Ocurrió de golpe en un arrebato en plena calle. Era la noche una boca honda y la calle un brazo negro. Y su lengua una boa. Bajo un temblor perenne hubo tensión en sus miradas. Estaba contra la pared. De espaldas a la pared. Su envés empujaba la casa de los Bulnes. La lengua deshilachada de la calle sangraba por las cunetas el oriol de manficerra. Y en ese hedor burbujeante las caleidas y los bozos crecían y crecían en el jardín. Todo crece en el fastuoso jardín. Al punto que da miedo cómo todo crece en el jardín de la casona pegada a los Bulnes.
De una mañana a la otra la humedad y la lluvia. En la siena pisó tirria mojada. Y resbalosa de barro aguachento cedió, como ceden los caballeros elegantes. En la boca de ella un párvulo brillante hurgueteó y vio que anegaba, verdoso por la comisura de sus labios, un sentimiento trémulo y opaco. Gris mudo. Señalético de algo que no sabe ni ella ni él hasta el momento.
Aprieta en su rechinar su boca y dentro de su boca con mucha fuerza sus dientes. Vez que se aflojó era el yermo y el yerto juntos, adosado a la casa de los Bulnes, donde van a tejer las arañas. En los rincones donde no esperamos metan la mano, al fondo del arco, en el ángulo inferior izquierdo. De su boca palanqueó, barrenando sus dientes, con su lengua atada a la suya.
La lengua de la calle ahora son brazos que pasan nadando a favor de la corriente. Y él por prevención se aferró a unos hierros de una ventana antigua. Antiquísima era la ventana. Por vieja se nota labrada a mano con herramientas de otros tiempos. El agua le arrastra de los pies y le lleva sus zapatos. Los ve irse por la corriente que baja del alto del barrio. Los pierde y no hay luz. No hay más que tensa calma. Como si fuera a ocurrir una catástrofe, un animal rompe el silencio con su canto. Está agazapado y descalzo en un mar de escarlatina.
Explotan los artefactos lumínicos en la pradera, y en la plaza, parece, por lo que se escucha, hay yunta e bueyes y pelo e concha tironeando. Se escuchan los gritos de miles de parroquianos a lo lejos. Pero, aquí en el jardín, el ulular de los grillos ha hecho que los niños y embarazadas se acurruquen en sus camas. Él cocina cocinado entre la metáfora y lo sagrado de H. A. Murena, cantando las 40 del tango y de Ezequiel Martínez Estrada.
Y dice tengo la boca desecha de tanto salivar. Paspada. Hinchada. Me arde toda la trompa de la humedá. Y hasta el interior de la nariz y hasta en los elementos invisibles que en su cavidad descansan, al ritmo del corazón de otro, que no soy yo, intento. Agarro con mi mano derecha su palanca, su brazo. El viento cede. La noche calma. La lluvia muda. La calle es un río malevo que traiciona al que lo cruza.
Pido de rodillas al cielo en la noche piedad por los mendigos de las calles. Rezo lo que no sé de la novena sinfonía. Me salen cantos que no dicto. Grito lo que no quiero y me escucho con asombro. No manejo ya la motricidad de mi cuerpo como antes, ni tampoco el desvarío de mi lengua saltarina. De la calle se me vienen unos brazos tiritando. Se introducen por mi tráquea. Zangolotean mis vísceras. No, es no. Sí, es tal vez. Ya, es mañana. Ayer, debió haberse preanunciado.
El futuro se apaga si pienso en la edad de la tormenta, y se apaga si pienso en el tiempo que le falta a que se seque este acuario donde vivo sumergido. Me decido por decir algo y lo hago. Bajo por la cuadra hasta la esquina a agüaitar el chaparrón. Me han dicho andá a la esquina a ver si llueve. Tirito frente a los Bulnes. Paso caminando por su puerta. Los veo por la ventana comiendo pollo frito. Como de costumbre los Bulnes, mañana tarde y noche se alimentan con pollos de su granja, pollos que se crían en el fondo de su casa. Pía el hijo menor de los Bulnes, y yo entro en duda si los pollos anteriores no fueron otros críos suyos al espiedo. ¿Cuántos hijos tendrán los Bulnes, y cuántos se habrán comido en familia?
Como verán, el espanto es superlativo.
Los niños son muy pequeños. Pero son niños, pero son humanos, ¡pero cómo entonces! ¿en este barrio se comen a los niños? Pregunto, al llegar a la esquina a ver si llueve. Y no llueve. Encuentro que hay un charco, y en el charco el reflejo de ella. Me deshace su reflejo distorcionado por el agua. Puedo escribir los versos más lunfas esta noche. Hubo llovido más temprano. Lo digo por el testimonio. El charco robado por el aire y en su evaporación el reflejo de ella que se va con el calor. El calor es densísimo pero no derrite. Mantenemos la digna postura de los pobres en la tempestad. Uno lejos del otro, como tocándonos.
