Ya lo he manifestado en otras oportunidades. Pero para quien no haya escuchado vuelvo a repetirlo. Soy un vástago con linaje, y mi genealogía se remonta a las cadenas montañosas del ex Imperio de Marruecos. De donde se dice salieron mis ancestros. A quienes no he tenido ni el gusto de conocer. Y si bien no vivo allí por esas cosas de los barcos, me he criado en lugares similares, donde el desierto gobierna las costumbres y moldea el carácter de sus vástagos. Mi pasión por la sangre viene desde lejos, pero he podido maniobrar en sociedad, y por muchos siglos. Hasta que me di cuenta que nunca iría a morir. A pesar de haber tenido graves accidentes, siempre pensé en la providencia como una red de salvataje. Y mi crúor se ha vertido en más de una ocasión tanto de niño y cuando de grande. Tajos, tengo en todo el rostro. Desciendo de una cultura nómade que ha peregrinado por vastos imperios como el Otomano y el Austro-Húngaro. En la zona donde vivieron los magiares, la primera tribu originaria, la casta ancestral de donde provienen las leyendas de Elizabeth Bathory, la condesa sangrienta, y del Conde de Draculea, el vampiro. Todos mis descendientes se han movido de un lugar a otro, trasladando sus conocimientos y el metié de su comercio. Propio de una sabiduría que se cultivara luego, y se arraigara, en las taifas andaluzas durante siglos. Les hablé de Gades. Pero ahora, ya en reposo por la ausencia de la sangre, puedo escribir por trigésima vez mis memorias, y puedo despotricar contra ese tirano que a mí me juega en contra, el tiempo, porque a todo yo sobrevivo.
Me he dispuesto a caminar muy temprano y a la hora del albanecer, y sentir el aire que dios sopla en las mañanas. Son como las siete y pico del amanecer de un domingo. De un domingo cualquiera. En el lado derecho llevo conmigo los drenajes colgados de unas bolsitas que salen en forma de tubos hacia afuera de mi panza; y dentro de un morralito que yo sabía usar para trasladar un par de libros y mis vicios, van adentro mis drenajes. El morralito tiene un tamaño mediano y considerable. No es ni grande ni chico, diría mejor: es discreto en su tamaño. Y permite que yo deposite en cada uno de sus bolsillos los drenajes de Blake y el de Kher, como me lo recomendaron. No soporto caminar con mis drenajes a las horas concurridas por la gente. No quiero que la gente me vea como a un enfermo retorcido. Aunque ciertamente lo sea y se me note, a nadie le piace que lo miren como a un monstruo. O sí, pero en este caso, soy yo el que decide. No exponerme ante la manada curiosa por el morbo.
Debo reconocer que la madrugada se ha presentado por demás hermosa, y está más que estupenda. Y que ha amanecido muy fresco y nublado con una temperatura atípica para esta época del año que no ha de llegar a los 18 grados. El cielo está pintado de nubes negras y los del pronóstico han anunciando tormenta por la tarde, sin hacer una sola mención al parecido que las nubes tienen a las pinturas de William Turner, y que el viento pasa fresco como en las pinturas de William Turner, tan fresco, que me invita a caminar y a mirar los árboles frondosos de verde; y me doy cuenta que hay muchísimos arboles en las cuadras, uno frente a cada casa, y que cada uno de ellos explota de vida, junto a los cactus que los hay de todo tipo y variedad por esta zona. Y eso hace más hermoso el paisaje, y alimenta el perfume del oxígeno y sostiene la caminata que debo hacer para juntar fuerzas por ausencia de la sangre.
