Crónicas del subsuelo: El rey amarillo

Crónicas del subsuelo: El rey amarillo

Por:Marcelo Padilla

Veo a una bola áurea que viaja girando sobre sí misma y que realizando movimientos circulares amplísimos y sosegantes. Y que acompasada por el ondear de lo que permite la mirada y bajo miles de zumbidos ella va oronda cursando la noche de Nairobi. Y extraviada de todo eje, veo a la bola que se pierde, pero que al rato veo que reaparece entre las nubes de improviso, y entre la neblina noto, las primeras copas de los árboles, y distingo que cortan al ras con su estilete de velocidad alguna que otra rama dorada, tan solo por la sutil fuerza de la física. Y en su velocidad reparo en esa bola áurea. Y advierto que, de ella, emanan a borbotones fulgores amarillos y transparentes que contrastan con el azul y el blanco de las monumentales estrellas esparcidas. Fulgores que logran competir con el aliento del sol durante el día. Y he advertido que porque el sol resquebraja con sus cuchillos ambarinos la blanda materia de los gases que dejan como estela en puntadas de fuego, es que uno puede ver, y ahora sí, ya nítida y en la matina, y al pasar el mediodía, a esos rayos refractando sobre el lado norte del gran volcán situado en las afueras de los bosques del Gorongoro. La luz lo hace aparecer entre las matas de la última noche del todo y la nada. Y ahí se yergue imponente y como una escultura de tiempo el gran volcán de mazaimara.

En el áfrica se sabe que los mastodontes eligen morir alejándose de la manada de referencia, y también se sabe, que para perderse en la mata verde, y que para que nadie los vea, son ellos mismos, los paquidermos grises y pesados quienes hunden en las sombras sus cuernos de marfil, a los que entierran en el piso, tal vez, digo yo, por todo su dolor y anonimato, en ese ritual de la muerte de su especie. Así como la jirafa no puede disimularse de sus captores aun los mazáis empujen en su ayuda el polvo de la tierra anaranjada para que los exploradores no las vean en la nítida sabana, así el mundo se muere por partes, y de a trozos van carcomiendo la vida de lo que va quedando en toda esta jungla de oro aquilatada. La amarillez del mundo que deja cetrinos a los mazáis y que debido a aquella coloreidad algunos sufren de ictericia, les da lugar al rito para la conjura. Se inicia un proceso de posesión en la comarca. Se congregan los sabios de las diferentes tribus en el grimorio central donde la tierra se anaranja. Y el nombre del enfermo es transportado en un cartucho guardado por chasquis caminantes hasta allegarlos a otros clanes, para que cada shemir de cada aldea se exprese sobre la enfermedad. Para ellos puede ser una gran maldición. Y pegando una vuelta entera definitivamente caigan de nuevo en la mano del sacerdote inicial, aquellos mensajes de los shemires de las aldeas. A partir de allí el sacerdote inicial procederá a atender el prurito del ambarino en el cuerpo del padeciente.

Y agazapado tras unas colinas observo que aparecen viejos y antiguos sacerdotes para la imprecación. Entre la muerte de los animales y la de los hombres la parca se ha cobrado mil cantos y más de tres mil elefantes en una sola diana y, oh! cientos de jirafas huyen del fuego con sus copetes humeantes. Y me sorprendo al ver llegar a otros mazáis con sus familias, llenos de sancocho, embadurnados de cúrcuma, para constituirse en el espejo del hombre leonado que ha nacido. Se le ha dado a luz luego de mil quinientos años a otro hombre de color amarillo en la comarca, y ello ha convocado a los brujos de la zona, porque el enfermo con esas características cetrinas deberá, si la cura no funciona en el teatro pálido de la revivificación, ser sacrificado ante los miembros de su terruño, por ser sinónimo de maldiciones y pestes. Y me veo sorprendidamente emocionado porque deberán entonces cuidar a los miembros y a los animales, y en caso ocurriera que azoten pestes y plagas a la comunidad y a sus animales, y a sus lagos y a sus ríos, y a sus bosques, el enfermo de color amarillo será prendido fuego para purificar el sitio y a las futuras generaciones.

