Del cigarro, humo bucleando. Negro el café. Espeso. El vapor envolviéndose de ingravidez en una habitación solitaria y fría. Tapiada la casa. El vaho y el humo entreveran sin necesidad de soplo. Debe ser una de las imágenes matinales más bellas que uno puede ver, dijo el alemán, con los ojos casi dados vuelta al todo.
Contempló -extasiado- la asfixia que produce esa beldad: bailarines de humo serpentean, Gaujamelman aguanta la respiración con la cara roja e hinchada como un cerdo. Es brasilero el café negro, cosechado por negros de la sabana iracunda. Y los algodones que cosechan, también negros.
Gaujamelman se llama Jacinto, Jacinto Gaujamelman. De padre adoptivo alemán y de tetas alemanas sin nombre, supo sobrevivir al horror dentro del Horror. Bajo el Horror dominante - Jacinto, "el alemán" (como le decían los españoles de acá a la vuelta)- hay horrores y cadáveres sin testamento.
Adelantaré lo siguiente. Gaujamelman heredó una formidable fortuna. Pero, vivió de tránsito en un psiquiátrico: alucinando cosas, ido, profetizando en círculos como los perros antes de dormir. Habló con ángeles, tropezó con el montaje erigido para la meditación, hecho con cartones y botellas de desecho terrestre. Si bien era el único psiquiátrico en la comarquita, fue elegido por él. En la vasta geografía despojada de humanos quedaron: el psiquiátrico y Gaujamelman; y tres o cuatro familiares aborígenes desperdigados por las dunas.
El barrio único de Los Patricios se ubicaba al fondo del acantilado. Tenían armas y bebidas fuertes. Eran muchos. Dominaban la zona con el olfato y soltaban a sus fieras por las noches; porque por las noches.... todo se iluminaba para Los Patricios.
Iban, detrás de los perros corriendo, a ejercer el noble arte de la cacería.
Del día, no se puede decir mucho. ¿Silencio? ¿Sequedad? No sé. ¿Huesitos partidos en el orondo disco de plata que iluminaba a la poca población? Tampoco sé. A mí me lo contaron de madrugada, por lo cual: sepan disculpar ciegos lectores lo que produce la madrugada en mí, amanuense despertado para que le dicten.
Diré: todos compraban en el mismo almacén, El Ünico, decían llamarle (creyendo que los dos puntitos -diéresis- en la U, lo hacían más germano) Y nada que ver, resultaron chinos. Dos familias chinas venidas de la China Antigua que hablaban no mandarín: dialectos extraños, anteriores al mandarín, un dialecto silencioso y austero de ideogramas, impronunciable por la discapacidad aceleratoria que opera en los demás peregrinos: occidentales e insulares.
Amasaban guita 24 horas con los ojos abiertos, de pie. Ancestralidad híper manija con la moneda. Todos decían conocer al alemán, y, sabían (todos sabían) ¿¡Porqué!?
Pero nadie quiso decir nada.
Cualquier habitante en ciudad ruinosa invadida por error, gobernada ancestralmente por desolación, calla, pero oída.
Una ciudad de ecos y sonidos errantes, de atávicas escuchas. ¿Quién sabe?
Esto coincide con asediar el rato de sueño, los fragmentos de memoria olvidada. Rumiar. Cercándolo, con el cuchillo en punta para reñir con el jabalí, en esas caserías patricias. A Jacinto Gaujamelman lo llevaron desde niño a las expediciones. Aprendió oficio de cazar jabalíes de temprano.
Una tarde, le abrió -un cuerno al ras- todo el cuerpo, de pies a cabeza. Jacinto Gaujamelman fueron dos alemanes por un buen tiempo. "Los Gemelos Gaujamelman", empezaron a decirles. La armoniosa mitad del cuerpo tornaron al alemán en dos mentes cortadas. Claro, se reían de él (¡Y con él!) Porque el alemán, desde niño, pareció disfrutar del cultivo de ese arte.
Fue feliz en esas ensartadas a matar o morir. Entre sotos y jariyales un bicho espantoso lo cuerneó. Los dos alemanes de ahí en más hicieron de las suyas. Considerados incorrectamente tacaños, con la maldición adentro, cada parte del cuerpo discutía su fracción a poner. Cada uno decía "¡la mitad!", y los otros perdían. Cada mitad salía de bolsillos diferentes. Manos diferentes arrugaban billetes en la braja del pantalón de manera diferente. Billetes decapitados por los alemanes entregaban.
Las dos partes alemanas volvieron loco a todo el pueblo, hasta que decidieron pegarlos definitivamente con un plástico adhesivo blanco (Política de Estado) Lo secaron al sol tres días. Como a un muñeco. Y le pusieron ALEMANIA, pero nunca lo nombraron así.
