Por qué, si Perón viviera, los mata a todos. La columna de Ernesto Tenembaum para el Post.
Juan Domingo, perdón
“Si Perón despierta, en dos minutos nos mata a todos”. Con esa pequeña frase, apenas la mitad de un tweet, el médico José Pampuro resumió una de las verdades peronistas de estos tiempos. En los cuatro puntos cardinales del país, hay dirigentes peronistas que están pensando en eso. Menos mal que no existe la resurrección, porque sería muy difícil mirarlo a la cara. Nunca, en su historia, el pueblo rechazó tanto al peronismo como en las elecciones del pasado 25 de octubre. Ese escenario podría completarse --en realidad, parece lo más probable-- con una derrota de Daniel Scioli en el ballotage del 22 de noviembre. Pero , aún así, aún cuando ello no ocurra, el panorama es, ciertamente, desolador.
La catástrofe peronista se resume en los siguientes datos.
Primero: salvo cuando fue partido en tres, en el año 2003, nunca antes un candidato peronista sacó tan pocos votos. La excusa de que el peronismo fue dividido no alcanza para explicar el desastre. Carlos Menem enfrentó a una escisión del peronismo en 1995 y llegó al cincuenta por ciento. Cristina Kirchner enfrentó al duhaldismo en 2005 y 2007. En ambos casos superó el cuarenta y cinco. Y, en el 2011, otra vez contra Eduardo Duhalde, consiguió el récord del 54 por cientos.
Segundo: desde su propia fundación en 1945, el peronismo solo perdió la gobernación de la provincia de Buenos Aires una sola vez: en 1983, con la candidatura de Herminio Iglesias. Pero incluso él --que quedó para la historia como un símbolo de la derrota-- obtuvo más votos que el derrotado Anibal Fernández.
Tercero: el panorama de la caída en las provincias es abrumador. Cambiemos controla Buenos Aires, la Capital Federal y Mendoza. El socialismo revalidó títulos en Santa Fé y el peronismo disidente en Córdoba. Pero, en ambos casos, lo logró por muy poca diferencia, mientras que en las elecciones del 25 de octubre la candidatura presidencial de Mauricio Macri triunfó holgadamente en los dos distritos: según los estudios más recientes, arrasará el 22 de noviembre.
Así las cosas, al peronismo le queda el control de una docena de provincias de las que no tienen demasiado poder económico. Los intendentes del conurbano, que resistieron la ola serán económicamente dependientes de las grandes cajas de la política argentina: los gobiernos de Buenos Aires, Capital y, si llegara a ganar Macri la presidencia, de la Nación.
O sea, será difícil que tengan autonomía financiera ni económica, lo que reducirá sus márgenes de acción política.
El peronismo, además, está dividido. Basta ver la carcnicería pública que se produjo en las últimas semanas de campaña. Algunos creen que Cristina sigue siendo su líder. Otros piensan que es la mariscal de la derrota y que su supervivencia en la escena política solo profundizará la separación evidente entre el peronismo y el pueblo. Aparecen referentes jóvenes como Sergio Massa, Martín Insaurralde, Juan Manuel Urtubey o Florencio Randazzo. Pero ninguno de ellos --salvo tal vez Massa-- puede demostrar que tiene un caudal de votos propios como para proyectarse hacia el futuro. Un triunfo el próximo 22 de noviembre, así sea por una uña, disimulará por un ratito --apenas por un ratito-- estos rasgos. Una derrota los exhibirá en todo su esplendor y será un gran aporte a los primeros meses de una gestión de Mauricio Macri.
El folklore kirchnerista suele describir al líder de Cambiemos como un tilingo, facho, livianito, sin calle, vago y un tanto estúpido. Con más razón, en este caso, le tendrían que pedir perdón a Juan Domingo: si realmente Macri fuera así, eso quiere decir que el trío de líderes constituido por Cristina Kirchner, Daniel Scioli y Aníbal Fernández fue derrotado por nadie.
