Crónicas del Subsuelo: Gades

Crónicas del Subsuelo: Gades

Por:Marcelo Padilla

 Pues entonces volvamos a lo pendiente. A la misteriosa e intrigante ciudad de Cádiz, que yo en días anteriores anunciara por estos sitios de escritura oculta iría a comentar, cuando paneaba gustoso por la obra Cartas Luteranas (1975) de Pier Paolo Pasolini. Cádiz. Sí. Gades también. Mefistofélico sitio del que nunca debería haberme vuelto jamás de los jamases; Es más: me favorecería haberme quedado en La Pensión de las Flores con sus margaritas y crisantemos. Brotaban en las macetitas del balcón mío, en ese primer piso de dos, ubicado en la calle de la Aldaba, casi esquina Hércules (en la calle Hércules justamente vivía el Quini, el mago del tango gaditano y de las comparsas, animador y bufón del pueblo de Gades con el que me crucé varias veces en el vergel de la Tomasa) y que yo allí tenía una pieza de pensión muy bien arropada y con baño compartido a ducha, pero con un escritorito y una silla plástica como para escribir en mi cuaderno en la soledad de mi cuartillo por las noches. En el canto del balconcito y tras unas rejas torneadas había unas vasijas de madera que me ofrendaban de madrugada y en el albanecer una salida florida. Por esa ventana en arco que da a la calle principal de la Plaza Mayor. En frescas mañanas. En frescas madrugadas observaba yo a los gaditanos en sus quehaceres cotidianos. Llevaban y traían peces hediondos en palanganas. Ida y vuelta hacia el mercado del Gadit. Allí se amuchaba la gente por las mañanas. Llegaban de todos los lugares del sur español y el norte marroquí. Se daban cita para el intercambio y el comercio de alimentos.

Y era una maravilla para mis ojos y para mi cuerpo. Que ya descansado y al levantarme del catre con mate en mano, me permitía asomarme por la ventana, y luego de mojarme la cara y la cabeza, salir a caminar lento, pero alegremente por sus travesías y sus plazas. Saludando como lo hacía de costumbre a parroquianos y tenderos, a pescadores y saltimbanquis, y a las extrañas damas de diseño moro que llamaban la atención por su belleza. Santidad negra. Conversé con ellos y con ellas. Algunas llevaban luto y otros vestidos abanicados de miles de colores. En la Plaza Mayor o en un sifílo frente al mar o bebiendo una cerveza con alguno que otro borrachín yonqui que de seguro pasó de largo la noche anterior yo conversé también con los muertos. Y sí, y por qué no. Yo podría haber arreglado en buenos términos mi estadía sepulcral. Asentarme en Cádiz, de una vez y para siempre. Cuestión que hoy yo sería un gaditano más; y tal vez tendría una familia con hijos crecidos, un linaje, o tal vez estuviera solo, como lo estuve por aquellos años de falta de sangre. Tal vez tuviera mi propio sepulcro en el cementerio con una luna árabe y un epitafio que diga ¡Bah! O un muerto errante por las noches mezclándose entre la gente en el carnaval. Aunque nada de eso ahora importe.

Si lo hubiera hablado a tiempo con la señoría María de los Dolores (una morena de rulos turbulentos y de labios color carmín y de muy buen semblante que siempre se engalanaba de largos vestidos de flores rojas y negras) Quien amablemente me recibió en su posada y me deseó suerte y disfrute los días de carnaval. Pues, las cosas, hoy, serían indudablemente de otra manera, muy pero muy distintas. Me habría sentido un natural más entre ellos, los gaditanos; o quizá podría haber hecho base en La posada de las Flores un tiempo considerable, unos meses nomás, y luego rebuscarme una pensión con cama y baño para mí, y en lo posible ¡sí que lo era! que ese sitio donde me instalara estuviera cerquita, muy cerquita del mar de los imanes. Ese mar que menea a las canoas de pescadores bajo el aro amarillo de oro que nunca descansa de acalorar. Lugar mágico por donde se lo vea y como pocos, es esa bahía gaditana. Ella encierra un gran misterio que remonta a tres mil años desde que se fundó. Y que pocos se atreven hoy a indagar. Calurosa, con aires insolentes y noches claras, a ella el mar le acercaba el aliento de un dragón en los días de la mascarada. Y la sangre bullía por las venas de los necesitados, y se sabía, que en la oscuridad, cualquier gaditano podía ser visitado por un hombre de colmillos prestos para la transfusión. En los días de juerga, que eran todos los días del calendario, había gente con la boca húmeda, y les colgaba una baba de rojo intenso, ¡quién diría!

