Era de reírse a carcajadas el muchacho cuando le chuntaba al árbol muerto con el hacha. Y para no enojarse, optaba por la risa. Era tremendo esfuerzo el que hacía para abrir del tronco una grieta. Necesitaba leña. Era mucho el frío que hacía en la llanura. Desde su casucha el muchacho pudo observar el valle allá en lo alto. Ese sitio tapado por oscuras nubes le anunciaba una nueva tormenta. En ese microclima vivían familias. Por la inundación de la otra vez el muchacho optó por precaverse. Las familias habían perdido niños y ancianos en el último vendaval. Y él en la llanura lo sabía, de motu propio. Quiso guardarse en su rancho y aguantar el vendaval que vendría en las horas de la tarde. En el agüero de aquella madrugada se levantó con el cantar del primer gallo. Antes del primer sol. Y pensó en acumular suficiente leña para asilarse. Se decía que esa tormenta que se dirigía hacia el llano dejaría a su paso todo a la miseria como en un vendaval.
Las fuerzas de la naturaleza harían su revoltijo. Se decía no quedaría un solo bicho vivo. Ahogados y esparcidos por las vegas. Bajaron del altozano patalarrastra. Y chocaron contras las rocas y luego fueron a parar contra los paredones que saben hacer de paravalanchas. Habían quedado los pobres bichos a la desgracia. Abiertos de par en par. Para se los coman los caranchos. La agricultura del lugar estaba resentida. Lo poco que se sembraba desparecía con la lluvia. Escandalosa enlagunó sembrados. Se perdió todo el plantío. Nada quedó en pie. Bravía bajaba el agua, y tumultuosa, por las travesías que dejaba el aguacero calaba la tierra. Desde arriba de las cumbres sonsacaba tierra de a pedazos. Se desvanecían cascotones de caliza. Y el mundo se venía literalmente abajo.
El muchacho en cuestión se llamaba Tadio. Tadio Corvalán. Y tenía 16 años. Perdió a los padres y a los hermanos en el vendaval. Había quedado en la honda soledad de la montaña. Abajo. En la meseta. Pensó irse a vivir a otra parte. Pensó viajar y olvidarlo todo. En esas condiciones, él se había dado cuenta que ya no podía aguantar más en ese sitio. Cada vez que llovía y bajaba el agua a los baldazos, familias enteras desaparecían. Vaya a saber en qué hueco de la montaña podrían haberse atascado. En esas desgracias, de características universales, nadie iba a salir para salvar a nadie. Sin embargo el muchacho tuvo una sola suerte: su choco.
Al que le había puesto torero. El torero le decía. El choco sabía esquivar el trapo rojo correteando por la maleza. Torero era fiesta. Con su amo Tadio. Los dos entre los yuyos lengüeteándose. No paraban de jugar a las peleítas revolcados bajo la nube de polvo. Si bien la soledad era hondísima, Tadio y torero se las rebuscaron en esas lejanías allende los mares. Pero más allá de pensar irse, a Tadio lo retenía una sola cosa: El amor. El amor a su choco. Pero también el amor a una muchacha de la zona. Apenas jovencita la niña no debía de llegar a los 15 años. De esa jovencita se pudo saber que vivía arriba. En el valle con su padre. Su madre postrada había muerto de una larga enfermedad. Y Tadio no le había dicho a nadie lo que pasaba por su corazón. No le había contado más que al choco su intimidad. Con torero compartió sus sentimientos. Con torero, Tadio, hablaba largo y tendido. Necesitaba conversar con alguien y el muchacho lo hacía con su perro.
Recordaba Tadio cuando vivía en familia y su madre le acercaba a la mesa la taza humeante de maicena, y luego de tomarla a cucharadas -recordaba Tadio- que solía darle un beso y agradecerle a su madre por el alimento y luego salir corriendo a buscar leña y más agua del río. Todas las mañanas Tadio hacía ese trabajo para colaborar con su familia. Mientras, su padre retozaba. Porque el padre de Tadio trabajaba de sereno en un puesto de corrales, cuidando cabras y guanacos. Por eso dormía de día. El hombre tenía que cuidarlos en la lumbre. Y era por las noches que él debía de estar con su escopeta preparado ante cualquier eventualidad. Mucho ladrón de animales por la zona. Cuatreros. Por las noches robaban a los bichos de los fondos de las casas.
Al padre de Tadio le proveían de una paga más o menos justa en ese conchabo peligroso, de vigilante. La madre de Tadio se ocupaba de todo lo concerniente a las tareas del hogar: cuidar a los demás niños, que eran unos pigmeos. Pobrecitos esos niños. Pobrecitos los caballos y los chanchos, pobrecitos los chocos. Pobrecita la virgencita que ha quedado mal parada y el viento le ha partido en dos su cabecita. Han explotado los vidrios de la ermita. Tan bonita que la había dejado el escultor.
Ahora, el escultor, ¡llora! Y entonces, también habrá que decir: ¡pobrecito el escultor! Él sabía de su divinidad. Él sabía que la virgen protegía a los nativos. Y a los baqueanos que andaban por el valle, también los protegía. Y también sabía el escultor que la virgen cuidó de los animales. El escultor no solo la moldeó con sus manos, además la cuidó de las lluvias y le reparó los piquetes, los agujeritos donde estuviera comida la virgen, el escultor le ponía un poquito de yeso y la pintaba. La virgen estaba reluciente. Y así fue que al escultor se le ocurrió montarle una ermita para que viviera predilecta dentro de una caja de vidrio. Y guay que le tocaran a la virgen al escultor. La cuidaba. La celaba.
