Crónicas del subsuelo: Degüellos

Crónicas del subsuelo: Degüellos

Por:Marcelo Padilla

Apenas las gallinas comiencen a cacarear, el gallo con su canto anunciará la alborada. La calma en el poblado es tensa. Como se suele decir: TENSA CALMA. Yo me afeito. Por el espejo, sigo dos hilitos de sangre que se deslizan tibios sobre mi cuello. No me limpio la sangre, dejo que corra. No la corto, tampoco la he probado. Enchastro mi cuello y me refriego. Luego paso un dedo por mi lengua. Trago. Sabe bien.

Mientras saboreo el amargor último de mi sangre pienso en mis ancestros, nominados en sus respectivas épocas con el adjetivo "chupasangres". Una generación vampírica, pero crota. Sin glamur. Más bien mendiga de la sangre.

Tener antepasados es de aristócratas, así como ser vampiro también lo es. Son aquellos los únicos que a su árbol genealógico adornan con clasificaciones parentales. Tienen escudo. Misiones hechas y otras aventuras inconclusas. Sin embargo, nadie puede asegurar que quien tenga apellido aristocrático no sea hijo natural de una sierva por violación de su patroncito, o del hijo del mismo. Y que por silencio parental han adquirido el veneno. Han violado a nuestras abuelas y a nuestras madres. No han tenido reparo ni discreción.

Sobre el vidrio del espejo pinto con sangre una frase que se difumina con el vapor de la ducha caliente. En fin, la filología sabe trucar.

Entonces pienso que, a esas cisuras que la aristocracia sabe remendar con prolijidad y venia profesional por encargo, también las tenemos los demás hombres y mujeres de a pie. Con la diferencia que nosotros nunca sabremos de dónde venimos. En las familias aristocráticas le sabían decir "vampirismo", continuando la tradición europea llegada a nuestras tierras por ocultistas y espiritistas. Mientras, aquí, nos llaman "chupasangres".

Ellos pregonan, Ellos ocultan.

Arrogarse la virtud del vampiro es una de las tantas marcas que se imponen en el orfanato simbólico (¿diferenciando a las clases sociales?) De cualquier manera, sin embargo, rescatando la oralidad de las prácticas y rituales de aquí, en las poblaciones alejadas de la ciudad, alejadas de las luces del progreso, alejadas de la ilustración, se practica chupar sangre. De ahí que a los chupasangres nos ubicaran en una categoría inferior a la de vampirismo. Los ingleses son así, y los norteamericanos -hijos probos- también. Lo hicieron desde Eduard Taylor y lo confirmaron ciencia desde Bronislaw Malinoski en adelante.

Categoría inferior, clase, casta. Da igual en estos casos. Cuestión que chupar sangre es una característica más antropológica que de clase. Todos venimos de alguien que le ha chupado la sangre a otro. Y nosotros, la seguimos chupando. Más allá del glamur del vampirismo, más allá de la innobleza de no pertenecer al vampirismo.

El agua tibia y la exposición al viento han curado el tajo de mi cara. Salgo a la calle. Veo al Pastor de la iglesia del poblado con la cara lívida. La neblina dificulta la visión; pero además le agrega otra forma "al mirar" en la neblina, otra dimensión diría, monstruosa. Como si de una conflagración de pintores impresionistas se tratara, el paisaje deforma. Los ondulamientos de lo que percibimos generan alucinaciones naturales. Reaccionarias. Miramos reaccionariamente las cosas porque "lo real-monstruoso" se presenta ante nuestros ojos con firme determinación de verdad.

No sé si lo que pienso es por apetito, sed o por mi deteriorado estado vital. Ya no tengo las fuerzas que otrora tuve. Camino más lento, agachado.

El Pastor de la iglesia tiene un paño afiatado que le tapa los colmillos. El Pastor va temblando por la plaza principal como si fuera un yonqui. Un yonqui en estado de abstinencia. Me detengo en la cabina telefónica. Hace frío. El viento hiela. Siento las primeras sacudidas del deseo. Sudo. Se me seca la boca. Tomo el tubo del teléfono público y meto un cospel. Llamo a un número que nunca atiende.

El tajo, si bien no es profundo, tiene la dificultad de haber sido hecho al sur de los párpados, por lo que su corte demora en cicatrizar. Los hilos de sangre tibia, el temblor, la excitación. El rito de iniciación de la primera vez. Tomé de mi sangre. Me di cuenta que, de aquí en más, sería mi alimento.

No he torturado a nadie que no se lo haya merecido. Por dios, por la patria y por los santos evangelios, lo juro. He torturado a quienes por la lujuria el enhiesto escapulario han mostrado como un pavo tintineante. Al acecho de la carne, de la carne humana y corrompida.

Me he valido de mis ancestros para salir de sus demencias. Algo parecido a la felicidad ha hecho de mí una persona solitaria. Debo salvar a quienes lo necesiten y no lo sepan. Debo matar.

En una madrugada se conoce el oprobio. Luego vino el alba.

Las muchedumbres saltan los alambres de púa. Andan con navajas. Los monos bajan de sus tundras. En aquelarres dominan la escena espantosa. Caen las iglesias y decapitan a los curas. Violan a las monjas. Nacen niños diablos por las noches, escupidos por vaginas santas.

Yo sigo tomando sangre en el crepúsculo. Merodeo los basurales en busca de fetos.

Son muchos. No creo que pueda con todos. Deberé advertir la idiosincrasia de cada gota, separar la basura. Bebo de los frascos que han quedado en los armarios de la aristocracia. Los vampiros ahorran sangre para tener, para especular, para que no les falte. La tienen acumulada de años ha. Sangre de antepasados aristocráticos devenida en petróleo. En botellas, en frasquitos.

La población andurrea seca por las calles. Todo huele a una invitación a la masacre.

Marcelo Padilla