Crónicas del subsuelo: Indios

Crónicas del subsuelo: Indios

Por:Marcelo Padilla

Retengo una imagen de la infancia que hoy al evocarla me ha colmado de emoción. En los viejos carnavales que solíamos participar de niños. Allá en el pueblo vaporoso donde las siestas mantenían su misterio. Las siestas y las noches bajo los días del carnaval que hurtamos en el pliego de la niñez y tornábamos plenas de disfrute. Cuando no escaseaban los buenos disfraces con que nos vestían las abuelas y las madres para jugar. Recuerdo cuando una de esas noches salí a la calle a buscar a mis amigos y yo iba vestido de indio con la cara pintada de rojo y unos jeroglíficos dibujados a las apuradas yo tenía en la frente. Y sumo a tal evocación, a las aventuras en los montículos de tierra cuando yo me descolgaba saltando de una rama para atrapar al explorador.

Cierta vez le puse el cuchillo sobre el cuello a uno de mis enemigos, y le dije que era hombre muerto. Recuerdo que ser indio me daba la noción de heroicidad que yo sentía en mi corazón. Me gustaba ser indio y no tener las armas de la pólvora y hacerme tan solo de un hacha y un cuchillo para emprender mi gran venganza contra el invasor. También fui pirata en Sandokán. Y luché contra Los tigres de la malasia que luego disfruté en la lectura de las obras de Emilio Salgari. El mundo, era como la imaginación ordenaba.

¡Te maté indio malo! Me dijo un vecinito disparando su escopeta contra mi pecho. Me habían dado. Y empecé a sangrar. Estuve tirado bajo el paraíso boca arriba unas horas esperando auxilio de otros indios que nunca aparecieron. Y yo me quise levantar. Pero, me recordaron que estaba muerto. Había caído en una batalla de la cual no había participado. Y que mi asesino, un cowboy de ocho años, había montado como escena para mostrarle a los demás y sentirse el héroe de la noche. "Estás muerto y no te podés levantar", me dijo. Y decidí cerrar los ojos y decidí morir como mueren los valientes.

Y me quedé morido con los sentidos taponados, y luego para tapar el sol que me daba en la cara me dejé una mano sobre los ojos. Yo seguía sangrando. Había perdido la batalla, una de las tantas que me tocaría en la vida. Estábamos ensayando para la vida desde la espectacularidad de la misma muerte. Suerte que tengo los dedos de la mano derecha y los de la izquierda para guitarrear. Están todos de diez, los diez. Sin embargo, dicha evocación, que además de emocionarme colma los mejores momentos de mi imaginación en el trayecto repentino que la añoranza trae, me vi nuevamente en una situación particular. Nunca imaginé que iría a tratar con indios verdaderos.

Los avisté por comentarios de un tal Hernán Chimillco. Un joven peruano que trabajaba de taxi acuático con su bote a las orillas del Nanay. Trasladaba personas de una favela a otra. Pero hubo un día que navegábamos por el amazonas. Por el centro del río más grande de esta parte del planeta; y me sorprendió que a nuestros costados pasaran a toda velocidad unos grandísimos troncos desprendidos de la tierra como si nada. Hernán los esquivaba con su experiencia. Y conversamos sobre la naturaleza del viaje en ese viaje. Y en el traslado conversamos, sobre la naturaleza del traslado. Cuando dijo Hernán Chimillco que más adentro había repartidas por toda la selva y ocultas distintas etnias con diferentes historias en la jungla ¡Tribus! Sentí un escozor. Pero lo que llamó mi atención de su relato fue cuando me contó sobre los yaguas: la etnia menos poblada en su fase última de extinción.

Pero fue Antonio Mayuni quien me contó más especificidades sobre la tribu yagua. Pues había otras, más numerosas, como la tribu de los boras. Estábamos viajando con Antonio Mayuni hacia la comunidad nativa a menos de veinticuatro horas de haber hablado del tema con Hernán; porque me contacté inmediatamente con Antonio Mayuni ni bien llegué por la noche del viaje con el bote taxi. Y quedamos a las siete de la mañana con Antonio en juntarnos en el puertito del Nanay para salir por el afluente norte, e ir a visitar a los yaguas. Y aquí estamos en el bote con Antonio a varias horas del puertito del Nanay, simplemente, navegando. En esos días yo andaba por el malecón. De fiado. Había de venir yo de dar unas vueltas por la zona antigua de la ciudad de Iquitos. Me había ido en un mosquito -esas motitos ruidosas que se usan allí para el transporte urbano - bien entrado el amanecer, a recorrer el mercado del puerto, que queda antes de llegar a la ciudad capital de la provincia de Loreto. A las siete de la mañana el mercado de Belén y de Maynas ya está abierto de par en par.