Hube de llegar una mañana de no sé qué día de febrero de 1991 para presenciar los carnavales, en ese sitio del mundo que roza con el mar. Y que a poco de él se alienta con los soplidos de Neptuno. Pude divisar a lo lejos haciendo una visera con la mano las imponentes cadenas de montaña de Marruecos, y otear, la agraciadísima ciudad de Tánger, y a las colinas rodeadas de brezales de Fez, como paso y como posta, y así cruzar el charco del Mediterráneo hasta llegar a Fez, y luego dar la vuelta por el Atlántico en un bote para recalar en la imponente Marraquech, de donde se me dijo, estarían mis ancestros árabes y mis hermanos mojameses. Cierto es que por entonces era yo muy joven y poco sabía, por desconocimiento. De eso estoy seguro. Que aquel imperio marroquí tuvo que lidiar batallas con los falangistas invasores de la legión española, y que fuera precisamente en la guerra de Melilla, donde el espíritu del Tercio (o su actualización desmesurada en pinturas de la sangre o en lienzos vivificados por la sangre) salvara a muchísimos legionarios falangistas de la masacre, en la trágica y épica batalla de Annual.

Ya España había capitulado en Cuba y sus dominios americanos quedarían en manos de los Estados Unidos y los ingleses. Pero fue de dios que, luego, a principios del siglo XX, un grupo de valientes jóvenes, rebelados contra la situación de mendicidad a la que se vieron sometidos, porque de la corte no les llegaba el crédito para solventar esa batalla, y en la guardia nacional consideraron que era inútil seguirla sosteniendo, le apuntaron, digo, esos jóvenes falangistas, le apuntaron al áfrica magrebí para revivir la idea del imperio atávico, extraviado en los confines de la historia de una Hispania opulenta y duradera. Querían recuperar lo que no era de ellos. Pero enfrente estaba el otro imperio enemigo. El imperio de mis ancestros mojameses. De mis primos imanes y hermanos muyahidines, y mis parientes beduinos. Ya lo dijo el poeta chileno Rafael Rubio en MALA SIEMBRA:

"miedo a la herida/ pero no a la sangre/ miedo al hijo/ pero nunca al padre".

Y fue entonces que llegué una mañana a la ciudad pecaminosa. Entré caminando orondo con mi bolsito lleno de chucherías, y pasé, a través del pórtico milenario que antes yo había visto construir. (Yo llevaba unas cajitas chinas de lápiz labial que les compré a los mayoristas paquistaníes en Tirso de Molina, y a unos sucios montoneros que venían haciendo sus negocios con la muerte de nuestros compañeros, y estaban llenos de pasta) Me ubiqué en una adoquinada y angosta arteria de la ciudad en un territorio de sombras, y desplegué mi paño en el suelo, y puse las cajitas chinas bien acomodadas. En ese laberinto ruidoso y alegre que consienten las trazas angostas gaditanas. Llanas de lenguajes enrevesados, se escuchaban gritos de júbilo. Las gentes se saludaban de balcón a balcón, como lo suelen hacer los pueblos lozanos sin tapujos. Pueblo sencillo que vive de la pesca de atunes y del carnaval. Porque Cádiz, siempre, será tanguillos y comparsas con sus cantes sardónicos y críticos hacia el rey. Y que ya conforman desde siglos una tradición que se repite día tras día, año tras año, desde tiempos remotos, la toma de la sangre de los caídos, de los desesperados, de los que vendían su sangre para sobrevivir. Yo me sorprendía por entonces, y ahora que piso el quinto siglo de mi vida eterna me veo gratamente atraído por la historia de aquellas ruinas que supe visitar, y que hoy producen en mí una considerable nostalgia con un sentimiento de inmensa culpa, por no haberme radicado. Mi lengua tiene añoranza de aquella sangre.

