por la dificultad de construir un modo de funcionamiento adecuado de esas élites, es explosiva. Más fácil era cuando existía una estructura de partidos que daba al menos un sustento no tan débil al sistema político. Con los partidos debilitados, obligados a unirse para conformar frentes de gobierno, las reglas del juego han cambiado y ya importa menos la derecha y la izquierda, sino que las agrupaciones se producen, con ripio por supuesto, entre populistas o republicanos. Así como antes había matices entre derecha e izquierda y había más de una expresión política difícil de encuadrar o que tenía componentes de uno y otro bando, hoy la tendencia fenomenal es hacia el populismo, que todo lo tiñe y por todos lados se cuela. Ofrece una fórmula atractiva de soluciones ilusorias que nunca llegan pero que siempre tienen un culpable por ese retraso. Y con eso deja al republicanismo democrático en inferioridad de condiciones para dar la batalla. De ahí que se haga tan crucial definir esos funcionamientos de las élites y conseguir síntesis de afinidad para hacerse cargo de los temas.

En una conferencia reciente sobre el sugestivo tema "¿Es posible vivir en un mundo mejor?" el filósofo Santiago Kovadloff, en medio de diversas ideas que vale la pena repasar en el video del encuentro, se preguntaba si los regímenes democráticos estaban sólo acechados por los totalitarismos. Llegaba a la conclusión de que no, que es muy importante lo que hacen quienes sí creen en la democracia porque es imprescindible que confirmen su predilección con actos, saliendo del confort, de la apatía y sobre todo del creer que todo lo hará otro. Y también analizaba cómo cuando gana esa prescindencia en la participación sucede después que una mayoría significativa termina votando regímenes que hacen un enorme daño a la democracia usando de sus herramientas y ventajas. Total, con pulso populista, le echan la culpa a los demás y no asumen nunca sus responsabilidades. Ejemplos cercanos sobran.

El escenario actual entonces convoca a las síntesis, a la unión, a la concordia, a las búsquedas de denominadores comunes, de consensos mínimos, de programas compartidos y sólidos para que las mentiras populistas y las desuniones republicanas no dejen el camino libre para que gobiernen quienes sólo quieren conservar el poder sin obtener resultados y culpando al resto de lo que ellos también son responsables. Por eso son tan claves los acuerdos y, sobre todo, la evaluación descarnada de las consecuencias de los desacuerdos. Los escenarios políticos en la Argentina en general y de Mendoza en particular no parecen todavía ir por esa senda y se advierte como los resabios de los funcionamientos de siempre de la partidocracia en decadencia están metiendo la cola. Todos los deseos individuales son atendibles, pero cuando se llevan puestos al interés común, son inaceptables. Y cuando se construyen condiciones, como ya sucedió en 2019, para que el populismo se haga de las riendas se está haciendo un daño irreparable.