Describiremos a continuación uno de los tantos pasajes invaluables en la vida de una persona común. Se tratará de cualquier hijo de vecino. Lo intentaremos. Y a tal punto lo intentaremos que dejaremos todo de sí por vergüenza deportiva para contarlo al pie de la letra y como ocurrieron los hechos. Como aquel niño que al caerse de espaldas en su hamacamiento se levanta de un salto en un santiamén; y que saltando como si no hubiera pasado nada yergue su cuerpo frente al de todos. Decimos, una vez más: lo intentaremos. Es por la vergüenza que se oculta el polizón. No quiere se lo vea en su sufrir ni en su penar. Ha caído de cabeza de espaldas cuando se le arremolinaron para levantarlo y toquetearlo y mimarlo. Tal como le ocurriera una vez en la celebración de su alumbramiento: el pendejo se les cayó de las manos que lo acunaban en el aire. Se dice que ha quedado roto con dejos de reptilismo porque ya de grandecito andaba como rana por el piso, y también como serpiente, metido y enredándose entre las patas de los muebles.
Este niño que se mueve como una víbora quedó medio turuleco desde aquella vez; y según una vieja criticona que sabe hablar de más dijo que al niño le faltaba una corrida de ladrillos. Le faltan, cuanto menos, cuatro jugadores en el equipo. Lo dijeron hombres viejos mientras debatían en el cafetín sobre tal aciago caso. En este relato ese niño ahora tiene 15 años. Pero, ya veremos, de qué viene su situación y su relación con el mar. Pues, paciencia le pedimos al ansioso lector. Así como otras cosas en la vida, la literatura sabrá esperarle, y en el momento menos pensado le dará al lector una puñalada por la espalda. Aparición traicionera. No se trata de pasar el tiempo nomás. Se debe andar atento. No a lo tonto. Atento compañero. Hemos estado acostados por mucho tiempo. Somos las voces de un coro sin director y estamos de cama. En reposo obligatorio, así dice en el papel que nos dio el médico de guardia. Las indicaciones fueron claras: reposo absoluto. Somos un coro que no canta; y otros, nos han llegado a decir, que parecemos un grupo de teatristas sin guión y sin obra, y que no tenemos educación en la dramática ni en una mierda. Nos han dicho de todo porque saben, que al hablarle al montoncito de voces, ninguna en particular les discutiría y mucho menos los contrariaría con otro parecer. Con lo cual somos voces decentes y honestas y transparentes. No podemos decidir por nadie en particular. Tenemos buen trato con el crítico y el comentarista y ellos nos adoran, y no sabemos por qué nos adoran tanto. Tal vez sea por eso que nos miran raro los de otros palos. Nos ven como se mira a un gusano que sale pestilente de una grieta de la carne. Con toda la parentela agusanada en sus sillas esperando la respuesta del mozo del restaurant. Pero el gusano va, como la nave va, por todo su cometido. A comerse lo que queda. A rifarse lo afanado.
La nave va sin timón. No tiene conductor asignado. Por eso acumulamos mulas. Muchas mulas en la nave. Las llevamos quietitas y atadas a un palo de chunque pegado a la popa, bien firmes, con dos nudos para que no se manque. Cuando crucemos el mar y pisemos tierra las mulas nos trasladarán por la mata, y por los anchos humedales nos habremos de hacer paso con el pelotón de fusilamiento por si aparecen naturales del lugar. Nos han dicho que allí las voces son otras, y que los ruidos son muchos, y que se sienten insectos estridentes y que por las noches a unos seres desconocidos se los escucha hablar en un idioma extraño para nuestra queridísima civilización. Estertores. Egrugios de selva chunca que vimos en una exposición hace años en el museo de cera en Londres, y que quedáramos impactados por el tipo de ser que habita en esas lejanías. Mirando a lo lejos no se ve. Pero por suerte ya lo escribieron otros que lo vieron de cerca. Alvar Núñez Cabeza de Vaca la pasó mal, digámoslo de una buena vez. Malísimo la pasó el hombre español y su tropa cuando pisaron tierra firme en la Bahía El Bacalao, cerca de Curazao.