El antiguo alimento de los dioses que jamás imaginé toparme cara a cara, eran los cuellos de la señoritas de Cádiz, o Gades, como le llamaron los fenicios, que la dominaron por un buen periodo antes de los visigodos y antes de los árabes. Sorprendido por la monumentalidad de sus esculturas que simbolizan a los dioses poderosos, están inmaculados en el pórtico de entrada: el que gobierna los mares, Neptuno, el que insufla la alegría arcaica del carnaval: el rey Momo, y el que le da al vino su carácter sagrado para la celebración dionisíaca: Baco. Entonces, yo dejé mis chirimbolos en el piso sobre una sábana vieja que andaba yo arrastrando de aquí para allá y guardaba dentro de mi bolso. Y levanté la vista. El sol ardiente del sur español me cegó la perspectiva por un largo rato. Y luego de vender un par de cajitas chinas a unas señoritas de cuellos largos y morenos, aburrujé la sábana y me tenté, y metí las cajitas en el bolso, y lentamente caminé hasta una tienda para comprarme una cerveza y así dejar de pensar en la sangre. Hacía mucho calor y tenía muchísima sed. Entonces me fui a transitar por el murallón que mira hacia el áfrica ardiente de Marruecos, y divisé a los barcos y a las galeras, a las canoas detenidas en el mar y a las goletas. El ritmo cansino. La calma peregrina del mar. Los bochinches de los cantos de las comparsas que llegaban al murallón de todo un día de juerga que traía el viento. En el embarcadero había jóvenes mujeres con los cuellos estirados, la sangre se prostituía en la noche, nada de sexo, solo de sangre la noche se plateaba con la luna.

El hachís que llegaba de Marruecos debe ser una de las substancias más divertidas que existen, debo reconocer. Yo fumaba en Madrid y les compraba a mis hermanos mojameses en La Plaza Santa Ana un pedazo de chocolate. Lo que me he reído solo o con otros madrileños, no tiene parangón con nada, ni con el vino ni con la mariguana. El hachís es una posesión. Y una pipa bien armada con papel glaseado de los que vienen dentro de la cajetilla de cigarrillos, te puede dejar culo pa arriba por el colocón, cuanto menos cuatro horas. En fin, que en la misma Cádiz conocí a un mojamed de túnica color arena, que comerciaba entre Fez y Cádiz. Hablaba español, inglés, francés y árabe, más el dialecto bereber de los beduinos. Un tipo cultísimo y afable. Con la particularidad que este mojamed sí tomaba alcohol y fumaba hachís y se daba suculentas gulas por las noches en unos antros disponibles para el placer. Lo conocí en la caleta de pescadores cuando vendía sus peces, y al requerirle un atún nos pusimos a conversar amenamente. Requeté, le decían. Y con Requeté nos hicimos amigos y cada vez que terminaba de vender en el mercado yo le pasaba a buscar para tomarnos un café para conversar sobre los hondos destinos de la humanidad. Requeté había sido huérfano en Fez y se las tuvo que arreglar de niño al cuidado de una tía del campo. Mas luego, cuando cumplió los quince años, Requeté se iría por la suya a buscar nuevos horizontes, como le ocurre a todo huérfano en busca de su libertad.

Una noche de carnaval yo me había instalado en una de las calles donde pasaban las comparsas bajo un ambiente ruidoso y trino. Las gentes desfilaban con sus botas y licores empinándolas sobre sus bocas. La gente de Cádiz es muy amable al punto de preguntarte si te sentías bien en el carnaval y en eso es que te convidaban un trago de lo que llevaban en la mano: vino, jerez, morandinas. Unas mujeres fascinadas con mis cajitas chinas me invitaron a una fiesta que se daría en una carpa gigante en la Plaza Mayor, al finalizar el carnaval, para su entierro. Me dijeron que habría personalidades del quehacer cultural gaditano. Pero yo tendría que colarme, porque no tenía entrada, pero como había que ir disfrazado, pensé en la posibilidad de hacerme pasar por otro, un alguien no menos nada como lo era yo por ese entonces. Yo les acepté de buena manera la invitación a las mujeres y transpiré de tentación cuando les vi sus cuellos con colgantes. Pero les dije que no tenía disfraz, y ellas me dijeron que me conseguirían uno y me lo traerían a mi puesto más tarde para que yo me cambiara en la pensión y cayera a la fiesta disfrazado.