Sin embargo, todo es de cemento. Debo decir que hay muchas casas, muchos complejitos de departamentos de medio pelo que están bien presentados, más todas las calles, y ellos y ellas, son de puro cemento. En un lugar donde todo era viña y campo, la tierra fue arrasada y quemada y ha quedado edificado el ladrillo y el cemento como símbolos de una civilización que ya no reconozco. Casi que no recuerdo haber visto en la zona nueva insectos, ni ratas, ni viborines, ni cucarachas. Pocas palomas. Pocos gatos, pocos perros. A ello lo considerarán impecable e higiénico, pero yo lo considero sin muerte, excepto por los arboles que siempre nutren cual pulmón a los que alguna vez y en estas tierras sufrieron la enfermedad del bocio.
En el cordón de la acequia hay tres botellas vacías y paradas, en silencio, una al lado de la otra. Parecen tres esculturas de vidrio: una es de amargo obrero, otra es de fernet y otra es de vino, a la que se le lee "tinto". Están perfectamente ubicadas y separadas al nacer. Y nadie todavía las ha roto. En cualquier momento pasará el camión de la basura con sus hombres de la limpieza. Y se las llevarán y dejarán pulcra la zona de desperdicios. Y eso a la gente le fascina. La eliminación de las botellas rotas le fascina, la eliminación de la basura le fascina, la eliminación, en toda su dimensión humana, le fascina. Más adelante y por el mismo cordón veo unos forros tirados llenos de polvo, y más adelante a unas ajugas con unas tijeras chicas como si alguien se hubiera intervenido de apuro; y más adelante una bolsita de sangre cuajada que me llamó la atención y me dio sed. Y tuve ganas de vomitar por la necesidad, pero pude contenerme. Bolsitas de plástico y pedacitos sueltos de tergoporl. Todo será eliminado. Todos seremos eliminados por los nuevos hombres de la limpieza.
Me palpo la herida por entre la camisa manga larga que llevo abotonada en todo el pecho. Se me ha corrido una gasa, pero nada que merezca detenerme ni preocuparme. Me la acomodo de memoria con los dedos de una mano, y cuando la saco, en el dedo me queda un resto de sangre, y me lo chupo y restrego con los dientes. El largo de la camisa me permite tapar el morralito donde llevo los drenajes. Lo cual me da cierta seguridad al caminar, y sobre todo tranquilidad por si me cruzase con alguien, porque yo así me siento protegido de la mirada de los demás, sin que nadie se dé cuenta, de los cables tubulares que salen de mi panza. Voy lento y no puedo caminar rápido. Y como llevo zapatillas puedo mantener el equilibrio y la mirada, digna y hacia adelante y no hacia al piso. Ya no estoy encorvado, sin embargo la precaución, muchas de las veces, lleva a inclinar mi cuerpo torciéndome hacia el piso, y todo es para evitar el dolor de una puntada, y ahí sí vuelvo a la posición sumisa del torcido, pero al segundo me yergo porque veo un hombre que ya trabaja en su jardín, y al pasar sigilosamente y desapercibido a su lado, él ni me mira, y yo sigo caminando como si no lo hubiese visto tampoco. No miré su cuello para no tentarme. Y seguí...
No puedo decir que en esta situación me encuentre solo porque siempre lo estuve más allá de cierta reputación entre mis pares, a quienes veo poco. Me he trasformado en un ser solitario y he pensado al respecto que uno va creando sin saberlo una especie de cortina astral invisible, de blindaje, que solo algunos traspasan de a ratos, y cuando yo quiero. Además a un hombre solo difícil se lo vaya a visitar con ansias de verlo, a lo sumo, podrán ser un par de horas, porque el hombre está solo y además habla raro, y su soledad imanta y espeja, y al otro le da temor tener que hablar con un hombre que encima hable raro y le palpite por momentos la lengua seca hacia fuera. El hombre es de hablar con profundidad, y eso da temor al visitante ocasional cuando su lengua se despliega bípeda y enloquece al hablar. Me he dado cuenta con varias personas, y yo mismo lo he experimentado al visitar en distintos momentos de mi vida a hombres y mujeres solas. No es el mismo hombre o la misma mujer que erige la vida matrimonial y familiar. La gente sabe congregarse con ansias para re-unirse y verse, por más que se odien entre sus integrantes y entre los esposos se viva una guerra que solo encuentra un alto al fuego en juntadas familiares. La muchedumbre filial alarga la institución y la vigila, y las bacanales de las congregaciones la hacen más soportable en el tiempo, y mantiene, una aparente tregua, que se augura más duradera, y se posterga. No me quejo ya de mi condición de soledad. Ya no la padezco como antes, y ahora, es la soledad mi piel y mi primer órgano ante el mundo, tan solo para defenderme.
