Crónicas del subsuelo: La Trampa

Crónicas del subsuelo: La Trampa

Por:Marcelo Padilla

Era verlo para contarlo. Leerlo para creerlo. Y aún cuando el hombre quedara ciego; fue tan solo tocarlo para sentir. Agudizada en este caso la intuición, olfateó para cerciorarse que esa era la persona que iría a conocer -Tenía olor a vino agrio, rancio, vino picado-, y que sería de una manera insólita la guisa en que lo vería. Fue en la grava, y luego en un calabozo de cuatro por cuatro. Dieciséis metros cuadrados nos contenían a ese hombre y a mí. En la oscuridad de una celda y en un catre, reposaba la persona que sería fundamental para que yo pudiera salir de este atolladero. Era don Marcial Quiroga, quien entre bostezos me dijo su nombre y apellido. Y me pidió que me callara porque quería dormir: "no me haga más ruido, hombre", me dijo. Y como en un trabalenguas me levanté descalzo y me até los tamangos, y por las dudas, les hice dos vueltas de cordón para que quedaran firmes y bien aferrados a mis pies.

Era verlo para creer. Dormían. El comisario y don Marcial Quiroga anoche se habían tomado unos tragos demás. Y ahora roncan. Don Marcial Quiroga luego de apuntarme su nombre con cara abotagada cayó en el sueño, de facto. Supongo por la borrachera que se agarró con el comisario Bergesio anoche. Rogelio Nicolás Bergesio alias "el lavandina" se llama por nombre y apellido y alias el comisario de la delegación policial donde nos encontramos alojados. La puerta de la celda no tenía las dos vueltas de llave como de costumbre. Y la llave estaba en el escritorio del comisario Bergesio. Roncaba el comisario desparramado en el sillón pegado a su escritorio, como un animal de la selva africana, bufaba, y sus labios tambaleaban repitiendo el pepe pepe de su respiración. Tenía que salir de la celda y rajar por el portón del fondo que tiene un pasador de hierro atado con alambres, a un viejo candado. La llave del candado está colgada en un clavo de la pared amarilla de la taquería que desde aquí veo. Yo miré la llave de la celda y la llave del candado de modo sigiloso y dudé de la oportunidad que se me hubo de presentar. No, no era cuento, era cierto.

Don Marcial Quiroga ronca como el comisario y son dos rinocerontes a la vez. Con sus reverberancias hacen temblar las cañas del techo de la vieja delegación. Tiritan las latas del portón por ese coro de hipopótamos. A veces don Marcial Quiroga se da vuelta en el camastro y se acomoda hacia el otro lado y veo que le cuelga de la boca, una baba espesa y larga, que se agota hasta llegar al mosaico de la celda.

El comisario dormita. En cualquier momento alguien nuevo entraría a la taquería y sería otro reo o alguien, averiguando el paradero de alguien. Y ese alguien podría ser yo. Sé que por las noches el comisario Bergesio tiene sueño liviano. Lugar, lo que se dice lugar, en la celda no había para más nadie. Es don Marcial Quiroga y yo y el comisario quienes componemos esta trama, y no quiero que nadie más se entrometa en este cuadro de historieta burda. Tengo que apurarme. Si llego a la primera llave, llegaré a la segunda. Pero primero tendré que ver con qué me acerco la primera llave hacia mis manos. Mientras pienso cómo hacer para alcanzar la primera llave, pruebo con agarrar los barrotes. Y los muevo, lentamente de adelante hacia atrás y de atrás hacia adelante.

En ese boludeo algo cede. La puerta de barrotes se abre, y cruje el hierro de los barrotes bajo el silencio de la taquería, produciendo un chillido agudo que retumba. Salgo como salen los gatos en la oscuridad y estoy afuera y el comisario y don Marcial Quiroga siguen durmiendo la mona dentro de la delegación policial. Enfrente de la taquería hay una panadería. Veo en el reloj que son las seis de la mañana y cruzo, a por un pan. Siento el perfume tibio del pan de la mañana. Cruzo la calle. Quedan algunas estrellas en el cielo titilando. Es casi la mañana. Y hace fresco. Corro las cortinas y entro a la panadería.

-Buenos días doña, ¿me vende una barra de pan?

- ¡Cómo no! don Usté, me dijo la señora alcanzándome una barra de pan caliente.

Le pregunto, metiéndome las manos a los bolsillos ¿cuánto es que sale la barra de pan?

-Dos peniques, me dice la doña.

-Tengo cinco peniques, le digo a la señora.

-Deme los cinco peniques y yo le doy tres peniques de vuelto, retrucó.

-Trato hecho, señora. Y le alcancé mis cinco peniques.

-Muchas gracias señor, dijo ella estirando un brazo. Y con una mano me pasó los tres peniques de mi vuelto.