Pasaron los días del último vendaval. Había tapado a todo el pueblo. Dejándolo en el barro debajo de los escombros. Y ahora flotan los camastros. Y flotan los juguetes de madera. Algunos cuerpos inidentificables pasan como momias muertas arrastradas por la corriente. Hacia abajo, y por la velocidad que traía el vendaval, a esos cuerpos se los perdió de vista. Húbose tratado de una catástrofe natural, pero, algunos dijeron fue a causa de los diques. Habían cambiado el ciclo.
¿Entonces, había que irse?
Había que emigrar. Sí, definitivamente. A este lugar que fuera un paraíso le ha tocado la hora del apocalipsis. En la tormenta anterior Tadio perdió a su familia, y a sus amigos no los vio más porque se abrió un tremendo cráter en la tierra que separó al poblado en dos pedazos de continentes, y nadie pudo cruzar más pal otro lado. Al padre del muchacho lo mataron unos bandidos. Se sabía que podía pasar, y pasó. Una noche, tres hombres de capote, arriba de sus caballos llegaron al corral donde estaba el padre de Tadio cuidando guanacos y becerros. El hombre se había quedado dormido. Sin dejarlo respirar le metieron un tiro cada uno. En la cabeza, en el estómago y en una de sus piernas. Lo dejaron tieso. Desbalijaron la casucha. Y se llevaron a los bichos a puro arreo. A los hermanitos se los llevó la última tormenta. Los perdió cuando Tadio se fue al monte a juntar leña y el aguacero le tapó la visión. Luego fue todo un solo rio. Y de impotencia se encerró en su casa, solo. Y se tomó una botella entera de vino agrio. Y se metió a la cama para no pensar.
Tenía que cruzar. Para salir de ese poblado tenía que lanzarse tras la grieta que se abrió en la tierra por el vendaval. Pero, no llegaba a la otra punta. Entonces pensó en hacer un puente. Fue hasta el viejo corralón abandonado. Y en los escombros encontró maderas largas, resistentes y gruesas. Las midió. Y calculó que le sobraran unos metros en cada punta. La lluvia había depuesto su actitud. La decisión ya se había tomado. Tadio juntó sus trapos en una bolsa negra. Y haciendo malabares cruzó el puente que él mismo había construido. Del otro lado no había nada, ni nadie. Pero él sabía que la salida del poblado era por ahí. Y empezó a caminar dándole la espalda al sol. Bajando por unos caracoles. Entró por uno túneles. Pasó las laderas abismales que encajonan las vegas río abajo. Hizo lo que algunos llaman "andinismo", pero lo hizo sin saber de qué se trataba el andinismo. Miró hacia atrás, y vio, a la chimenea humeante de su casa. En silencio, se despidió.
A lo lejos era puro humo lo que serpenteaba en el poblado. Tadio había tomado definitivamente la decisión de irse. Y olvidarlo todo, tal vez así podría reconstruir su vida en otro sitio. Donde nada le llamase la atención ni nada le hiciera recordar. Porque a veces los objetos y las cosas, los paisajes, son llamados de atención. Y Tadio no quería que nada de su ex vida le llamase la atención. Había tenido suficiente en sus desgracias. Se hizo fuerte en el camino. Inclinó su osamenta y miró de frente hacia el bajo. Mareaba. Decidido a no darse vuelta siguió con su bolsa negra. Solventada con sus hombros. El viento lo echaría para un lado y para el otro. A lo lejos y en el valle se veía desatarse la tormenta. Debe ser por los diques, pensó. Ha cambiado el ciclo natural de las estaciones. Y lo que antes era previsible ahora era un espanto.
Sin rumbo fijo, Tadio llegó hasta el primer puesto de una taquería. Eran milicos de montaña. Cuando lo vieron llegar se le cruzaron en el camino: ¿Buenas mijo, qué anda haciendo en estos lugares? Tadio les dijo que bajaba desde el valle. Míren, señaló Tadio, allá arriba donde se ven esas nubes negras llueve a cántaros, y en ese humaderal está mi casa. Quería avisarles que ha muerto mucha gente. Que será difícil encontrar los cuerpos, yo estoy de paso hacia la ciudad.
Los milicos se miraron y uno de ellos, con la típica actitud desaprensiva se prendió un cigarro. A ver mijo, ¿tiene documentación? Le preguntó el más duro. El otro fumaba. Largaba argollitas con el humo del puchito haciéndose el gracioso, el canchero, como todo milico que lleva un arma colgada en su cinturón. Tadio, recordó que en su bolsita negra tenía el cuchillo de trabajo. No tengo nada de documentación y no tengo nombre. Dijo Tadio. Lo único que tenía era mi familia y mi perro, y a todos los perdí. Fue lo último que dijo Tadio.
Los milicos intentaron maniatarlo cuando vieron que su aspecto era de un harapiento. Lleno de barro. Pero, Tadio tenía una furia de años, de siglos. Entonces, a los milicos los sorteó con unas maniobras y sacó de su bolsa negra su cuchillo. Los enfrentó como suele enfrentar a dos botones el compadrito. Y los abrió de par en par. Quedaron tendidos a cielo abierto. Y Tadio emprendió su viaje. Ya era prófugo. Y sería buscado por cielo y tierra. En la más injustas de las injusticias. El cuerpo de caballería de montaña salió con los sables en lo alto. Los carros militares buscaron por los caminos al asesino. La noticia recorrió los periódicos. Y las radios hablaban de él.
"Se busca hombre joven de aspecto facineroso. No responde a ningún nombre."
La taquería.