Esto que se relata ocurrió. Quien narra este informe anduvo vagando por Egipto y hacia el sur del Cairo, donde se levanta la necrópolis de Karnak. Y en el divagar por los panteones logró cruzar tras la frontera el gran río donde todo nace, para venir y toparse en Kenia con la tribu de los mazáis, no bien cruzó el primero de los laberintos de la verde mata africana. Lo que aquí se lea y a partir de ahora se diga no tiene porqué tener valor científico. No. No convoco a debatir ni a conversar a aquellos antropólogos que con el escudo de la ciencia imponen sus pareceres de la luz más ominosa. Aquellos a quienes viene opacando desde que el progreso es progreso sus mentes cinceladas. Porque tienen razón, tienen la razón entera. A ellos les digo que aquí al trono de la ciencia lo ocupa definitivamente la magia. Y que aquellos cienzudos no podrán entender a la magia porque la magia no forma ciudadanos con derechos ni obligaciones morales. La magia crea y recrea y sostiene a comunidades en base a rituales para la armonización arcaica de la colectividad. Ya se dijo en cientos de escrituras que, la razón, funda estados, y que estos fundan leyes y que les da nombres a sus miembros que habitan los confines de su territorio. Y a partir de allí sus miembros pasan a creer, y ahora sí "creer", en ser alguien, en las antiguas o en las infantas ciudades. Por eso se le llama a todo acto fundado en leyes "la razón de estado". Y a todo documento de cultura, testimonio de barbarie.

Dejo a criterio del lector mas avenido a los quehaceres cotidianos y a sus supercherías, la interpretación de lo que aquí se lea, porque de los hechos que se narran, yo me veo absuelto de cuerpo y alma; y advierto por la sensibilidad de las imágenes y pido por ello no se comparta esto en ningún ámbito educativo ni de difusión de cualquier tipo de conocimiento. Porque yo también he de morir. El mal es incurable. El mal de todos los males se ha concentrado en un destilado venenoso y las gentes por lo general le temen al mal concentrado. Ya se sabe que así como las plagas azotaron las ciudades con diferentes enfermedades durante siglos, ni la misma fiebre podría compararse con el estado del hombre ocre que padece su color. Por eso es que actúan como actúan quienes detentan la razón.

Se alejan de los enfermos ambarinos para olvidarse de su existencia insoportable y perturbadora. Lo mejor es que no se arrimen porque por curiosos lo único que saben es malhablar de los enfermos. Sobre la enfermedad a ellos les gusta tejer determinadas interpretaciones inverosímiles. Las más de las veces erradas pero con razón, pero sin verdad. Los hombres de ciencia tienen la razón y siempre la tendrán. No es este un lugar para la discusión de su logos porque ellos no creen en la capacidad ni en la potencia de lo ontológico. Ni se han asomado siquiera a pispiar en el brocal el puro vacío que implica tan solo rozar el pozo metafísico. Aquí los mazáis se gobiernan por el sol y por la luna bajo la directriz de sus deidades. Aquí dejan al arbitrio de la magia el desorden de todas las cosas de este mundo. El caos siempre es orden.

No se trata de amansar el caos primigenio ni mucho menos. Entonces vaya esta aclaración para condecir que la madrugada aquí ya es naranja en todo el desierto del Sahel. Sinuoso camino verde que cruza horizontal a toda el áfrica ardiente. Oh! Veo que han llegado en camello los primeros beduinos al teatro del conjuro. Oh! Y que han transitado desde el Sahara del Marroco y por el de Argelia y el de Túnez y el de Libia. Veo al restregarme mis ojos amarillos que bajan del último escalón de arena y prejuzgo, que la fresca a los beduinos los protege del sol porvenir en unas horas. Serán los primeros en ser retribuidos por el dios del sol. Oh! Y ellos se saben pueblo elegido y ancestral. Y mis ojos se abren de par en par cuando veo que traen escondido entre sus trastos a un sacerdote envuelto en colchas amarillas, quien por efecto de la magia simpatética sentirá lo mismo que siente el enfermo que padece las consecuencias del color. Al enfermo de amarillez lo curarán sintiendo lo mismo que sufre el padeciente. Oh! ¿Que cómo es eso? Es la entrega de la magia por repetición y semejanza. Lo semejante se contagia y se repite en los gemelos arboles de la naturaleza, pero no lo sabemos, y como no lo sabemos, allí descubrimos al tocarlos, que son la copia de uno y el espejo del otro. Hay que cerrar los ojos para ver. Y es así que el sacerdote sufrirá lo mismo que sufre el ictérico siendo depositado el anciano en una hamaca de lona para ser embadurnado de amarillo en un sitial igual de sufriente que el que sostiene la esperanza del enfermo.