Me esfumo por un atajo. Pierdo tiempo en la casa de los Bulnes. Descubro ha desaparecido mi propia sombra al caminar. Una revelación me lleva tras esos autos que me alumbran. Y esta vez no es la policía por suerte. Pegaditos con las sirenas llegan como reyes, y la gente asoma sus cabezas. Corren en puntapiés, sigilosamente hablando, las cortinas. No quieren los vecinos que los vean. Tienen miedo y tienen pánico. No quieren arriesgar nada ante la presencia de los reyes.
La basura baja con la tracción de la inundación. También bajan gomas de tractor con gente adentro. Como pompas de jabón van los inmigrantes. Por los techos han trepado dos grupos de élite con los colores del club, bien pertrechados. Supongo buscan gente. Están armados y en la cabeza llevan una media negra que se anonimia en el celeste. Y en el ojo, cada uno tiene un parche.
No quiero arriesgar. No los desafío. Me acuerdo de la escopeta del placar. Entro a buscarla en los cajones donde tengo los balines. Quiero salir a enfrentarlos ahora. Tengo ansia e guapear. Pero siento asco del Gancia y vomito el agua. Derrocho por la boca lo que celo con el ojo del culo. Me despierto en el piso. Me miro al espejo del baño y en el espejo está ella con su lengua burlándose. No para de reírse a carcajadas. Yo acaricio el espejo de su pelo. Mi rostro es irreconocible. Pienso en el método de Morel y guardo su imagen en un archivo.
Oh Faustine ¿Otra vez Faustine?
La eterna. Con su pañuelo a lunares sentada sobre la piedra frente al mar. Oh Faustine, oh amada mía otra vez te has hecho presente. Aunque no me veas ni me escuches aquí tengo el jardincito que hice para los dos. Se ha ido el personal y ha desaparecido Morel y los suyos. Como refugiado no puedo dejar de agradecer haberte descubierto. Aunque sea de esta forma tan poco inmanente me siento al lado tuyo en la roca y miro con tus ojos el mar bravío.
Sin darme cuenta en qué momento abrí la canilla salgo mojado de la casona. Entro superdotado y me pierdo en el fragmento de esa tarde. Por la ventaba me acercan un mate y yo lo acepto. Es un brazo con una mano peluda y gaucha que lo trae. Lo chupo y lo trago. Sabe a buena yerba. No hay nada de qué preocuparse.
El jardín ha crecido. Y es un disparate para el poco tiempo que llevo en esta embarcación. Las raíces han tomado el patio trasero de la quilla, y se alza lenta, una muralla verde de plantas salvajes aparentemente innombrables. No hace falta ni salir de este embriagador encierro. Del techo de la embarcación bajan albañiles con horquetas. Suena una música selvática de cumbia de tombos. Arreglan y limpian, prenden sus taladros. Es infernal lo que hacen, pero termina haciéndome bien. Es doloroso pero se aguanta, es encantador y tan solo por eso se justifica todo lo que me pasa en esta maldita vida.
Me acurruco de fiebre en su cama. No quiero que me vea nadie desaparecer. Pero en su cama hay una persona. Supongo durmiendo. Muerta no está. Muerta se fue. El sujeto onírico despide alcohol. Tiene nariz de payaso rancio y me acuerdo haberle visto en el carnaval la noche pasada. Es el mismo tipo que vi con fuego en su cabeza. En el carnaval, en la plaza y en la traza, iba y venía el elastiquín, de una morada a otra. Galgueando su desgracia agachó su cuerpo al ver una bolsa de basura. Y de la bolsa vio a un bebé de un kilo y medio que a los gritos le decía: "¡papá papá, te estaba esperando, alzáme salame!"
El galguiento sorprendido lo desconoce y le discute "¿de dónde dice usted, cosita mía tan bonita del papá, si yo no he tenido hijos por la calle?". Pero el bebé le replica enojado. Y le dice que ya es grande para ser tan imbécil. Que con esa barba da lastima... Que ya se hizo el imbécil más que suficiente estas semanas... Que si no le grita al verle lo podrían haber tirado en un tacho de basura aprovechando el carnaval. Lleno de payasos, llenos de niños que me pisan dijo el bebé.
Una situación muy compleja es la que en esta parte del relato vive el galguiento elastiquín. El mismo que dormita en la cama de ella destilando un sucio gas. Entonces opté por el piso. Repté a otra habitación y me acovaché unas sabanas viejas. Hice resbalar mi cuerpo sudoroso por las baldosas hasta divisar el colchón. Hice de todo. Qué no hice. Si yo contara lo que no hice y pude haber hecho, lo que haría entonces.
"Me corto las uñas y vuelvo", dijo el galguiento, esquivando la situación. Y acotó: "Es que las tengo largas y no te quiero lastimar si te levanto, cosita mía del papá".
A mí, ya me parece un imbécil el personaje. No sé a ustedes.
***
¡Qué feliz me hace hundirme en estas situaciones!