Llego a la primera esquina y cruzo la calle y a la izquierda, observo, tapada por las nubes, a toda la montaña hacia el oeste. En algunas casas hay cartelitos, uno de un kiosco, y otro de una casa de masajes con el letrero despintado, que dice masaj, sin e. Pero no está abierto ni el kiosco ni la casa de masaj. En realidad nunca vi sus puertas abiertas en otras horas del día cuando yo he pasado oculto con mi capa. Sin embargo todavía están cerrados todos los negocios del lugar. Eso me asegura la ausencia de gente por la zona, a la que detesto con toda mi furia. Como detesto a los farsantes que viven ahora en barrios cerrados y se dicen artistas e intelectuales y escritores, y antes, se decían mis amigos. Son divos y divas de una pasarela que solo ven ellos. Porque están desesperados en ser alguien en esta etapa del apocalipsis, ellos han fracasado con todo éxito, aun no lo reconozcan, por sus soberbias imposturas en la vida. No tienen dudas, dicen saberlo todo, y la vida social los pone estúpidamente mimosos, tibios, condescendientes con los invitados a los que también ellos detestan en lo más profundo de su ser. No pueden estar solos porque se morirían de un infarto, o de pena. No tienen liturgias y son los representantes del reino de la cantidad más no de la calidad.
La diferencia entre ellos y yo es que ellos ya son propietarios de esposas y casas y camionetas e hijos, y se han hecho amigos de gente del poder, o han recibido herencias y se han hecho amigos de gente del poder, o han conseguido méritos por haberse hecho amigos de gente del poder. Siempre hacen lo que hacen porque se cubren con la gente del poder, que por h o por b, siempre, los protege. Y se sienten magistrados de la moral. Y jueces de las conductas de los demás. Yo estoy en cambio lleno de muerte, y tan solo soy un paria sin casa y sin auto que ni siquiera tiene un apellido ni un nombre real, aunque en el documento figure como legal el que está asentado por decimoquinta vez. Estoy desprovisto de casi todo, y eso me da una gran ventaja frente a ellos. No tengo de qué preocuparme por el momento, hasta tanto no me expulsen, si cometo alguna falta. Mi vida es un gran alquiler seriado de expulsiones. Pero eso me da libertad. La libertad que ellos no tienen ni tendrían nunca. Los aborrezco con todo mi corazón y los considero traidores a no sé a quién, pero traidores al fin. Y a los traidores yo les quito el saludo de cuajo. Ni la sangre de ellos probaría. Eso me da la soledad. Ser fiel conmigo mismo y decirles en la cara traidores, porque yo, a esta altura de mi muerte, no tengo nada que perder. Porque yo ya perdí y punto. Y no morir es mi condena.
Vengo pensando en montar mi gran proyecto educativo para cuando obtenga mi jubilación: una Escuela Universal del Fracaso. Para estudiar fracasolofía. Y yo seré por decreto el director a cargo de la institución. Tengo la parrilla curricular hecha y terminada, pero no pienso presentarla en una institución. No. Será por la sinistra y será celosa, y estará destinada a fracasadas y fracasados ocultos. Nada más enriquecedor. Nada más tentador en una era donde se dice todo lo contrario, que alguien termine estudiando a las ciencias del fracaso, y a los autores que con sus obras sembraron lo que hoy puede ser una realidad paralela en la educación iniciática para recibir el fin del mundo. Valentine Penrose, Bram Stoker. Por dar dos ejemplos de bibliografía obligatoria.
