1
Estimado Sr Auguste de la Fontaine. Destripador de argumentos. Fundador del Club de Caballeros del Comité Central de Urbanidad e Higiene. Licenciado en aves de corral. Secretario Adjunto de la UOM Sección 27 del condado de Ugarteche. Docente Adscripto a la Cátedra de fumigaciones y detección de roedores. Multipremiado por las Bodegas Stamford y Sacála del Parral, ambas ubicadas en la zona del Lacio. Tenga a bien considerar estas líneas. Le pido a su señoría medite mi situación. La que pasaré a describir de aquí en adelante. Y espero. Usted, mi alteza, pueda atenderla pronto. Dada la premura que tengo ¡es tremenda! Y sé; porque me lo recomendaron. Una vez, ni bien llegara a la puerta de su oficina. Me dijeron. Concretamente: que elevara una carta por escrito de mi propio puño y letra, "...porque el Sr Auguste de la Fontaine no podrá atenderle en estos momentos". Así me lo dijo un tal Secretario en la puerta de su oficina. "Pero, si usted le escribe una carta", me agregó: "él se la lee y le contesta enseguida". Entonces, heme aquí, estimadísimo Sr. Estoy elevándole esta misiva para solicitarle, Sr Auguste de la Fontaine, ¡provisiones! y una tropa de 50 agentes fortachones, que vengan con buena alimentación desde antes. En lo posible, bien entrenados en el arte de matar a cuchillo. Necesito además, y ahora, para ser más específico: un saco de yerba de 50 kilos y mermeladas varias, pan casero, con cáscara dura, para que aguante más, ¡30 kilos si es posible! y que cada agente del pelotón que me envíe, si es que me lo envía, haya tenido al menos dos batallas en su haber, en las que se haya enfrentado cuerpo a cuerpo. Y que cada uno de ellos y en su conciencia, cargue cuanto menos con la muerte de dos tipos, sea por los puntazos o por el susto, sea cual fuere la causa de muerte, y que a los espichados tenga anotados como trofeos de guerra en algún cuaderno donde lo pueda demostrar, con el nombre y apellido del occiso.
2
La carta es larguísima. No voy a reproducir todo su contenido. Es un listado insoportable de cosas y delirios. ¿Quién carajo le va a dar bola a un enfermo mental así? Como Secretario Privado del Sr Auguste de la Fontaine debo contestar la carta que mandó este imbécil. Porque el Sr Auguste no me perdonaría, si yo le hiciese perder el tiempo, leyéndole esta locura, y a sus oídos. No resistiría y me echaría del trabajo, el único que tengo. No obstante, luego de leer yo mismo la misiva, decidí. Me acerqué por la noche a la casa del Sr Auguste de la Fontaine con el fin de resumirle el pedido del diletante. De contarle, en síntesis, qué pedía ese hombre que no firmaba la carta. Había dejado una dirección, y eso me hizo preocupar de que se tratase de una señal, tal vez privada, en clave secreta, y que debía de saber y estar al tanto del tema el Sr Auguste de la Fontaine. Por las dudas, me dije, lo iré a ver esta misma noche. Llegué al pórtico de su mansión en Harolds Street. La noche estaba pálida. Arriba el farolito del porche, hacía pestañeos por dentro, como si tuviera problemas con el kerosene. Pensé también en el viento, que quizá... La luz serpenteaba jugando entre las estrías de las llamas. Hice dos clac clac en la madera. Esperé unos minutos. Sentí unos pasos del otro lado de la puerta. Sé que se toma su tiempo para atender. Pero, confío. Él sabe que soy yo el de los dos golpecitos. Así me dijo que lo hiciera siempre que lo visitara de improvisto, esperé. Mientras la puerta se abría lentamente, un chillido discurrió entre nosotros. La puerta necesitaba, tal vez, algo de aceite en su picaporte, y en sus bandas de acero, que unidas en el claquear de la noche se aflojaron con la deshinchazón de la madera, tal vez a ellas les faltase aceite también. El Sr Auguste de la Fontaine abrió el pórtico y asomó la cabeza. La sacó como un ganso. Su cogote largo y grácil le movió la testa, y me miró ladeando su cabeza, loca. Sus ojos estaban muy rojos. Me pareció que el Sr Auguste había pasado un mal día. No quise referirme al tema, no le dije nada de su aspecto, por respeto, me quedé callado. El Sr Auguste puso cara de opa cuando le dije a lo que venía. "Venga, pase", dijo un Lafonteine desganado. Y luego de embuchar un trago de vino tinto de su última copa, y con la paciencia de un beodo a punto del abismo, me dijo, que contestara la carta yo. "Lo que se le ocurra. Cualquier cosa que le diga a ese imbécil le va a venir bien. Usted escríbale lo que le parezca, usted es mi secretario y quiero que le diga algo a este hombre de una buena vez, y sacármelo de encima. ¡Invente! No voy a perder el tiempo en pensar estupideces, sr secretario, y más a estas horas de la noche cuando estoy por tirarme en mis aposentos".