Leímos en sus "naufragios" los padecimientos del estoico pelotón que tuvo a su cargo en la zona del trópico. A la altura de Haití. Cuando Haití no se llamaba Haití y nada se llamaba como hoy llaman a la nada. Haití significa muchas cosas. Y es según desde donde se la interprete a la palabra Haití que podemos decir ¡Ah, Haití! Desconcierta esa palabra. De origen siniestro y poco conocido más que por mentas de algunos exploradores. Según cuenta la leyenda unos masones en un cofre guardaron su cifra de por vida. Nunca se supo su verdadero origen. La idea de los masones fue crear al mito y dejar que el rito y la interpretación gobiernen en esa confusión de todo origen en el pensar, en el suceder de las cosas de la vida, y por qué no, en la vida íntima de los objetos inanimados.
¡Quién ha dicho que no tiene vida un muñeco colgado a la pared!
Como le puede a ocurrir a Olga o a José Bonifacio, a ellas le pasó. Pongo nombres de fantasía para que se entienda el ejemplo. Ellas, las otras voces, se perdieron entre manglares y yungas, quizá se hayan ahogado. Alvar Núñez Cabeza de Vaca quedaría en su cruzada imperial solo y empantanado en unas arenas movedizas, haciendo señas con los dedos antes de hundirse toda su osamenta. Cuando nos lo contaron fuimos a buscar la obra de Alvar Núñez Cabeza de Vaca a la biblioteca de Salamanca. Para corroborarlo. Pero en fin, aquí estamos, mascando chicles y tomando birra con los chochamus y las chichis en un bailongo infernal organizado por el prefecto del barco, cuyo nombre pintado en la cubierta reza: Pantaleón. Una se saca el saco y otra se pone el pongo. La oscuridad de la biblioteca no animaba a pisar fuerte sobre el parquet. Para no hacer ruido se sacaron los zapatos y entraron caminando en puntitas de pies como polizontes. Vieron los altos anaqueles y subieron por una escalera de madera larguísima, y treparon, incluso, hasta esos libros pegoteados por el moho y protegidos hace siglos por laboriosas telarañas.
A la hora de romper la primera botella todo el mundo estaba en pedo, manifiestamente borracho. Hacia el atardecer eran doce voces ebrias colocadas por el vicio. De la emoción que tenían por estar en plena navegación algunas voces abrieron sus bolsillos, y compartieron sus mejunjes. Las substancias eran buenísimas porque pegaron de toque, y las botellas de vinos mareados con elixires de otros gustos más caprichosos y a las que degustaron en corro, se vaciaron por completo. Luego ya sin glamur, le pusieron soda y hielo a unos cuencos que hicieron con unas botellas de plástico. Las cortaron al 60 por ciento, y su marca era manaos. Comieron como cerdos. No les importó mas nada de lo que ocurría en la tierra. En la tierra que dejaron. La tierra que los parió se ve a lo lejos y en cualquier momento no se ve más. Y será un secreto. La ciudad que uno deja cuando cruza hacia el otro lado es un recóndito que uno lleva en el bolsillo. Aunque no se sienta su peso, la ciudad va en la nave con uno y dentro de uno, y sobre uno mismo. Cuestión que este niño -ahora es un hombrecito de 15 años-, quiso impertinentemente conocer el mar. Lo había escuchado al mar cuando otras voces le contaron de qué se trataba el mar. Lo había visto por la televisión en las noticias. En blanco y negro el mar es misterioso. Pero él quiso ir a como dé lugar y como sea. Pero al vivir tan lejos del mar pensó en qué podría irse para llegar a la costa y atravesar de punta a punta en horizontal al país. De la cordillera hasta el mar hay mil quinientos kilómetros. Y caminar era un imposible. Hacer dedo peligroso. No obstante fue en un camión desvencijado conducido por un chofer llamado Antonio que se pudo ir definitivamente. No bien le dijeron de donde salía el camión de Antonio se aprontó de madrugada. Era un viaje largo y con el tiempo descubrió que ese viaje al mar había sido iniciático. El comienzo de algo que no se sabe nunca.