Llego a una estación de servicio ubicada a cuatro cuadras de mi cuchitril. Y miro hacia atrás, y veo lo mucho que he caminado sin sentir un solo dolor. Hay una cuneta ancha por donde pasa el agua transparente, con gran brío, y produce una música que flota sola y hace ecos en el aire y que por el efecto del sonido queda retumbando en mis oídos por una cuadra larga hasta que se va. Debido a la hora no hay autos andando, tampoco salen ruidos de las casas. Todos duermen como si estuviesen muertos. Eso me tienta a entrar a las casas y quedar lleno de goloso, pero no. Me fio de mis piernas, pero no me animo a saltar la acequia, y con paciencia sigo hasta llegar a un pequeño puente donde puedo cruzar sin riesgos hacia el otro lado del camino. Hago todo con experta minucia. Pienso en comprar cigarrillos. Me acerco a la estación de servicio y como si supieran lo que busco dos empleados se adelantan y me dicen que todavía no abre el kiosco. Y yo sigo, sin mirarles el cuello.
Un hombre doblado por algún malestar viene en dirección a mí, y pienso en cruzarme de vereda, pero lo enfrento, y ni siquiera nos miramos y actuamos como si fuéramos dos fantasmas que se desconocen. Yo y él, el mismo y el otro, cada uno sigue su camino incierto. Unos perros deambulan jugando con un hueso. Son cinco cimarrones a la deriva en la madrugada, y se los ve felices rompiendo las bolsas de basura de las puertas de las casas, hurgueteando comida. Por vaya a saber qué, uno de los perros empieza a pelear con otro tironeando una bolsa de basura, que luego se rompe y estalla. En el piso ha quedado toda la basura y la pericia dirá, que esparcidos por el suelo hay tampones y pañales cagados. Cero panes. Nosferatu. Pestes. Re na ci (miento). Pero la pelea continúa por el pañal con mierda, y los perros dan la vida por comerse esa mierda como lo hacen hoy las personas con las ofertas. Están tan entretenidos que no se han dado cuenta de mi presencia, y por eso yo sigo caminando para sacármelos de mi vista. Sangran, y por eso mismo, porque sangran es que yo cruzo la calle vacía. Llego a la esquina de una plaza y me detengo, y me siento en un banquito bajo un árbol a fumarme un pucho al sol pero al resguardo de un árbol milenario. Me sienta bien el sol por el momento. Me nutro por escasos quince minutos y me paro soliviando las bolsitas de drenaje y siento un tirón. Y digo ¡ay! para mis adentros, pero sigo.
Desde que escribí mi última novela las cosas no han sido buenas para mí. Más allá de la dicha que me ha dado su publicación y de las reseñas de gente de distintos lugares que por cierto la han elogiado, soy un paria que solo tiene una novela larga y nada más en la muerte. Si bien su publicación me ha llenado de júbilo, digo, la existencia de la novela, yo muero en un lugar donde nadie lo sabe. Y eso me da cierto placer perverso, y es una gran paradoja, porque desde el vamos la novela ha sido catalogada por mí como una novela que no existe, y defiendo su no existencia, porque la novela no para de dejar de existir. Existe tal vez en la imaginación de quienes la tengan, que no llegan a treinta o treintaicinco lectores en todo el mundo. Con esos lectores aviesos yo me que quedo más que tranquilo, y doy por cerrada mi etapa de separación con la obra creada, porque ya no la considero mía. Lo que alguna me vez que preocupara ya me tiene sin cuidado. La escribí de espaldas al lector y sobre todo al lector de mi lugar. Pero ellos no entendieron y fui ignorado más una vez y negado tres veces como Judas negó a Jesucristo después del cenáculo en el Sinaí. Y yo también he sido y soy Jesucristo, al menos por las heridas y la marca de la lanza a la altura de las costillas, eso me hace más parecido y sangro, por uno de los huesos y la sangre se derrama hasta el piso del madero y cae en la tierra hasta que ésta se la traga sin dejarme nada para mí. Debo limpiarme la herida que a Jesucristo le limpió Magdalena cuando al rey de los judíos lo bajaron muerto de la cruz. Pero en este caso yo no estoy vivo ni tampoco muerto, o soy ya el resucitado de la estaca pampa bien metida en la pampa. Como mártir me escondo de los fariseos. Y los fariseos me buscan en lugares inverosímiles. Y como soy un perseguido de todo lastre ando saltando de casa en casa y habito en distintas geografías para que no me registren ni me ubiquen y detengan y crucifiquen, y estrujen. Y lo he logrado, por el momento, toda vez que mis farsantes ya ni saben dónde muero. Son tácticas de distracción.