Es cierto que, desde el 10 de diciembre, el poder peronista se asentará en el parlamento. Si el presidente resulta ser Macri, desde allí podría condicionar algunas votaciones en diputados y trabar todo lo que quiera en el Senado. Pero su camino es muy complicado. En caso de triunfar Macri, está claro que toda traba legitimará al recién llegado. Además, habrá múltiples negociaciones abiertas para que el gobierno nacional logre alianzas con los gobernadores peronistas, y que ellos influyan sobre los bloques parlamentarios para que las relaciones sean amigables. De hecho, ya hay canales abiertos entre, por ejemplo, Macri y Urtubey e, incluso, aunque resulte impensable, con José Alperovich. Incluso a Fernando de la Rúa los bloques peronistas le votaron todas las leyes. Si el presidente es Scioli, en cambio, no alcanzará con los propios que, encima, no se sabe bien cuantos son. Y deberá negociar con Mauricio Macri, líder en las principales provincias del país.
Hace apenas unas semanas, este panorama era inverosímil. Los días más felices fueron, son y serán peronistas, suele decir el lugar común. Pero parece que el ingrato pueblo argentino no lo reconoce muy a menudo. Al menos, en tres de las cuatro últimas elecciones, lo rechazó en la provincia de Buenos Aires.
El peronismo tuvo siempre un sesgo todopoderoso. Desde 1945 hasta 1983 ganó por amplísima diferencia todas las elecciones a las que le permitieron presentarse. Luego del regreso de la democracia, solo había perdido dos veces: en 1983 y en 1999. Pero la caída de Fernando de la Rúa lo dejó como la única estructura política nacional vigente: eran los únicos con concejales, punteros, legisladores provinciales, en todas las provincias. Allí donde no gobernaban eran la principal oposición. Enfrente, solo tenían archipiélagos que se nucleaban alrededor del efímero prestigio de algún dirigente. Además, no tenían que lidiar con los sindicatos, ni con los militares, ni con la deuda externa, ni con la guerra fría, ni con el poder financiero internacional, ni con la guerrilla, como sí debieron hacerlo todos los gobiernos anteriores a Néstor Kirchner.
La debacle actual es aún más grave que la de 1983 porque, entonces, el peronismo enfrentaba a una oposición unida tras un líder muy carismático --algo que ahora no ocurre-- y no contaba, como ahora, con todo el poder económico del Estado a su favor.
Hasta hace muy poquito, todo el poder era del peronismo.
Y ahora se derrumbó como un castillo de naipes. Así de simple.
Peor aún: fue arrinconado y, probablemente, sea derrotado por un partido nuevo, cuyos principales candidatos son porteños.
Hasta en Berisso, la cuna del movimiento, perdieron.
La dirigencia peronista está atontado. En shock. Algunos le echan la culpa a Daniel Scioli porque hizo una mala gestión en la provincia de Buenos Aires. Al fin y al cabo, dicen, si él sacaba el 45 por ciento en su distrito no había Anibal Fernández que lo pudiera tumbar. Otros responsabilizan, justamente, a Anibal, un candidato tan malo que perdio hasta en la cuadra que habita. Y otros a Cristina. Pero forman parte del mismo equipo. Por mala que haya sido la gestión de Scioli, este llegó a la provincia por indicación de Néstor Kirchner y fue reelecto con el apoyo de Cristina, quien luego le retaceó fondos, incentivó conflictos en su contra, lo debilitó para designarlo como candidato, mientras los suyos decían que los apoyaban como un mal menor, porque era un incapaz, o un derechoso, o un infiel o un transitorio.
En algún sentido, la mirada sobre ellos tiene algún matiz de injusticia. Porque Cristina conducía pero nadie resistía sus dislates. Toda la dirigencia peronista hacía la venia, convencidos de que se ganaría siempre solo con la camiseta, o con el escudito, la cara de Eva y la marcha peronista. Esos dislates ocurrieron incluso esta semana cuando el bloque peronista convalidó la desesperación de dos dirigentes de La Cámpora por tener trabajo en los próximos ochos años.
Los sociólogos volverán a escribir en los próximos meses sesudos análisis sobre si la identidad peronista existe o es algo del pasado. Los periodistas intentaremos contar el complejo proceso que se inicia para tratar de reconstruir la principal fuerza política de los últimos setenta años. Aparecerán nuevos referentes y habrá una pulseada muy dura entre los que se resiste a morir y lo que tarda en nacer.
Algunos le echarán la culpa a los medios, otros al mundo que se hunde, otros a la clase mierda --así la llaman-- y habrá quienes, más sensatos, dirán:
-La única verdad es la realidad.
E intentarán entender en que fallaron tanto, pero tanto, para llegar al borde del precipicio en la década más rica de la historia reciente.
Todos, deberían decir, algo muy sencillo.
-Juan Domingo, perdón.