Vengo de lejos y podría decir que vengo del otro lado del mundo conocido. Vengo al territorio de lo oculto a ser el portavoz silencioso de la extrema unción. Donde nadie sabe meterse más que con el arma del conquistador, yo soy marfil y soy carne fruncida de elefante. Soy el monstruo que se esconde por su aspecto en las ciudades, y soy el que duerme de día y camina de noche por las calles empetroladas de cada pliegue temporal. Pero también soy el que entra a las tabaquerías y a las posadas a cursar el mal de quienes han hecho de este mundo un lugar insoportable. Soy el monstruo amarillo con su pócima ambarina y vengo recorriendo continentes buscando el pueblo elegido que produzca el destilado de la resina de ese árbol. En barco, en galera y carabela he cruzado a otras costas donde, sin haberme divisado nadie, he podido yo observar con mis propios ojos cómo se desvanece la vida de los mercachifles del conocimiento en otros colores, y de otras sustancias y en otras oprobiosas formas de vida que ellos han elegido.

Soy un hijo no reconocido del Conde de Lautreamont nacido en la costa del Uruguay que tiene método, y soy también un aborto de la humanidad en las plazas donde a los niños no queridos se los tira en los bates de pescado en mal estado, y en las tenderías de los perfumeros y boticarios, he hurgado el perfume de la decoloración, y del sudor autentico del hombre, siendo yo un niño muerto de amarillo. Voy entre los ligustros en la noche patio por patio y casa por casa. Por mi aspecto sé que me tengo que ocultar. Soy el que desviste a los hijos y los arropa para que se duerman mientras sus padres están anestesiados por el alcohol en sus cocinas, y soy también el que se los come por la ira y el despecho, y el que los hace desaparecer para siempre como la anaconda desaparece a los distraídos en la selva. O el que hace arte macabro con sus cuerpos y monta un grimorio esquizoide de sangre y misterio con sus presas. Hablo de la semejanza. La similitud. La constante en los gemelos que no pueden vivir psíquicamente uno sin el otro. Lo que siente uno siente el otro. La semejanza no puede ser contenida porque tiene la potestad absoluta de revivirse en el desborde de la calidad por sobre el reino de la cantidad, todas la veces que se practique.

Son dos y son un solo tótem hecho montículo artístico. Las cosas que han acumulado quienes viven en las ciudades no son más que ruinas de civilizaciones más sabias que hoy a uno dejan chusmear en los museos. Pero han perdido. Porque la higiénica visión del invasor ha decidido que las cosas sean así de languidecientes hasta su extinción por la avaricia de la mirada, por querer mirar lo diferente construyeron museos y luego a los museos los llenaron de cosas amarillas y cuerpos muertos y cetrinos, algunos embalsamados como momias para pornografiar la muerte con el ojo eterno de la razón y otros, con la ruina de su carne carcomida. El mundo es un gran melocotón mordido y agusanado por sus crías. Y todas ellas deberán padecer su exterminio. Soy un vástago cuyo linaje es noble y los miembros de mi raza descansan hace siglos en catacumbas y en camposantos, y en los cementerios y en las fosas comunes, y en las cenizas de color azafrán de los puentes colgantes de las necrópolis de la vieja babilonia.