Anduve recorriendo en la añoranza la noche del sábado y la del domingo lugares que alguna vez visité cuando fui joven. Y en ese andar somnoliento me fui perdiendo en otras búsquedas que despertaron mi interés; y hasta llegué a hacer cosas fútiles en esos viajes nocturnos que jamás había hecho, cuando fui, donde nunca había ido. Y en ese evocar estuve transitando diferentes etapas de mi juventud, que nada tienen que ver, con los típicos balances de una vida. Porque una vida bien podría constituir una etapa de una persona pero no la única; con lo cual, uno, siempre lo digo, es varias personas con varias vidas a la vez. Y tan solo me dejé llevar por la curiosidad como cuando jovencito. Y en ese dejarme llevar caí en la ciudad de Cádiz. Había ingresado por el arco de entrada donde está Neptuno, el dios Baco y el Rey Momo, esculturas descomunales que reciben al forastero y lo dejan con la boca semoviente. Pues allí estuve, hace, por lo menos treinta años, cuando bajé desde Madrid. Yo por entonces vivía en un edificio del barrio de Salamanca. Me movía por ciudades para vender mis chucherías. Y recuerdo que me fui al Carnaval gaditano, único en su especie de todos los carnavales del mundo, donde el periodismo es oral, a través de comparsas y guarachas y chirimbotes. Fue en febrero de 1991. Así yo me ganaba mi sustento vendiendo en las calles, y me venía bien ir a puntos alejados; porque andando solo yo era libre, libre de toda libertad y condenado a una alegría de esos pueblos llenos de arcaísmos. Ganas de conocer gente, sitios atrapados en el tiempo.
El tema es cómo yo llegué a Cádiz en la evocación. Porque no empecé ese viaje por lo que aquí estoy narrando. No. Durante el día anduve leyendo al italiano Pier Paolo Pasolini (Bolonia, 1922- Roma, 1975) y en la noche, y luego de tomar unos apuntes, me vi caminando por esa ciudad donde nació el genio de Pier. Quien haya tenido la oportunidad de cruzarse con Pasolini alguna vez bien sabrá a qué me estoy refiriendo. El tema es que de Bolonia luego me crucé hacia la costa romana, la que da al mar tirreno, y específicamente me allegué a la provincia de Ostia, donde está la playa más romana de todas las playas del viejo imperio. Pero, resulta, que en Ostia fue donde asesinaron a mansalva a Pasolini. Un asesinato atroz, un asesinato escandaloso como todo lo que en vida y obra representó y rodeó al cineasta italiano: sea por su obra y por su cine o por su literatura o por su condición de profeta, y que recién ahora tal vez podamos dimensionar, o no, su visionaria política a través de su arte: el cine, la escritura.
Y como me atraen los mapas me fui a los mapas. Y mirando a lo lejos desde donde estoy y para corroborar cada una de las provincias italianas, desde el norte hacia el sur, y desde el este al oeste, me deslumbré con los tres mares que rodean a la vieja península. El tirreno, el mediterráneo y el adriático. Mas los golfos y bahías. Pensé a Pasolini como se piensa a un amigo. Y en esa deriva y sin darme cuenta se me soltó la evocación y sentí en el filtrar de los recuerdos conversaciones que tuvimos en la universidad con mi maestro Mario Franco. Departíamos sobre su obra y sobre su cine, allá por los noventas, a principios de los años noventas. Y me di cuenta de lo valioso de tales recuerdos. Más aun luego de treinta años. Y pensé que es así como florece lo que florece en el desierto fértil. El desierto del tiempo. El desierto del vacío. El desierto del abismo, el desierto por donde caminan los profetas.
Se podría decir que Pasolini fue el más antiguo de los antiguos y el más moderno de los modernos. Y que su obra cinematográfica, lejos del simplismo de lo estético por su apuesta, y sobre todo cuando él filmaba cámara en mano en exteriores, se vio compelida a salir a las afueras. Porque Italia estaba devastada por la segunda guerra mundial. No quedaba otra que filmar en los andurriales y en los campos. Al menos en los primeros films, como Mamma Roma, de 1962, eso se nota, claramente. La nutrición de la obra del boloñés recala en diversas fuentes que van de lo culto a lo popular, y del tratamiento del silencio a la pintura renacentista y luego al teatro clásico griego. Consideraba a lo popular un arcano antropológico que se remite a la edad media y a sus leyendas porque era allí donde lo popular daba las señas de un mundo que por efecto antropológico la gente repetía. No fue un comunista per se como el pensamiento vulgar etiqueta al autor de Il Decamerón de Bocaccio, 1971. Lejísimo de ello. Pasolini emprende una feroz crítica, no del fascismo italiano en sí, sino más bien de su etapa superior aggiornada para siempre, la de la democracia liberal burguesa, clerical y fascista, que con su nueva y apabullante extorsión de consumismo hacia de los jóvenes a quien consideraba unos grupos de monstruos delincuentes, lúmpenes de un proletariado en extinción, constituyeron el foco de lo aquí se intenta dar a conocer. Y que Pasolini ya veía desarrollarse en las grandes ciudades italianas replicadas por mil en otras por el estilo.
Lo de Cádiz se comentará alguna vez y más adelante. Ahora quiero testificar una lectura del autor de Bolonia, sus Cartas Luteranas, escritas hacia 1975, apenas de su asesinato. Y en esa obra leí el ensayo inicial con el que abren esas cartas al que Pasolini denominó con un sugerente título: "Los jóvenes infelices". Y que a continuación comparto, en forma de lectura, para que quien no la haya leído, pueda acceder a ella aquí:



