El teléfono de Eduardo sonó a las 8 de la mañana. Del otro lado, la voz quebrada de un tipo alegó querer suicidarse. El motivo de tal confesión aparentaba ser el aumento de su bebida de transacción. Le habría tickado un 40% más el mayorista. Estaba desesperado. No obstante, comparado con la masacre de mujeres de túnicas negras que desfilaban por la arena, lo del tipo, parecía una gracia antes que desgracia. Además, en el cumpleaños de la novia celebrado hace unos días en la Gran Casona del Circo de los Prófugos, me cuenta Eduardo que al stock se lo habrían tomado todo: ¡Siete cajas! Y que por acumulación de frustraciones producto de torpes decisiones en el negocio de venta de bebidas alcohólicas, el tipo, el tano, el potro de las pampas que dejaba embarazadas a las vacas en la diana con tan solo mirarlas ¡Quería quitarse la vida! Si por vida se entiende la que viene llevando el potro. La novia, pa colmo de males, le sacó la roja al final del cumpleaños.
El tema es que el tipo nunca dijo cómo iba a suicidarse. Por lo cual dedujimos con Eduardo, tratábase del jueguito narcisista que siempre sabía hacer: hoy era el precio del Fernet. Ayer, su porno visión del mundo de las kermeses, mañana... ¿Quién sabe?
En conversaciones frecuentes por las mañanas con el mate amargo, reíamos rumiando la situación con Eduardo. Cuestión que comparado con aquella masacre de mujeres con túnicas negras desfilando por la arena, la "idea" del suicidio del potro, era una joda. Una pelotudez más de las cientos de pelotudeces que sabía decir los lunes y los martes.
Los miércoles, supuestamente estaría muerto. Resucitaría los viernes o los sábados, considerando los tres días después del cuetazo (auto cruci/ficción)
Harto del versito del potro, Eduardo me lo cuenta para descargarse. Yo le hago chistes. Y Eduardo baja de su ira.
Lo de siempre.
Eduardo es un tipo serio y bonachón. Se da lugar para la risa. Por momentos se pasa de rosca. Lleno de cinismo se emborracha con bebidas blancas -rusas por lo general- traspasando psíquicamente la frontera moral y ética del bien.
Pero, en fin.
Estábamos con Eduardo departiendo bajo la parra que había montado en la duna, al lado de la roca que ocupó hace veinte años cuando decidió dejar sus estudios en filosofía de las pasiones humanas, religiones antiguas y escrituras sagradas.
Una noche le explotó la cabeza a Eduardo ¡Justo en el aniversario de su antónimo velorio! ¡El barrio entero lo consideraba un bocho! Pero, viste cómo es ¡Se quemó las pestañas! Ahora vive en una roca clavada en una duna frente al mar, alejado del mundo de la vida de los otros.
Eduardo cuenta las conversaciones que tuvo con el suicidal tendencis: me dice que el suicidal tendencis está de baja, que el negocio del alcohol hubiese sido fructífero en otra época. En otra vida, en otra dimensión del suicidal tendencis.
Partamos de la base que el tipo, el tano: potro de las pampas, nuestro amado suicidal tendicis, ¡estaba de la nuca!
Un loco el chabón. Pero no por la novelita esquizoide de su remanido versito suicida. Estaba loco de antes. Eduardo intentó guiarlo por el buen camino de la ilegalidad. Le hizo saber de cuitas y trampas, pero también de códigos y reglas. De cualquier manera, el tipo no se daba cuenta que estaba metido hasta la coronilla con el narcotráfico organizado.
Imbécil, andaba emboinado y en su camioneta escondía una escopeta de campo. También llevaba un táper con salame quintero, queso y galleta.
De barba rala, petiso y orejudo, italiano.
¡Qué más para decir!
Eran diez cuerpos esparcidos en la arena. El forense revisaba las túnicas negras de las mujeres ensangrentadas. La policía había cercado la escena de la masacre con unos piolines. Miles de curiosos se apostaban a los alrededores con sus heladeritas: tomaban, masticaban, rumiaban churros duros de los conteiners.
Algunos se animaron y prendieron fueguitos para el asado. Como no había un mango por la zona, los fueguitos iluminaron el mar y su pequeño teatrito del horror.
Asado, no había. Era otra la carne roja.
Una masacre de estas características convocaba a toda la afición mórbida de la costa. Parecía un recital, sunset croto, auspiciado por un cementerio y la marca de una cerveza del montón.
"En el parador 12 se ha producido una masacre", contaban en la radio nativa, unos periodistas tucumanos. Los helicópteros sobrevolaban la zona de los acantilados. Desde arriba filmaban con drones y por las televisoras del país, en cada rincón de la patria, en cada pueblo muerto de hambre, en cada bolichón espiritual, pasaban la peli de corrido.
Tanto fue el rating de la gran masacre, que me llevó a recordar la televisación del niño que se cayó al pozo en el conurbano hace más de 20 años. Un día entero la población metida en la pantalla intentando dar aliento para que ese niño saliera atado a las sogas de los bomberos. El chico no salió vivo del pozo, que es lo que en realidad quería la gente. Verlo muerto, en los brazos de la madre y para todo el país que sufría ese espectáculo.
Cómo la División peinaba la zona, cómo los espeleólogos se sumergían al pozo, fue un gran entretenimiento.
De modo que volviendo a la masacre del Parador 12, vendrían los etcéteras...
... Se montó tal película con la gente, la poli, los diarios y canales de televisión, que el forense tiraba facha para las cámaras, guiñaba su ojo izquierdo, era pelado y chupeteaba un kojak de frambuesa, su abigarrado naso sostenía unos Raivan oscuros, verdes, bien de cobani. A su ojo derecho lo tapaba un parche. Con el viento se le voló el sombrero. La División Asesinatos, 500 miembros, experta en saltos mortales entre otras acrobacias, salió enterita a corretear el panamá del jefe.
La gente, aplaudía a carcajadas.
Los curiosos filmaban el acontecimiento como si se tratara de un avión a chorros que hacia firuletes en el aire. A punto tal el horror, que el sátiro de las dunas pedía moneditas en las esquinas, y así, tras sus espectáculos nocturnos, sus asesinatos, el tipo montaba una de aquellas para pobres. La policía no tanto pero la División Asesinatos no trabajaba así desde aquellos veranos del 85, 86 y 87, de similares características a los actuales.
La arena rebobinaba la antropología que del mar quedaba, y los hombres y mujeres en la última geografía marchitaban al sol. El bofe salía como pan caliente de las sartenes. El aceite recalentado, la yerba secándose al sol y las medias agujereadas por los espolones, daban la pátina de miseria en que se vivía por entonces.
Gallo chicho y gallo grande picoteaban las sobras de la parrilla del merquero. Había whisky suelto, alochas para chupar y unos químicos que aspiraban los niños en la playa. Cuarenta y ocho horas en posición fetálica quedaban.
La masacre, claro, la masacre de las mujeres de negro que desfilaban, constituiría la prueba fáctica del desquiciamiento general. Fueron acribilladas. Treintaisiete puñaladas a cada una le habrían dado.
En el Parlante Municipal cantaba Edmundo. El Gran Edmundo Rivero.
¡Pero, suicidate ya, dejá de histeriquear, pegáte un tiro si tenés guevos, cagón! Se decía al espejo el potro, el italiano secamente, mientras se retocaba la barbucha. Hablaba consigo mismo, sí, pero a través del espejo. Un día se creyó tanto la conversación que le pegó una piña y se quebró la mano con la que se hacía la manola.
La madre raspaba las tostadas para el hijo, las untaba con manteca y se las llevaba a la cama con café caliente.
-¿Guevos revueltos, má?
El hijo de mil putas tenía 45 años y con la mano quebrada en la cama, queriéndose suicidar por teléfono, no sé si se entiende... intentaba, manoteándose el gansito...
... Qué se va a entender, ¡magináte!