3
Me fui. Y por la noche, caminé. Desde la casa del Sr Auguste de la Fontaine a la plaza principal del pueblo. Y, para despejarme la preocupación, se me ocurrió pasar por la pulpería de don Horacio Mancifesta. Quería tomar una grapa. De parado nomás. En la barra, y luego sí; irme a descansar a mi posada. Entré finalmente al salón de la pulpería que hace esquina en Harlods Street y Susana Traverso. Caras extrañas. Veo, por ejemplo, a un hombre con aires de polaco. Está en la punta del salón. En una mesa redonda, con seis mujeres sentadas en su falda. El hombre es una bestia y toma grapa de la botella. Y le pasa de su boca a las bocas de las chicas. ¡Chorritos de grapa de su pico! La imagen es espeluznante. Parece un animal ¡Es un animal! El del pueblo. Una muestra bicéfala. Mitad perro mitad puerco. Su cara desvaría entre los rostros que habitan la pulpería; pero es el mismo rostro, el todo y el uno, y al mirarlo fijamente se me hacía irreconocible al punto de no poder retener su apariencia. Cuando uno sabe lo que va a ocurrir, o lo presiente, debe ajustarse a los protocolos, y a las normas. No puedo actuar como yo quisiera actuar. El límite me lo marca la situación colectiva. Digo, situación colectiva, porque si ese polaco hubiera estado solo, cosas distintas estaríamos hablando. Ando armado. Por cualquier malentendido.
4
En la casa de Doña Coca se cura el empacho. He regresado. Parece que está todo igual como lo dejé hace cincuenta años. Desde que me fui. Me refiero a mi barrio. Entonces me veo a mi mismo entrar a la casa de Doña Coca. Sabiendo yo en mí conciencia que vengo de la mansión del Sr Auguste de la Fontaine. Pero, mi cuerpo es el un niño y mi conciencia es la de un viejo. Lo sé todo; y es re loco, tan de pigmeo, saberlo. Sé lo que va a hacer Doña Coca. Yo estoy en su casa, en pausa. En vivo y en directo, pero en pausa. A mí nadie me da play. Adivina adivinador. Ese repetir constante pa sus adentros en su respiración, cuando Doña Coca me hace la curación de la ojeadura: extiende con su mano derecha la corbata desde su teta izquierda y me la llega hasta mi pecho con la otra mano. Doña Coca reza pa adentro. No se escucha lo que dice. Invoca. Frases. Que se va tragando a medida del soplo. ¡No sé cómo lo hace Doña Coca! Pero, que lo hace profesional, es indudable. Yo tengo que contestarle a ese imbécil. Pero estoy en pausa en la casa de la señora de enfrente de la mía, mi casa de la infancia. A todos los niños empachados del barrio nos mandan a Doña Coca ¡Uy no, otra vez, de nuevo, han pasado 50 años! Doña Coca tiene un pañuelo de colores que cubre toda su melena. Es de seda el pañuelo, entre verde y un color dorado, como de oro. Se ve una mujer grande, pero no tiene una sola arruga. No puedo adivinar su edad. Su hijo, el gustavito, es un zángano hijo de mil putas. Por ser el hijo de la bruja del barrio, el pendejo de mierda se cree el más poronga. Pero, lo sé. Con el dani y su hermano el guillermo, queremos cagarlo a trompadas. Hace días. Y si es posible - también lo sé- ¡Achurarlo entre los tres! "Te vamos a achurar cabrón", le gritó el dani, de vereda a vereda. El gustavito estaba en la vereda de enfrente, y nosotros en la que da al sifón de la esquina. En diagonal. Me veo alzar una piedra del suelo ¿se entiende lo que digo? ¡Yo, me veo a mi mismo alzando una piedra del suelo! ¿Estoy desdoblado? A la conciencia la tiene el que ve; y yo me veo, alzando una piedra del suelo ¿se entiende lo que digo? Bueno, en fin. Alcé la piedra y se la tiré. La piedra viajó por el cielo; y por arriba de la polvareda. Y no pude ver nítidamente si le había pegado al cretino. Le salpicaban los peñascazos en la vereda, y fueron a dar al mármol de la entrada de su casa. Pero yo lo hacía para que el muy cabrón sepa, que se la teníamos jurada. ¿Podes creer