-Hasta la vuelta, le dije.

-¡Que le vaya bien! Dijo la señora.

Y la señora se metió pal fondo de la panadería. Salí a la vereda de la tahona y caminé por una calle larguísima masticando pan. El pan y yo habíamos salido recién del fogón. Me dio risa la coincidencia. Me fui silbando bajo por unas callejuelas de la ciudad haciendo eles y haciendo haches con un pucho entre la comisura de mis labios, tirando el humo entremedio de peatones demorados en la noche por la grapa. Iban hediondos y apestaban todos a alcohol. Quería despistarlos por si alguno de ellos, imitando a un borracho, me estuviera persiguiendo, entonces pensé en caminar. Me lo propuse. Me propuse caminar despacio. Acompasado como un turista que va por una ciudad que desconoce. Sabía que tenía que demorarme y no andar tan apurado para no levantar la perdiz.

Pero me dan ansias de correr desesperadamente hacia cualquier lugar; y me dan ganas de subirme a un trolebús. Pero no puedo. Y sudo. Debo mantener la calma y la postura. La compostura de la situación, depende de mis movimientos y mis tácticas. Es una transición que debo meditar; y a medida siga prendida la antorcha en la ciudad, no debo escapar así. Corriendo, yo mismo me delataría. Fisgoneo vidrieras y veo maniquíes. Me detengo. "Buena escusa para demorarse es una vidriera", pensé. A mis espaldas un hombre de boina negra portando una escopeta se desliza. Debe ser de la Guardia Nacional. Debe de estar por entrar a su trabajo a cumplir con sus funciones. Aguardo a que el hombre de boina negra llegue a la esquina para seguir caminando, y me voy a contramano del viento. Huraño, el viento hace sonar los carteles de los negocios contra el piso. No ha salido ningún parroquiano de su casa. Es un buen momento para huir.

Llego a la loma desde donde veo a todo el pueblo. Estoy en su albanecer. Las luces me guiñan. La antorcha de la ciudad se ha apagado. El chicoteo del viento me da en la cara y vuela mi sombrero de mi cabeza. El sombrero va tumbando por la avenida principal, y dejo que se vuele, ¡qué va, que se vuele! Si dejo de seña un sombrero, espero que quien lo encuentre se lo lleve. Es un sombrero de pana de muy buen vestir, y estoy seguro que a alguien le servirá para ocultar su cabeza. Entonces, que lo agarre quien lo quiera y se lo lleve, no lo pienso ir a buscar. El hecho de estar sin sombrero me da pavura. Y me peino a cada rato con mis dedos mi escasa cabellera, mi cabeza está casi calva. Y por el viento o por los nervios, y el estrés que me provoca esta situación ominosa, me detengo a reflexionar el próximo paso a dar. Estoy sentado en una piedra mirando la ciudad y tengo una hermosísima panorámica de todo el puerto.

Veo un bote con sus remos en la costa, moviéndose en zigzag. Y veo que el bote está atado con una soga gruesa a un poste de madera del malecón. Y me le voy encima y llego, hasta el malecón, y salto la grava y subo y me apuro a desanudar el bote del palo de madera del malecón. En dos o tres horas de remo parejo, llegaré a la costa del pueblo que enfrenta a este pueblo, y ahí sí, seré libre, porque por mar, cuando uno llega a ese lugar, no te piden la documentación. Pero ¡seré libre! El mar está picado. El bote se mece puntiagudo. Para atrás y para adelante y a la derecha y a la izquierda con los remos me deshago de los movimientos que antes hacía con mis brazos. Pero veo que no avanzo, y que no retrocedo, ni siquiera un metro, y siento el mecer de mi existencia en la bravura de ese mar aquilatado. Ya amainará, me suplico, y cierro los ojos y dejo que pase lo que tenga que pasar.

Hago un quedo y un descanso. El bote sigue su deriva. Por el sol que me da en los ojos pierdo la costa de mi vista. De las dos costas me he distanciado tanto que ya no veo a ninguna y no sé si estoy más lejos o más cerca de la primera que de la segunda. ¿Seré libre? Me pregunto en la inmensidad del mar. En la interpretación que el mar hace de mí y de mi bote, yo estoy entre la espada y la pared. Pero de repente, siento, que se mueve algo por debajo del bote, y es como la puja de una punta, como si alguien quisiera entrar por entre las maderas del piso de mi embarcación. Las piedras no flotan. Estoy en el medio del mar; y no sé si es un bicho lo que puja el piso de mi bote. Se sabe que esta es una zona donde avistan tiburones.