Pacedí enfermedades en la selva amazónica y me curé solo haciendo reposo en una hamaca tomando agua. Me metieron preso a las trompadas en distintos calabozos. Me detuvieron una y otra vez los militares para controlar mis papeles y mis documentos. Y más de una vez he dormido en la zona de preventores en un angosto y frío calabozo. Fui detenido en Atenas por ser inmigrante cuando viajaba al Cairo. Luego me soltaron. En el Cairo no me esperaba nadie, y tuve que viajar hacia el sur a un poblado remoto para buscar a mi amada un sábado a la noche con apenas 35 dólares. Me estafaron a la salida del aeropuerto, pero finalmente, llegué donde debía de llegar, a la tierra de Al Fayum. Y tampoco allí me esperaba nadie. He sentido la humillación cuando jovencito en las redadas de la policía cuando la policía se subía a los bondis. Me han llevado por distintos motivos a todas las comisarias de la ciudad. A una comisaria cuya construcción es antigua y colonial y a la cual admiro, me llevaron una noche por haber querido entrar sin pagar en una fiesta. Y fui arrastrado por el piso, y fui pateado por el suelo sin más. Esa comisaria antigua ya no existe ni funciona, y se ha dicho que la quieren demoler. Cuando he pasado por su vereda la he mirado con la nostalgia del bardo.
Una mañana de brote me tuve que esconder arriba de un árbol, y me oculté tan bien, que la camioneta de la policía que me buscaba nunca me pudo encontrar. Pasaron dos o tres veces por el árbol donde yo estaba camuflado, y como se cansaron de dar vueltas los milicos se tuvieron que ir. Y yo luego bajé del árbol y me metí en un pozo de una hondonada en el monte, entre los cactus y la mata de jariyales, entre los ríos secos. Y caminé a campo traviesa por horas. Me he trepado por arriba de las casas caminando por los techos para mirar la noche y sus estrellas. Me han disparado desconocidos creyéndome un ladrón y no he muerto. Fui desprovisto de mis chirimbolos cuando vendía en las calles madrileñas. Y en los metros de Madriz, unas gitanas fieles a sus picardías, me birlaron en un pase de magia, unas pañoletas italianas. Me incautaron los vigilantes la ropa, que en un paño tirado en el suelo yo vendía, en la estación de San Antonio, pero tuve la suerte que no me deportasen. Muy temprano conocí las mieles del fracaso, porque cuando estuve instalado en el sur del Cairo con una mujer que dijo que me amaba, y a la que fui a ver por iniciativa de ella; ella, me cambió por su próspero jefe holandés. Y luego ese jefe holandés fue su marido, y como flamante matrimonio tuvieron la maldita suerte de Tutankamón, al morírsele su primer hijo de 13 años, en un incendio en Italia. Y fue por entonces que me tuve que volver de urgencia, desde Egipto hasta mi patria, porque no podía estar más en Egipto con ella, y con su jefe holandés, y me tuve que inventar anticipadamente frente a los administrativos de la compañía aérea, la repentina muerte de quien decía ser mi padre. Solo lo hice para que me dejaran volver a mi patria con el pasaje de vuelta, desde otro sitio de partida. Hice el Cairo, Moscú, Argel, Cabo Verde, Recife y Buenos Aires, luego de un año de vagabundear solo por Europa, tomando sangre.