No supo poseer fortuna. Heredero universal de un mundo ruin: palacetes, colecciones de juegos, naipes, cartas astrales de antepasados, tarot de Versalles, bastones y galeras. Medias. Opio a granel. Morfina para anestesiar elefantes. Lingotes de oro y una isla perdida en la Malasya desconocida. De todo, y más. Sin embargo, el alemán Jacinto Gaujamelman prefería el nosocomio helado y solitario. Porque afuera... Temía. Y los pocos que quedaban en el poblado decían saber nada.
Un día le llegó el amor a Gaujamelman (un anuncio) Le llegó por la ventana. Colado amor con la brisa, filtró por los orillos de los ventanales del nosocomio. Una flor negra. Dura por el sol. De carbón. Petrificada para colección de amuletos. De piedra. Con la inscripción en uno de sus pétalos que decía: I Love alemán. Gaujamelman emocionó sus ojos, sus lagrimas enjuagaron la flor negra. Con las lluvias, a pesar de estar clavada contra la pared donde inyectaban al alemán, la flor fue destiñendo. Opaca. Empetrolada.
-Es mi amor en Petrogrado-, decía Gaujamelman, en silencios privados. Hablaba solo. Hablaba raro. Las enfermeras lo enfermaban, y él a ellas. Dejaban el nosocomio por las noches, nurseries, donde el alemán quedaba como único emperador de esa arquitectura infranqueable; él deliraba con capas oscuras, inscripciones y marcas, dibujos angulosos en las cortinas de su habitación dorada y hedionda de perfumes franceses. Llegó una aguja, luego la jeringa. -: Es hora de recogerse, le dijo una voz gravosa. El alemán fue desvaneciendo en su camastro de hospital. Recitaba jarchas antiguas inveteradas, para calmar su dolor mental y apurar el placebo junto al mar.
Hasta que ocurrió lo más siniestro que un pueblo puede registrar en su memoria.
Una noche, Jacinto Gaujamelman miraba el crepúsculo por la rendija. Vio: dos murciélagos colgados de la patas de las ramas de un árbol, con la cabeza abajo, fumando, orondos los dos bichos. -: ¡Conviden! les dijo el alemán. No tenía puchos. Uno de los murciélagos le contestó mal. -: Chupála, trastornado -masticando un chicle- (era el más pija de los dos)
El otro ni mú.
Gaujamelman brotó de furia. Por la rendija les tiraba agujas con un elastiquín. A uno le dio en un ala y cayó de la rama. El otro, logró esquivar y salió volando. Al que quedó en el piso, Guajamelman, le habló. -: Vení, murciélago y la puta que te parió, pásame una seca. Como pudo el bicho se enderezó del piso y tripuló su mareo, posó el pucho en la rendija y Gaujamelman aspiró con fuerza. El pucho le dio en las amígdalas, encendido hasta la mitad alemana. Gaujamelman, ardido a través de sus ojos, tornados naranjas... Por ahogo, no pudo escupirlo. Por dentro el alemán se prendió fuego, y luego por afuera. El cuerpo encendido en llamas de Gaujamelman recorrió el nosocomio, el cual calcinó, y así la terraza con sus carmines de cuero azotado guasquearon látigos de ardor por los alféizares. Los restos de arquitecturas que quedaban (arábigas, sefaradíes, cristiano pagano, y villorrios) ardieron con Gaujamelman. Todo se convirtió en una pampa negra de restos óseos y minerales.
***
Espeluznante. Movimientos primeros de la tierra negra, regurgites: vómito propio, arenoso, negro azabache en las lunas. Movedizas arenas de carne humana y pedazos de objetos petrificándose en el estado del burbujear del alma. Con el día, como si estuviera preparado para un homenaje a la raza extinguida: los cuerpos, las arquitecturas, las bagatelas de las calles ¡Hasta el propio Gaujamelman! volvían a sus formas originarias. De petróleo negro ahora, brillantes a tres instantes. Esfinge Gaujamelman, a posterior; dicen, le llamaron en el futuro.
Peregrinaban cucarachas y jotes. Venerar al alemán, obra de culto en los palacios subterráneos.
"Haber visto a tantos, pero a tantos alemanes (que no eran alemanes, pero parecían alemanes) fritarse en los eneros", rezaba el epitafio.
El problema fue, luego de un reinado bajo la calma (y de la petrificación humana y sus arquitecturas perversas) la reaparición del mar. El oleaje mecía aquella pampa negra. Ahora inundada.
Le llamaron LA ATLANTIDA NEGRA.
Pero nadie, por las dudas, decía nada de abajo. Los nuevos pobladores erigieron sus pagodas y veneraron a sus dioses. Sus mercados y boîtes, porque les gustaba la joda más que laburar, proporcionaban lo que toda estirpe aspiracional necesita, un lento porvenir. Bolichones para la noche, lugarsuchos -taimados- pululaban, por toda la negra tierra.



