Crónicas del subsuelo: La ciudad de los atlantes mendocinos

Crónicas del subsuelo: La ciudad de los atlantes mendocinos

Por:Marcelo Padilla

“Pensar distinto en la isla distópica nacional se ha vuelto peligroso”, dijo Gabriel, secándose el sudor de la frente con la manga de la camisa. Nunca imaginé esa afirmación, mucho menos el juego de la metáfora en boca de un pez del cemento. “Puro prejuicio”, pensé. El auto traqueteaba a ronquidos por el Acceso Sur camino a la montaña. Vetusto, desteñido, opacado por los soles de verano, aún le quedaban algunas balas para usar en la ruta. Un cimarrón acuático que le viene escapando a la placa del Estado tiene las horas contadas. El mapa hecho a pulso está pegado con cinta sobre la gaveta en el cual se destaca la ciudad de los atlantes menducos, señalada con un círculo rojo. El auto no funca. Tose su motor espasmos de humo negro. “No llegamos”, me dice Gabriel, resignado. Gira a la derecha y estaciona pegado a un contenedor de basura. “Te llevo a la terminal”.

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El aire cambió de golpe en la ruta a la altura del Río Mendoza. Subíamos. La ciudad (esa entelequia burguesa heredada de los europeos) quedó atrás, honda, en su pesar manifiesto de pozo séptico donde se cocina el caldo andropáusico de la derrota de los hombres. Es otro aire, el que cura la piel, y otro sol, más cercano y huidizo por las nubes que le dan tregua a las comarcas de montaña. El bondi trepa el cemento como una lagartija repleto de caras mendigas por una buena fresca. Sale un naipe de oro en el cielo despejado por los vientos apurados, y al rato, un as de espadas lo corta a la mitad y sangra naranja sobre la ladera. Las gotas pesadas, verano en “modo estancamiento”, las bocas párvulas, el agua que avisa. El secreto guardado de los amantes que viajan en plan de evasión. La fuga es una búsqueda hacia la caricia de la piel de una parte de la tierra que escupe jarillales y chañares. Vamos con “quién pudiera” hacia lo del Paco, el Yeti de Potrerillos, que nos enterrará a todos luego de ofrendarnos alimento y risas, fuego en la noche y miel, hongos de pino al escabeche y frutas frescas. El Paco coce otro caldo.

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Quién pudiera” es mi compadre (en Cuyo decir “mi compadre” es un decir profundo que suena a música y saberes de andanzas por la vida) Ha pasado a buscarme para subir a lo del Yeti, una vez más, y dejado su “coche bomba” estacionado en mi casa. “Allá tenemos el otro coche bomba del viejo para movernos”, asegura quién pudiera, refiriéndose al Renó 12 del Yeti. Todos los Renó 12 son “coches bombas” en nuestro lenguaje. La sede central está en la ciudad, y el que maneja a la manada de coches bombas es el que está, todavía, en la puerta de mi casa. Quién pudiera lleva picadillo y tapas de empanadas para armar en la montaña, unos fiambres y cuchillo. Al que no conoce el dialecto de quién pudiera se le hará difícil seguir una charla y mucho más “parar la bronca” si no es de caerle bien a mi compadre. En la terminal hacemos la fila para subirnos a alguno de los dos bondis de línea que van a la montaña. Nos toca asiento. “Una maravilla”, resopla quién pudiera, disfrutando esos instantes populares que pasan desapercibidos, por lo general, para depresivos talentosos o pisiúticos del karma.

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Aparece el dique en la ruta y nos bajamos en el puesto de la yuta pegado al asfalto. Hemos llegado a la Villa y empezamos a pitar de puro gusto nomás. Pasando la loma hacemos un caminito cansino por la calle Arroyo Picheuta. A la derecha el Yeti, con los brazos abiertos y la familia a pleno, nos recibe. Abrazos y a mover el culo para prender el fuego en la noche bajo el zanjón galáctico. Los camiones de carga suben y bajan por la ruta. No es un pueblo común, es el resultado del traslado de los habitantes que bien podrían ser los últimos hombres y mujeres de la Atlántida mendocina. Son los que vivieron donde hoy el agua del dique tapa los recuerdos y las cartas que no pudieron rescatarse. Quedan los ríos y los arroyos para el kayaqueo. El fuego alumbra y las sombras hacen vida propia. Apenas unas velas para identificar el plato con su presa. Va cayendo gente al baile. A tirar humo por la boca y flamear la ideología del suelo que define al hombre. Un “mero estar” kuscheano más en este sitio que “se tira a muerto” con los ojos abiertos mirando el cielo. Dios… No. Dioses chiquitos por todos lados escondidos respetando.

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El refugio indicado en ese mapa, la guarida de Bonnie and Clyde luego de robar ciento cincuenta bancos. Los anillos de tungsteno berretas con los cuales se casaron en el auto, luego que Clyde saliera por última vez de la cárcel. Anillos de fantasía. Una historia de amor terminada a balazos. Los poemas de Bonnie, aquellas gallinas robadas en la infancia. Aquí en lo del Yeti ellos tienen su sitio por si vuelven en otra vida.

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Los Atlantes de Potrerillos están en el centro del palimpsesto, sumergidos en el dique buscando los cofres donde habitan las cartas y las fotos, los mapas y relojes, las brújulas. En el vientre del lago, reposan en plena oscuridad, esos ajuares que han decidido no flotar. Toda la furia acumulada en el yecto semen del sol es lanzada desde las nubes negras sobre la dermis de los atlantes. La insolación tiene su precio y aquellos monseñores santos que lo vienen carcomiendo todo por el lucro renacentista son compensados por la bronca seminal de la naturaleza. El alud no da tiempo porque en sus nervios de piedra lleva el arrasamiento apresurado sin piedad para turistas distraídos. Así desaparecen los autóctonos. Por esa impiedad a la que están expuestos los que eligen retirarse de la fantasía. Quién pudiera destroza la carne sobre la tabla, y el crujido del cuero hace un eco en las laderas. El cielo abierto, el barro que ha bajado turbulento. Marzo parece un comienzo de algo. Una simulación simbólica para seguir con los pies sobre la tierra. Quién sabe, o mejor: quién pudiera.