En la tienda de Beto Belinche, un día, precisamente una mañana helada como pieza de pensión de cualquier invierno, los objetos, la mercadería, las lámparas, las telas de arañas, y todo lo inanimado que pueda uno encontrar, o tal vez imaginar, de una tienda -sin contar a su dueño humano y sus eventuales empleados humanos- empezaron a moverse de una manera etcétera, para decirlo rápidamente y se me entienda. Beto Belinche no estaba en la tienda en el momento en que sucedieron las cosas. La gente de La Zona, en cuatro manzanas, ya hablaba del tema poniéndose la manito en la boca, como tapándose para que no le lean los labios. Belinche había salido en dirección al bar de enfrente a tomarse unas copas con Justine Bonanza, la mujer que lo tenía cautivo del corazón. Beto Belinche era viudo y tenía dos hijos: Anselmo Belinche de 9 años y Buenasera Belinche, el más chico, y el más idiota, de 7 años; pero también el más perverso porque los raptos de lucidez que cada tanto al pequeño Buenasera Belinche visitaban, permitíanle al monstruito resolver situaciones idiotas con un salto hacia adelante, es decir, salir por arriba del laberinto con destreza inteligente. Babeando desde lo alto de un piner mirábamos atónitos al niño del diente blanco mayor de su dentadura, que resaltaba debajo de la sombra de su jopo, éste le tapaba un ojo que nunca nadie vio, preguntándonos: cómo un idiota pudo haber hecho lo que hizo sin saber siquiera, ni conocer cuantimenos, "el hacer", porque "el hacer" de la familia Belinche, era particularmente ominoso por donde se lo vea, tema que podré desarrollar más adelante, si es que no me sucede algo mentalmente que cambie de dirección, porque debo confesar como vecino de los Belinche, que los conozco mucho y sé de sus vidas, además de habernos comido unos buenos bichos al asador ambas familias, cuando Doña Albacetia Duñadora vivía, pero lo que sucedió y salió en todos periódicos del país, no dejó de sorprenderme, aunque atando cabos...
Buenasera Belinche, el de siete, en resumen, era así: un loquingo fuera del sistema solar, con pensamientos raros ilimitadamente siniestros. Mientras que Anselmo, el de nueve, era un salame absoluto con una total incapacidad para participar del mundo social. Eso sí, un emperador en su habitación. Disimulaba ropas confeccionadas por sus tías solteras que le vistieron de gran dictador para así derrocar otros imperios a pura lanza o a veces con bombas atroces que dejaban a poblaciones enteras carbonizadas en la piecita ("japoneses, japoneses", gruñía, mientras aplastaba soldaditos con los pies) Todo ocurría en su mente, por cierto, mientras que Buenasera Belinche, el monstruito menor, actuaba cada tanto con vehemencia y montaba una escenita ligottiana por las noches, trepándose a las lapidas de familiares conocidos del cementerio, nombrándolos en una ceremonia única e irrepetible en un loop mántrico que dicen... el cuidador del cementerio, contó. Las lapidas se movían al ritmo de un canasto mecedor de bebés y de la tierra una bruma bullía. Allá lo iban a buscar a Buenasera después del atardecer, cuando la noche tomaba en su metre y las donas de los aceleramientos al portador firmaban cheques sin fondo. Pongo esos ejemplos para dar cuenta de las diferencias de personalidad de los hijos de Belinche. Los idiotas.
Esa mañana helada en que Beto Belinche tomó su café con Justine Bonanza -en el bar Los Girasoles de Rusia, solos, sin que nadie los viera, al fondo del pasillo donde se ubica la última mesita pegada al baño de damas, bajo una luz tenue de bar clandestino- sucedió un desvío cósmico inaudito, tema que comentaré más adelante cuando salga de este estado de pánico y sorpresa. Ni bien salió el sol se hizo de noche, ni bien le agarró las manos a Justine se cortó la luz en el pueblo, ni bien se dieron un beso apasionado, el dueño del bar Los Girasoles de Rusia cerró las puertas y se fue, dejándolos adentro. La parejita había quedado atrapada en la oscuridad de un bar sin luz y con las puertas cegadas con candado. En el barrio se hablaba de un gualicho de prever: según la tradición, la difunta de Belinche (Albacetia Duñadora) le haría antes de morir. Toda vez que Beto Belinche intentara el amor y reconstruir su vida, ocurriría un desvío cósmico que afectaría su trabajo y el devenir de los cercanos.