Atrás quedarían las voces propias y las ajenas. De tanto escucharlas estaba harto y quiso irse solo al mar y no hacer alianza con ningún amigo para acompañarse. Se fue solo con el camionero Antonio. Un hombre de unos cincuenta y pico de años al que le faltaban los tres dientes delanteros. Un hombre sencillo, medio turulo como él. El camión estaba hecho mierda. Era un Bedford viejísimo que se zarandeaba en la ruta. Traqueteaban sus maderas. Antonio le cargó gasoil desde unos tanques, con una manguerita que llevaba atrás en el camión. No cargaba en las estaciones de servicio. Antonio llevaba su propio y calculado combustible en unos tachos de 200 litros, y de tanto en tanto se debía parar en la ruta para alimentar el motor del Bedford. Al muchacho todo le resultaba divertido. Era una situación de extrema precariedad ir así al mar. Pero fue igual. Y le cebó mate en el camino al viejo Antonio durante todo el viaje. Como a la altura de San Luis y en plena serranía el camión se paró. Se trató de un desperfecto mecánico. Nos quedamos unas horas parados al costado de la ruta. Finalmente Antonio encontró la solución para repararlo y lo reparó, y siguieron viaje. No sé que hizo con una lata. La cortó a cuchillo y con un pedacito de esa lata reparó el motor tapándole una grave pérdida de aceite. Luego, al costado de la ruta, pararon a cargar gasoil con la manguerita, y el muchacho lo ayudó a sostener la manguerita para que se llenara el tanque de camión.
Habían formado un dúo de compinches. Antonio iba con el camión vacío hasta el mar porque le dijeron que allí, en el mar, encontraría carga en una herrumbrería. Luego debían trasladar hasta Rosario, a Acyndar, muchos fierros viejos y alambres. Pero en la perla del mar se debieron de quedar 20 días haciendo el aguante, hasta que consiguiera esa carga para ir a Rosario. Por lo tanto fueron 20 días en el mar. Pero hete aquí cómo se sobrevivió en el mar esos 20 días; porque el muchacho no tenía un puto peso. Era ir y llegar y cargar y volverse a la provincia. Pero resultó que hubo que esperar esa carga se confirmara como definitiva. Entonces el muchacho se buscó un empleo. Se acercó a unos hombres jóvenes más grandes que él y se ofreció como changarín. Ellos le contaron que estaban en un camión que transportaba vino en botella y que debían descargar en cajas, en distintos restaurantes de la zona del puerto. El camión parado en la estación de servicio en la entrada a Mar del Plata era su casa. Antonio dormía en el asiento de adelante y el muchacho en la cabina de atrás, donde había una cama. Se levantaba temprano, como a las 8, a cebarle unos mates a Antonio, a la vera de la ruta. Y luego emprendió camino a los camiones que transportaban vino. Y allí lo tomaron de changarín. La paga no era del otro mundo pero le convenía, porque en uno de los restaurantes se les daba almuerzo a los changarines, y luego les daban una pequeña paga como para tirar el día. Era día a día el trabajito que se había conseguido el pibe, y fueron 20 días en eso. Se hizo amigo de sus compañeros changarines. Venían de una zona vitivinícola. Uno jugaba al fútbol y otro jugaba al rugby. Tenían entre 19 y 22 años. Y como era el más purrete de los tres, los otros dos lo cuidaron. Tramaron salidas por la noche de Mar del Plata. Pero el tema es el primer día que vio el mar.
Antonio se había quedado a descansar en el camión. Y el mar estaba ahí, apenas, a unos kilómetros. Una tarde se fueron los tres caminando en dirección al mar. A cada paso podían ver los espejismos. Iban embobados por el mar ojeando la inmensidad de la ciudad. Con las cabezas alzadas miraban las construcciones y los edificios que se hacían cada vez más altos a medida que ellos se acercaban al mar.