dani? Nos dijo que nuestras madres son todas putas ¡dani! A mí no me da nadie play. Estoy en pausa. El dani no me contesta, y el gustavito no me tiene en cuenta. Soy un hombre viejo ¿y además invisible? "Tu mamá es mi novia" me dijo un día, hace mucho, hace más de 50 años. Y yo me puse rojo de bronca. Y el dani en aquella oportunidad le gritó: "¡Si te agarramos te achuramos! ¡Te vamos a achurar entre los tres!" Le repetía el dani al gustavito de una vereda a la otra. Pero ahora estoy frente a frente con él y no me ve. La calle sigue siendo una calle polvorienta. Pasan las camionetas y no se ve nada. Por el polvo que levantan. Lo puteamos, de vereda a vereda. Al gustavito, tras las nubes de tierra que levantan los caballos y las bicicletas, le tiramos piedras, y también le tiramos cascotes. Hay viento. Se levanta un zonda. Y se hacen remolinos grandes y redondos. Silba ese viento en la siesta, que es ondulada y cálida. Los duendes andan a la deriva. Borrachos y torpes zanganeando por la cuadra. Mi abuela se asoma por la ventana y me grita, que "dentre pa la casa, porque se largó el viento zonda. Venga mijito, que van salir los duendes de la siesta". Eso me intimida. En la siesta el miedo es más grande que en la noche. Nos juntamos con los de la villa a mirar el cielo, contar estrellas. No tenemos miedo. La siesta es la que da miedo. Los duendes. Doña Coca, que es una buena señora, que por esas cosas de la vida tuvo un cáncer en las tetas, y le tuvieron que cortar una. Se sabe poner Doña Coca una bolsa en la teta que le falta. Me dijo el dani que la vio, una vez, por la ventana. Y que estaba desnuda. Y que le faltaba la teta izquierda. El dani le hacía burla al gustavito, por eso. Por la ausencia de la teta de su madre. "A tu vieja de tanto chuparle las tetas la dejé con una sola". Le dijo el dani al gustavito. ¡Oh! ¡Cómo se puso el gustavito cuando el dani se lo dijo! Es grandote el hijo de Doña Coca, grandote como jugador de básquet. Medio atolondrado, sí. Pero, debe de pegar fuerte ese jetón. Por eso es que el guillermo, hermano mayor del dani, le quiere ir a pegar solo. Mano a mano. "Vos y yo solos", le dijo el guillermo al gustavito. Y se me heló la sangre.
5
Salí definitivamente de la pulpería de don Horacio Mancifesta. El hombre polaco seguía allí, con sus chicas. La música era alta a esas horas de la noche y se filtraba hacia el exterior, y yo, ya en el exterior de la pulpería, a las pocas cuadras de caminar, la seguí escuchando. Tengo que volverme a la posada para contestarle apenas llegue a ese imbécil. No quiero levantarme mañana con el peso de tener que redactarle lo que me pidió el Sr Auguste de la Fontaine. Si lo hago ahora, antes de dormir, me lo sacaré de encima, y sólo me quedará mandarle la carta con el chasqui, al medio día. En este pueblo se conservan los chasquis, y es mejor que así sea, porque lo que dicen que se viene, adelantos en el progreso de las grafías, en la distribución de las cartas, me da a mí cierta sospecha. Prefiero lo seguro. Tendré que ubicarlo mañana temprano a Marion, el chasqui del pueblo, con el que sabe trabajar el Sr Auguste de la Fontaine. A las cuadras de salir del bolichón apestoso me sentí algo mareado. Debo dejar de beber. Debo cambiar mis hábitos. No sé si estoy paranoico. Pero ese hombre con aires de polaco me dejó una mala espina. No quiero imaginar que es a ese hombre a quien yo le tenga que contestar la carta infame. Pero lo haré, pensando que tal vez él lo sea. Que sea la persona que le escribió al Sr Auguste de la Fontaine pidiéndole lo que cualquiera entendería: hacer una guerra. Y debo ser cauteloso con lo que le conteste. Pero al llegar a la posada que yo creí haber llegado, en la puerta de la misma estaba ella, Doña Coca, con la corbata lista para curarme el empacho.
¡Oh no!, otra vez.