Los idiotas de los hijos, en la escuela. Sancionados por haber llevado un sapo enorme en la valija que supuraba una baba verdosa y burbujeante. Lo sabían hacer cada tanto, algunas veces llevaban un insectario vivo y lo diseminaban por el curso llenando de mariposas y arañas el grado, ratas de laboratorio que corrían entre los pies de los niños, mientras la maestra se paraba en el escritorio a los gritos por el terror que le proporcionaban las travesuras de los monstruitos. Lo de la gallina, el conejo y el perro ciego, fue lo que menos, mientras lo que más... angustiaba hasta el palpitar tenebroso. Pero cuando llevaron la cabeza decapitada de uno de los gatitos de su casa la cosa pasó a mayores. Pues bien, sucedieron cosas como ésta y otras que ni puedo contar por encontrarme bajo secreto de sumario.
Don Anzoátegui, vivía a la vuelta. Este dato no sería menor a la hora de la reconstrucción de la tragedia. Y a la vuelta de Don Anzoátegui, Yolanda Pietra, una italiana desheredada que terminó en la hechicería que supo traer su familia de los camposantos de Córcega, donde se cultivan las plañideras para la oración de los difuntos. Hasta ahí, una historia compleja pero no del todo difícil de entender. Pero hablemos de Justine Bonanza, un ratito. Justine... Ay Justine, la chica de las balaustradas que azuza a los señores casados. Eso le pasó, pero de viudo, a Beto Belinche. Fue tentado por Justine una tarde de sol en "el paseo de los profundis", en homenaje a Oscar Wilde, en pleno campo mercedario. Donde el sol deja paso a la huella del diablo y los cuzcos echan flí a todo intruso que no se le parezca. En la zona de los camisones elásticos de alcanfor. Donde se montó la primera tienda de miriñaques.
Ni qué contarles del sátiro de Dalmiro, el peladito, que se pajeaba mañana, tarde y noche mirando las gallinas de Yolanda Pietra, aun ella sabiéndolo, se dejaba en el fluir de ese pueblo de añares, tanto las perversiones como los pensamientos raros, como si no las hubieran visto ni escuchado. El miraculos se había ido de viaje a las putaderas de gallos que se hacían por la claridad en andrajosos shops de comarca hedienta. El pajero de Dalmiro tenía una enfermedad que nadie sabía, excepto que se la hacía a cada rato, cuando pasaba una gallina. Lo apresaban por las tardes en el gallinero de Yolanda y lo sacaban a los palos al grito de "pajero, pajero, pajero". Dalmiro, vivía solo, su madre murió de un infarto porque se le perdieron los dientes en el vaso de agua que no pudo sacar con los dedos en tenaza, se puso nerviosa y explotó por dentro la viejita, pobre. Quedó Dalmiro, solo, con 34 años, sin trabajo y a puras puñetas. Un vago que se hacía pasar por enfermo, según me cuenta Yolanda en una pasadita que le hice la otra noche. En fin, Don Anzoátegui.
El tipo le tenía a Justine un cariño especial, era viejo, pero no estúpido, le gustaban las piernas de Justine, a tal punto que se hacía el ciego cuando se le caía la cucharita para el azúcar del mate y le metía las manos entre las piernas, buscándola, o cuando se daba vueltas para escudriñar algo, el viejo Anzoátegui le miraba el culo de una manera, cómo decirlo, escandalosa. Sin embargo, el viejo sabía que no tenía chance, y disfrutaba las charlas con Justine, quien le quería bien al viejo y le supo poner inyecciones durante su tratamiento para la gangrena de la pata, que la tenía hinchada como un chorizo colorado. Mañoso el viejo. Como se enteró de la cita en le café Los Girasoles de Rusia, entre Justine y Belinche, el viejo se pegó mal, le dio dolor, se sintió traicionado y malquerido. Y el viejo, que era gualichero como la difunta esposa de Beto, entonces, se encendieron las alarmas, porfió en llegar como pudo con una muleta a la casa de la italiana Yolanda.
El tema es que cuando había un mínimo de posibilidades para encontrarse con Justine, Beto Belinche se estaba perfumando para llegar donoso, pasaban situaciones extrañas. Los dos hijos idiotas se escapaban a las lapidas mandados por el viejo Anzoátegui, es más, al de nueve años que no salía de la piecita con sus guerras lo llevó a upa con el otro idiota de Buenasera, los dejaba en el cementerio y se iba. El cancerbero tocaba una campana y venía el padre a buscarlos, cagándole la cita a Beto, quien dejaría más de una vez plantada en un café a Justine. Un loco el viejo Anzoátegui. Que bien que le gustaba también mirar a Yolanda Pietra, la vecina de su vuelta, mientras Justine se bañaba en mi bañadera, cubierta de burbujas, con las piernas en alto, tomando un delicioso Tizne de Ruar añejo que atesoraba en mi cava. Yo miraba por la ventana corriendo la cortina, apenas. Sonreía al ver a los hijos idiotas de Beto Belinche trepar a las lapidas, al padre buscándolos al sonar la campana, de noche, para luego llevarlos a la cama y atarlos, hasta la mañana siguiente.