En el estruendo no pude ver qué es lo que pasó. De golpe salté del barco, o me caí. El movimiento puntiagudo del bote se desorbitó y por el movimiento de las olas que saltaban, y entre ellas y yo y el bote, terminamos separados. Las olas aumentan de tamaño y hamacan a mi bote hecho trizas. En mi pierna derecha sentí algo brusco, algo así como, un cortamiento en seco de mi ser. Se me heló la sangre. Con la fuerza de mis brazos y en posición horizontal para flotar, me estiré sobre lo ancho en el agua y floté sobre la crestas de las olas; y vi con mis propios ojos impávidos, que me faltaba la pierna derecha. Y que a mi alrededor se ponía el agua roja como en la película Tiburón. La clásica. La que vi de niño en un cine al aire libre. Naufragio. Sangre. Intemperie, soledad. Bucaneros en la fantasía de aquel niño que yo fui y ahora no lo soy y nunca jamás lo seré.

Una pierna menos. No siento nada, debe de ser por el agua helada. Me anestesia. Sigo flotando e intento llegar a mi bote. Los remos ya se han ido y perdidos y desemejados de su condición de yunta, ahora derivan en el mar. El bote tiene una abertura en el piso y ha quedado inútil para navegar. Ahora puedo sostenerme sin tener que flotar haciendo fuerza con mis brazos, mis brazos no dan más, y a mis piernas no las siento. No tengo una pierna. No quiero ni pensar que no tengo una pierna. Muevo las dos para que se me mueva una: la que me queda, la izquierda. Escaneo mi cuerpo mentalmente y no siento mi brazo derecho. Me miro el brazo izquierdo y no me miro el derecho, porque el derecho no se ve. Veo al agua a mi alrededor teñirse de color rojo. Es la sangre de mi brazo. Ahora tengo un solo brazo y una sola pierna. No sé por qué no me desmayo, en medio del mar, y me ahogo de una buena vez. No sé por qué me deja dios sobrevivir así cuando bien podría devorarme un tiburón y morirme yo en el mar, y que se termine esta perversa luna de hiel en mi cabeza. Esta pesadilla.

De pronto estoy anémico y con hipotermia. Pero abrigo una esperanza. La esperanza que da el sol al abrirse entre las nubes, y ver que enfrente, y a pocos metros, está la costa brava. Tengo que llegar a como dé lugar al malecón y pedir auxilio, y que alguien me lleve a un hospital. Y ver si puedo seguir vivo, aunque sea con muletas; y de ser así, tal vez me puedan amputar un brazo y una pierna con adjuntes ortopédicos. Pero primero debo llegar y ver si el deseo y la esperanza se confirman. Estoy helado. Duro. El agua me lleva por el movimiento a favor del viento. El bote me salva como debe haber salvado en los naufragios a aquellos galeones hundidos donde sus tripulantes saltaban al mar nadando hasta la costa brava. Cuanto menos la mayoría de ellos, porque en todo naufragio algunos tienen la dicha de salvarse y otros la desdicha de ahogarse.

Me desmayo. Pierdo toda conciencia y me hallo en el mar flotando con la única mano que me queda. Agarrada con desesperación del borde de mi bote. Los remos ya no están, ya mi brazo fue devorado por un tiburón y mi pierna es una hilacha por las mordeduras de otro anfibio de su especie. Seguramente deberé morir, pero no lo sé. Me hundo con los restos de mi cuerpo. Estoy ahogándome. Auxilio, socorro...Me despierto en una cama de hospital y una enfermera me pone suero por un tubo que cuelga de un soporte de metal, y que por una sonda hincada con una aguja en mi brazo, ese suero llega hasta mi sangre. Oh, no. Estoy entubado. No puedo hablar ni decir quién vive.

-Buenas tardes señor, ¿usted se encuentra bien? Me pregunta la enfermera.

La enfermera tiene cofia y viste un guardapolvo blanco y parece una típica enfermera norteamericana de las películas norteamericanas de la segunda guerra mundial. Yo le digo que no sé, que no siento ni mi pierna ni mi brazo, la izquierda y el derecho. La enfermera me mira y respira hondo. Me dice: "usted ha sido mutilado por un tiburón. No sé qué hacía en el mar sabiendo que esta zona, es de tiburones". Yo le pregunto por la palabra "mutilar", y le digo, que se fije bien si todavía conservo mis extremidades. Ella no se fija, pero ella lo sabe, ella me dice con su temple de enfermera, que ya no tendré jamás ni mi brazo ni mi pierna.

-¿Y si me la amputan por otra, enfermera? Le pregunto.

La enfermera no me dice nada, pero, me pregunta por mi nombre. En sus manos sostiene una carpeta contra su pecho y una lapicera para anotar, se le sale por entre los dedos.

-¿Me dice su nombre, por favor?

-Omar Viñole, señorita. Mi nombre completo es Omar Ismael Viñole.

-Muchas gracias señor Viñole, dice la enfermera. Y se va de la sala, y por el pasillo dobla a la izquierda desapareciendo por completo.