No he mirado qué exhibe la televisión. Ni mucho menos los diarios provinciales y nacionales. De la radio ya ni me acuerdo de las voces. No sé lo que pasa afuera de la cuadra. No sé qué pasa en esta ciudad. Estoy a punto de morir de sed. Pero ella no tiene carga y yo la enchufo en el antebaño. Le pregunto si no tiene otra cara que no sea de burla. Me dice que sí y pone cara de gato y luego de perro, y a las cinco de la mañana de cerdo.
Me dijo "besáme besáme besáme, da la vuelta y besáme".
¿Besáme y da la vuelta? Pregunté como un idiota.
Yo no como carne y por desgracia hace media hora acabo de hacerme vegetariano. Pero en mi dudar en el espejo veo salir una lengua de chancho. Me lengüetea y me babea. "Ay mi chanchita, mi chanchita" le digo alborozado por el cariño. Me aguanto la hediondez porque al amor no se le pone cara de asco. Estoy en un cuadro depresivo. Me veo en el cuadro depresivo y no me veo tan mal representado. Es estoico y está pintado al oleo en tonos sepia.
-¡Ey! ¿Te gusta tu retrato?, me preguntan por la espalda.
Al darme vuelta no veo a nadie. Me asusto. Sin embargo no pierdo la calma.
Las calles anegadas me han aislado de la cuadra y los Bulnes comen con las manos pollo frito de uno de sus críos. No sé si es a uno de sus críos que se están comiendo. Los Bulnes son buenos vecinos y nadie dudaría del señor Bulnes y de la señora de Bulnes. Debo ser yo el que imagina todo esto y sospecha, y duda, y no se anima, y tiene pánico de decirle todo lo que le quiere decir a ella en el antebaño. Pero elige hablar de los Bulnes y no ser urgente con el tema y cambiar de objeto de conversación. No le dice nada, solo muecas. Con las muecas se hacen entender.
Me duele muchísimo la cabeza. Meto el cuerpo en la ducha fría. Me quedo un rato largo con los ojos apretados. Pero es peor. El mareo se torna inmanejable y me apoyo en los azulejos y con las manos firmes rasqueteo, con las uñas, de los nervios, las junturas de los azulejos caídos. Escarbo y escarbo. Quedo con uno de los garzos en la mano. Ciego de no ver meto mis dedos por el agujero hondo, y siento un vacío como el del hueco de un ascensor para el cadalso.
***
Me enjuago los ojos y me limpio las bolas con el jabón de tocador.
¿Filosofía en el tocador?
Llega Justine. Viene corriendo de otros conventos. Ella siente cosas que le da vergüenza sentir. Ella se toca en los conventos y no aguanta más a la madre superiora. Porque la máxima autoridad se toca delante de las novicias en su asiento, delante de ellas cuando las instruye con el señor de los placeres. Justine llega pidiendo auxilio. Y atrás de ella de túnica va Mamá Antula, la santa. En una pileta Justine está en bombachas. En un club de verano para ella. La santa reciente se resiente. No mantrea ni realiza ejercicios espirituales, esos que la llevaron a lo sacro. Se saca los hábitos y deja al desnudo su pasado religioso. Al menos por un rato. Supongo cuando se baña en la ducha una novicia deja de ser novicia, y por eso es que se encuentra con el diablo en la ducha. Su destino en el bajo vientre es pura delicia a escondidas.
La nueva santa por no saber nadar y creer pandita la situación se ahoga y no flota. Los santos no flotan. Pesan por yeso y el tamaño. Se hunde. Un relámpago de rescatistas aparece como un malón. Doscientos santiagueños se tiran a salvarla a la piscina. Nuestra última santa dicen ¡Justine, Justine, ven a mí! Gime Mamá Antula, pálida y febril y casi ahogada pero recuperada por el equipo de primeros auxilios santiagueños. Gente preparada para estos casos mire vea.
"Ven a mí que he resucitado" se escucha en los pasillos.
Justine tiene un fernet cabezón en la mano y está de maravillas tomando sol con las piernas abiertas. No me vengan con el cuento de la santa dicen que dijo luego de pegarse un saque. Justine tiene hambre y pide una muza con anchoas... y a otra cosa mariposa. Tiene además de hambre, cincuenta chongos esperándola. Justine la pasa más bomba que Hiroshima en Nagasaki. Entonces llega mi momento, mi turno: ¡Justine Justine, te toca te toca, te toca el tocador, no te le rebeles al argumento!
Ocurrió de golpe en un arrebato en plena calle. Era la noche una boca honda y la calle un brazo negro. Y su lengua una boa. Bajo un temblor perenne hubo tensión en sus miradas. Estaba contra la pared. De espaldas a la pared. Su envés empujaba la casa de los Bulnes. La lengua deshilachada de la calle sangraba por las cunetas el oriol de manficerra. Y en ese hedor burbujeante las caleidas y los bozos crecían y crecían en el jardín. Todo crece en el fastuoso jardín. Al punto que da miedo cómo todo crece en el jardín de la casona pegada a los Bulnes.