Fue ahí que me acordé de Requeté. Se me ocurrió invitarlo a que fuéramos juntos. Pero cuando fui al mercado de Gadit, Requeté no estaba, y me sorprendió su ausencia. Pregunté a otros tenderos y nadie lo había visto. ¿Se habría quedado en Fez? Pero luego, al charlar con la señoría María de los Dolores -ella sí lo conocía- no me quiso contestar la pregunta por él. Y María bajó el rostro al piso para taparse. "Qué pasó María", le pregunté. Y a ella se le cayó una lágrima gorda que resbaló por su mejilla hasta diluirse en sus carnosos labios rojos. Y balbuceó. Y no quiso hablar. Yo le miraba el cuello y quedé obsesionado hasta que me aparté de la idea de la sangre, y tomé su silencio como un hecho consumado. ¿Requeté había muerto? No me di por vencido y salí a caminar por las afueras rodeando la ciudad. Para ver si encontraba alguno que otro borrachín para preguntarle por él. Y di con uno de ellos que sabe emborracharse y picarse de pena frente al mar. Me le senté a su lado con una botella fría de vino y tomamos juntos del pico y fumamos hachís para entrar en sintonía. Y al sacar yo el tema de Requeté me dijo: "a Requeté lo metieron preso y lo han trasladado a Madrid a la cárcel de Carabanchel". ¡Oh no! Grande fue mi sorpresa. Y qué pena pues. Me dijo que a Requeté lo habían acusado de un crimen ocurrido hace dos años en el barrio madrileño de Moratalaz, y que andaba prófugo, y al parecer se habría refugiado en un subsuelo de Toledo por un tiempo. Y que finalmente fuera atrapado por los maderos definitivamente en Cádiz. ¡Oh no! ¡Me quedé sin el amigo mojamed! y sollocé mirando a la costa de Marruecos sin cruzar más palabra con el yonqui. Y recé por él y por su alma y por su libertad. Y mientras miraba el mecer de las canoas me llegaba una música encantadora, una música de serpientes, y la reconocí, era la voz del salvaje poeta y filosofo extremeño Robe Iniesta, que hacía nada había sacado un par de discos, y era casi un desconocido junto a su grupo Extremoduro. Me caían las lágrimas mientras tarareaba esa canción:

"Se le nota en la voz por dentro es de colores y le sobra el valor que le falta a mis noches y se juega la vida siempre en causas perdidas ojalá que me la encuentre a ella entre tantas flores ojalá que se llame Amapola que me coja la mano y me diga que sola no comprende la vida"

Me retobé. Sentí bronca. Los delirios de la ira se habían apoderado de mi mente y de mi cuerpo y ya era tarde. Entonces me alejé de la zona del murallón y quise quedarme solo lamiéndome una herida de la mano. Miré a lo lejos al embriagado y no quise verlo más porque yo estaba a punto de tirármele encima y dejarlo seco y chuparle toda su sangre negra. Entonces me fui caminando torpe bordeando las casas bajas en el crepúsculo hasta que llegué a mi pensión. Me había dado cuenta que yo pertenecía a una genealogía de vástagos adictos a los escotes y a las venas, y a la roída fatalmente violenta y pertinaz que pierde a los de mi condición. Y que si seguía tentándome, como me sucedía con las mujeres. En Cádiz de seguro hubiera caído la trampa, sin embargo mi cuerpo ya pedía. Y me tuve que ocultar una vez más e irme a otra ciudad a satisfacerme. Y tomé una embarcación hacia el imperio de marruecos vestido de dama antigua para ser otro, un otro menos nadie que yo mismo.