Me han expulsado absolutamente borracho de los bares, y he vuelto, de puro valiente y de puro imbécil, a pedir que me dejasen terminar mi trago rojo. Una vez entré en el baúl de un auto a un Hotel Alojamiento, y otra vez, pero a los diez años, se repitió la misma escena. Con lo cual la aventura de entrar en un baúl a un Hotel Alojamiento es para mí materia de saber y conocimiento. Salí despedido por siete hombres de un bar donde se desarrollaba un recital para juntar fondos para un músico al que le habían robado sus instrumentos. Y fue tal la emoción que yo me metí a cantar. La banda sonaba y todo iba de maravillas. El problema vino cuando me tiré sobre las mesas. Ahí me pegaron uno, dos y tres, y cuatro, hasta que perdí la cuenta de cuántos. Y yo me defendí. Nadie logró hacerme sangrar esa noche. Y ellos tenían las caras arañadas y sangraban por todos lados como si los hubiera atacado un lobo. Por todo lo antedicho y teniendo en cuenta que yo fui en mis años escolares a una escuela religiosa, puedo decir que me he recibido de santo, por tantos sacrificios fui apóstol, mártir, de inusitadas violencias. Y que a la santificación me la he hecho a mí mismo. Parte y arte de la soledad. Tiranía para uno. Cotidianeidad del hombre solitario. Liturgia propia, mitología privada.
Cuando he llegado hasta la zona que divide la frontera entre una sección y otra de esta pequeña ciudad, me he devuelto hasta mi refugio, luego de andar quince cuadras. Y lo he hecho por otro camino. He dado un giro en U para apreciar las flores y los arboles de la otra calle, que siempre son distintos a los de la calle anterior por donde me había ido. Hay una placita acogedora. Con juegos para niños, pero nunca hay niños. Y yo pienso que mejor. El pasto impecable. Como se riega por manto no se puede caminar. Sin embargo piso el pasto y me lleno de agua las zapatillas y sigo. Nada más placentero que moverse por la zona, en ausencia de la gente, a la que como ya dije detesto con toda mi alma. A esas horas del albanecer uno puede ser un poco más libre que a otras horas del día. Por lo cual he decidido que ese es mi horario para asomarme hacia el afuera de mi leonera.
Hay movimientos en algunos locales de expendio de comidas. Se ha parado un camión frigorífico con vacas muertas y despellejadas que serán depositadas en una carnicería. Son enormes carnes y se les ven, las vetas de la grasa, y el fluir de la sangre que les chorrea a los changarines por la espalda. La levantan a las reces del gancho y la llevan a hombro hacia la carnicería como los viejos esclavos de las pirámides llevaron las grandes piedras. La gente enloquece por asarlas a leña. La gente se fascina con el fuego y la quemazón de los animales, y diría que son más que carnívoros que yo, que tan solo bebo el elixir rojo. Y que padecen problemas en los nervios porque todo el mundo anda de aquí para allá nervioso, por la carne y por la sangre. Son dogmáticamente siniestros, y los jóvenes, unos verdaderos imbéciles. No debe haber una etapa de la historia donde la juventud haya llegado a tal nivel de achatamiento mental. Los mediocres jóvenes de la militancia política, los soberbios pibes que en lugar de prestar atención, la compran, todo lo compran. Pura sangre. La juventud ha llegado a su máximo de desencantamiento con lo espiritual, pero se les ha erigido otro dios, más tentador para ellos, y es el dios del dinero. Ya no son ni faro ni memoria. ¿Deberían fusilar a unos cuantos así sienten el miedo los demás que como todo escarmiento cumple la función ejemplar y si es posible mandarlos a una guerra para que se curtan antes de pasar por el paredón? La tecnología los ha convertido en unos enfermos, y no queda una sola esperanza en esos jóvenes, que con sus maquillajes y su violencia, no han llegado a proclamar una sola primavera.



