Cristina y Francisco: anatomía de una voltereta

Los enemigos acérrimos, al parecer, se pueden transformar.

Cristina y Francisco: anatomía de una voltereta

Por:Ernesto Tenembaum
Periodista

La semana pasada, Jorge Bergoglio, sostuvo que, apenas lo designaron como Papa, los argentinos se olvidaron si lo querían u odiaban. No dio ninguna precisión sobre quiénes protagonizaron tamaña voltereta. Pero existe una alta probabilidad que se hubiera referido a algunas de las historias que siguen.

El día en que lo designaron, Página/12 tituló "Dios mío", bajo una volanta que recordaba su presunta complicidad con la dictadura militar y su oposición al matrimonio igualitario. Una de las panelistas de 678 se preguntó "¿cuánto tiempo tardará la Iglesia Católica en pedir perdón por haber elegido a Bergoglio como Papa? Como mínimo, fue cómplice de la dictadura". El líder de la agrupación Miles y conductor radial, Luis D´Elía, recordó la denuncia contra Bergoglio por su actuación en el caso de la desaparición de dos sacerdotes jesuitas y luego consideró que su encumbramiento como Papa era "un nuevo intento del imperio por destruir la unidad latinoamericana". El legislador porteño Juan Cabandié tuiteó: "Iglesia inquisidora! Bergoglio, el jefe de la banda".

Tuit borrado. 

Unos días después, Página titularía "Fue fructífero e importante", sobre el primer viaje de la presidenta Cristina Fernández al Vaticano. Con el tiempo, protagonizaría un paso de comedia muy extraño cuando una usuaria de Twiter descubriera que se habían borrado de la web las notas más comprometedoras sobre el pasado del Sumo Pontífice. La misma panelista de 678 opinaría: "Francisco es austero, táctico, cercano a la realidad y adherente a la doctrina social de la Iglesia. Ojalá logre un buen resultado". D´Elía consideraría que "Francisco logrará terminar con esquema perverso de la cristiandad para volver al cristianismo de los primeros tres siglos de la Iglesia" y unos meses después gritaría por televisión: "Menos mal que tuvimos un tipo como el Papa!". Cabandié fue al Vaticano con la conducción de la agrupación oficialista La Cámpora y se sacó, allí, feliz, una selfie.

Visita al Vaticano junto a Estela de Carlotto. 

Esos ejemplos son pequeños retazos de un recorrido mucho más trascendente: el de los líderes de quienes los protagonizaron.

Entre mayo del 2003, cuando asumió la presidencia Néstor Kirchner, y marzo del 2013, cuando Bergoglio inauguró su papado, las relaciones entre la Casa Rosada y el arzobispado de Buenos Aires fueron pésimas. Basta un elemento de contraste. Durante diez años, pese a que los separaban doscientos metros de distancia, no hubo una sola reunión pública entre el presidente de la Nación y el cardenal primado de Buenos Aires. Bastaron unas pocas horas para que, en cambio, la presidenta Cristina Fernández recorriera 13 mil kilómetros para homenajear al nuevo pontífice.

La pésima relación entre el kirchnerismo y Bergoglio incluye dos momentos estelares, que permiten percibir que el bien y el mal, como es costumbre, no siempre se ubican del mismo lado. El primero de ellos ocurrió en el segundo semestre del año 2006, cuando el entonces gobernador de Misiones, Carlos Rovira, lanzó una fuerte campaña para lograr que le habiliten ser reelecto para siempre. Para tal objetivo convocó a una elección de constituyentes. Néstor Kirchner decidió entonces volcar todo su poder político y económico para respaldar la pequeña ambición de Rovira (que tal vez habilitaría la suya propia). La lista opositora estaba encabezada por un sacerdote español, de origen republicano, que había tenido gestos de resistencia contra la dictadura militar. Sin embargo, Kirchner interpretó, o dijo que interpretó, en aquel momento que la oposición era un gesto de la Iglesia cómplice de los militares en contra suyo, y ubicó a Bergoglio como cabeza de esa supuesta conspiración. El pueblo misionero votó en contra de Rovira, quien sigue teniendo poder en su provincia, y nada más que eso ocurrió.

El segundo momento estelar del conflicto refleja una inversión de roles. Si en el caso misionero, Kirchner aparece respaldando a un caudillo conservador y Bergoglio a un cura popular, en este las cosas son al revés. El Gobierno nacional, en el año 2010, impulsó una de las mejores medidas de la década: la aprobación de la ley de matrimonio igualitario. Como era de esperar, la Iglesia se opuso a semejante avance --que colocó a la Argentina a la vanguardia mundial en la inclusión de estos derechos-- y Bergoglio distribuyó entre sus fieles una carta oscurantista y medieval donde sostenía que aquel proyecto de ley era el "plan del demonio". Bergoglio, como correspondía, fue derrotado en esa pelea.

Una relación con volteretas. 

En un caso y en el otro, había una pulseada entre fuerzas progresistas y oscurantistas: uno y otro contendiente intercambiaron roles. Lo que no cambió fue la pésima relación entre dirigentes --un presidente, una presidenta, el máximo líder de la Iglesia-- que deberían al menos poder dirigirse la palabra, aun cuando disientan sobre algunos puntos centrales.

La brutal y vertiginosa transformación que produjo en el kirchnerismo la fumata blanca de marzo de 2013 exhibe de manera muy cruel la impostura anterior, y, tal vez, muchas otras imposturas. Los enemigos acérrimos, al parecer, se pueden transformar, cuando adquieren más poder, en personas venerables. Los cómplices de la dictadura, pasan sin solución de continuidad a ser santos. O sea: toda indignación es falsa, toda agresión puede ser reversible hacia un mimo y viceversa.

Las acusaciones del kirchnerismo hacia Bergoglio por su presunta complicidad con la dictadura reprodujeron un mecanismo muy habitual de estos años: se simplificaba la conducta de cualquiera durante la represión ilegal, de tal manera que todo aquel que se oponía al actual gobierno podía ser acusado de cómplice de los militares --independientemente de qué hubiera hecho en los 70-- y, al revés, un simpatizante del kirchnerismo adquiría un pasado de resistencia contra los militares-- aunque hubiera sido cómplice. En ese contexto, se tomaban como ciertas y demostradas conductas ambiguas y muy vidriosas de Bergoglio en algunos casos, y se ignoraban otras loables, que eran difundidas, por ejemplo, por la recientemente fallecida Alicia Oliveira. Como era un enemigo político, se lo transformaba, de un plumazo, en un genocida. Y, tal vez, las cosas hayan sido más complejas.

Los enemigos acérrimos, al parecer, se pueden transformar. 

Pero si ese mecanismo era, de por sí, perverso, la decisión de olvidar todas las acusaciones anteriores, lo transforma en algo más sórdido aún. En política, como en la vida, la gente cambia, y es parte de la historia que los adversarios se puedan transformar en aliados y viceversa. Pero si en los momentos de confrontación se utiliza con poco rigor la memoria de la dictadura militar para revoleársela a los adversarios y luego se la olvida en el momento de la reconciliación, ¿no queda muy claro que, en estos casos, la memoria no importa salvo como herramienta de lucha política? ¿no se invalida de esta manera cualquier revisión del pasado a partir de su utilización como método para resolver conflictos presentes y más vanos? ¿Creían que era cómplice de la dictadura o solo les venía bien para debilitar a Bergoglio? Si no lo creían, ¿no era miserable acusarlo de algo sobre lo que no estaban seguros? Si lo creían, ¿no fue miserable ocultar todo eso bajo la alfombra cuando Bergoglio obtuvo más poder?