Salí de mi habitación y abrí la puerta de atrás de la casona donde me alojaba y me tiré en la piscina del fondo que da a los cristales empavonados. Todas las mañanas cuando me levantaba me tiraba en la piscina de ese patio frondoso. Con solo abrir la puerta de mi habitación que da hacia el patio, y a tan solo cinco metros, yo tenía la piscina solita y sola para mí. El canto ensordado de los bichos y los pájaros y el gruñir de los monitos sueltos saltando de árbol en árbol, tejían una música en unos tonos agudos y chirriantes, y otros, con un tono inmaculadamente macumbé, que en su caos conformaban algo que no debe saberse muy bien cómo nombrarse, pero que imitaban una melodía, la melodía de los bichos. Y en ese mundo maravilloso y prácticamente increíble e inenarrable para el ser humano, que me tuvo a mí de testigo de ciertas situaciones, y de amenas pasiones que surgieron en mí a medida ingresaba en la selva; el todo, era tan cierto como la misma nada.

Meterse a la piscina a las seis de la mañana constituyó para mí una disciplina de placer; para apreciar limpio, y con el oxígeno nuevo, y con los ojos despiertos, y con el olfato pudoroso, el odorama de toda esa jungla milenaria. Antonio Mayuni me advirtió de muchas cosas que podrían pasar en el viaje de improvisto, pero, que no me preocupara me dijo, mientras él miraba a las nubes como si me estuviera contando lo que interpretaba, dándome confianza en el viaje. Íbamos los dos solos por un brazo abierto de un río tan viejo que no se sabe desde cuándo. Entonces le pregunté a Antonio si podía tirarme a nadar, mientras, hacíamos un parate frente a las columnas de las plantas altas.

-Hay que dejar pasar esos bultos- Respondió solemne, y no repregunté por el tema.

Rotundamente me dijo que no. Habló Antonio Mayuni de anacondas en el fondo del río que saben aparecer a tragarse al humano como a otros anfibios. Es manso el Nanay, sí. Y lento se hace el viaje. A la vez uno se pierde en el zumbido. Y a los primeros minutos de entrar por el afluente. Es otra la dimensión del tiempo y de las cosas. Uno se pierde en el lapso del Nanay. Es un viaje despacioso y vigilante. Suave por el Nanay. Pidiéndole permiso al río por estar navegándolo.

El bote sabía de lo celoso del río. Antonio Mayuni no dijo nada cuando llegamos a la orilla de la maloca. Se veían desde lejos los contornos de sus cuerpos, desnudamente vestidos de símbolos rojos y anaranjados. Al bajarnos del bote ellos estaban de pie, los indios. Desde la urna de la tierra y debajo de su maloca salieron una treintena de yaguas de todas las edades. De ancianos a niños ataviados por la misma falda de juncos y penachos. Rojos y verdes. Me di vuelta atrás y el río soportaba el bote, y Antonio ya se saludaba con caciques y mantelonis.

Antonio Mayuni, conocido por ellos, sabía llevarles gente forastera para que les compren artesanías que ellos hacían con sus manos: arquitos y flechitas. Calaveras y diablitos. Papagayos. El cacique se apartó del grupo y se acercó y me explicó algo incomprensible en un idioma impenetrable. Pero Antonio Mayuni me lo traducía. Y lo que decía el cacique no era tan difícil de comprender. Yo lo escuché atentamente. El cacique me estaba dando su soflama de bienvenida y en su discurso le hablaba al extranjero y al ocupante, pero, todo lo que decía el cacique, lo decía de buen modo. Luego me empezaron a pintar la cara y los brazos, con una especie de fruto rojo.

El cacique de la tribu me invitó a entrar en la maloca. Estaban las mujeres echadas en las hamacas con sus tetas colgando. En cueros. A las parturientas sus niños les colgaban de los pezones mientras otras mujeres deliraban bajo los efectos de un destilado alucinógeno. Eran muchos. Imaginé que a los niños chicos que ya serpeaban por la grava y el barro, o que se erguían en dos patas y caminaban, se los metía por precaución a esas jaulas de barrotes de madera. De esa manera, pensé, nadie tendría que andar cuidando no se le escapara gateando hasta el Nanay, y en silencio, se les ahogaran los niños indios. La tribu de los yaguas es la menos poblada de toda la amazonia y no pude averiguar el porqué de su extinción.

Grande fue mi sorpresa cuando vi que me llevaban cinco yaguas colgando sobre un palo, atado de pies y de manos. Me fueron escoltando hasta el rincón de la maloca donde se hacía el destilado. Las mujeres viejas escupían sobre el amasado y así seguían amasando hasta dejar el filtro de un licor en un cuenco. Del que me hicieron tomar. Cuestión que perdí todo orden occidental del horizonte y me encontré disoluto caminando sobre la grava alejado ya de la maloca, selva adentro. Me llevaban como llevaron a los exploradores a la olla hirviente. Me iban a cocinar y me iban a comer. Y en mi estado patético de exaltación entregué cuerpo y alma para ser devorado.

La particularidad de esta selva es que aquí no hay cementerio ni camposanto. ¿Dónde se entierren los huesos de los muertos? Delirios de fiebre caníbal. Recordé al maestro sublime ibn arabi cuando se fue a vivir a los cementerios de Damasco y pensé en esa libertad de estar en el sitio donde ya nadie es dueño de nada ni de nadie. Aquí, es la boca de algo la que se traga al distraído. Y antes de que me cocinaran se me apareció la imagen de cuando yo era niño, tirado al piso boca arriba tapándome la cara con la mano. Claro que si, estaba muerto una vez más.