Crónicas del subsuelo: Libreto de una muerte

Crónicas del subsuelo: Libreto de una muerte

Por:Marcelo Padilla

Una mañana, de las menos esperadas, sin haberse anunciado siquiera, "esas" que a uno lo encuentran distraído y débil. Vulnerable. El cuerpo recién arranca la sangre y tiempo lleva recuperar el oxigeno lento de su dormidera.

Una mañana, decía: no pasó absolutamente nada. Fue la otra mañana, la siguiente, la del futuro.

Al otro día, ya en el futuro, sabiendo que la anterior jornada no se anunció ni produjo nada de lo que podría haber sucedido, tampoco pasó absolutamente nada.

No obstante...

... la tercera, - la vencida-, cuando "realmente" esperas ocurra algo que luego de dos mañanas continuas no lo hizo. La de posta, la que define sobre el minuto final todo cuento, amor y partida, la de la resurrección. La tercera que triangula y se hace juez y decide...

...no bien había preparado café y un poco de molienda tuve sensaciones y un pálpito, ya no distraído como las dos mañanas anteriores, aguardando, en este caso y ahora sí, diéranse las coordenadas por los motivos que fuesen, de una contingencia para que algo ocurriera.

Pero...

... tampoco pasó absolutamente nada.

Yo tenía que morir. Y en la ensoñación el libreto decía una de las tres mañanas ocurrir, aun el libreto no expusiera claramente cuál de las tres mañanas sucedería.

Por cierto, ensoñación mediante, luego seguir el camino del penado 14, -es un decir-, muerto para siempre y no por tandas, muerto escandalosamente por un somnífero de loquero abandonado...

... o dormido ya sin vigilia, muerto tibio a punto de catacumba, muerto apático para el trabajito de la Morgue, que bien sabe quehaceres de sus miembros: hurgueteadores de cuerpos extraños, de cuerpos aviesos a los circuitos del cuchillo y el bisturí, a punto de la extrema apertura de mi tórax y mis órganos aun suavemente latiendo, algún movimiento extraño como ademán de caldero, sembraría un efecto perturbador en todas las casas del barrio nuestro.

En torva peregrinación, el velatorio insípido, con tan solo un fanal para una noche, reposado sobre un plinto de oro empavesado por las manos más siniestras de la escultura del descampado, los parientes que nunca estuvieron y los amigos que nunca lo fueron, yo estaría allí, en medio de esa nada de pobres mutilados, y en el testamento habría dicho: quiero en un descampado donde yo pueda ser enterrado...

... y ocurra mi sepelio donde crecí en la yerma, grama sincopada sin luz, y en plena noche lunar fueran acercándose lentamente espectrales niños, arrastrando sus miembros unos más que otros con las patitas entablilladas como perros, aullándoles en coro castrati a la luna penitente, vistiendo de horror el penacho de catas pendencieras que anidan en los paraísos centinelas, que avistan las puertas de cada una de las casas nuestras.

Yo, dorado. Altísimas lenguas de fuego anaranjado nacían de unas bocas, efímeras arquitecturas hechas de paja y goma ardían, mientras, brillantes los reflejos de la lunática, todos estábamos rodeados de cardos y cajones de madera, montoncitos de yuyos secos a morir en este pueblito áspero de temblores y mazorcas, así de fuego todo.

Mi cuerpo adusto, insulso y pereciente con las marcas que provocaron latigazos. La luminosidad de la fogata me devolvería unas caras, risotadas festejando el primer sepelio como la gente se haya hecho...

... niños pasándose de grapa y ginebra, de mano en mano bailaba la gran petaca; era el invierno y helada la inmensidad de mi descampado. Las niñas vestidas de negro con panetones antiguos y las muñecas que arrastraban, tomadas por el betún del hollín, también vestían de negro, y con sus ocres sombras alargaban las paredes, muñequitas de los pelos arrastradas.

Era un altar a mansalva. Tentación del grillo primero: cantos, eddas a esperpénticas especies, atmosfera de honores y coplas permanentes en la débil laguna hipotética. Zanjas de barro pútrido que en el quebrar sus terrones húmedos filtraban plantas de brioso hinojo en el mortuorio proceso orgánico de la naturaleza.

Debí saber, no sin antes parpadear, aprovechando aquella oscuridad y los murmullos diplomáticos de los que llegaban arrastrándose por la lija de las piedras, arremolinados entre el polvo de la heredad; y también debí tener información de aquellas indefinibles caras pintadas a corcho quemado como si un pelotón de bufones llegara, raído, desde lóbregos túneles de Flandes.

Pero, en este caso, ocurrió en un pueblo doliente y solitario, donde no estuvieron los que debieron estar en aquella infancia de arrabales, en todo el virginal asombro del miedo a los astros y a los continuos movimientos de la tierra, meciéndose de aquí para allá bajo ciertas incontinencias del estómago.

Alucinan: niños ángeles de fuego a mil kilómetros por hora, bordeando los pequeños edificios como moscardones, soplando efigies sacras y los frescos de La Catedral.

Entonces vino el fuego, y de golpe un ritmo ventoso, hirviente. Atmosferas del diablo para el sudario apeaban en las tarantelas. Por las tantas cicatrices, quedando Cristo débil y serpentario, de ruegos las más ancianas señoras del panteón, obstáculo del campo, indiferente a la compañía, caían irradiadas entre cuerpos abandonados en aquel huraño rebobinado antropológico.

Dicen, no dirán nunca...

... era un suplicio ver a la pequeña ciudad derruida. Miles y miles de cadáveres amontonados unos arriba de los otros. Hubo implosionado toda de punta a punta y ni siquiera el gran mástil horadado a plomo quedó en pie. Suplicaron plañideras y entre los escombros hiciéronse brujas y de sagradas plegarias soportaron todo hastío en la miseria...

... la peste comulgaba en los escalones de La Catedral, mi padre y madre no estuvieron de casualidad en La Catedral, vine yo a saber con el tiempo que, ellos, no habían nacido todavía, ni madre ni padre, que para adelante no había más que desierto, alucinación, naturaleza salvaje.

La idea del libreto consistió en eso, un juego de velorio. Por las noches, luego de escaparnos de las casas, alguno tenía que morir y en los fondos de las plantas de limón, en las pocilgas con gallinas y cerdos, diseñaba cada uno la muerte del otro.

Un juego...

... gustaban de la pus y la sangre vertida de los cogotes de las ponedoras, porque unas viejas, y también del destripamiento de insectos, porque unos viejos, y del minucioso trabajo de cirugía con los sapos y toda clase de batracios que buceaban en los sifones de las esquinas.

El agua horizontal acumulaba diminutos gusarapos. Palitos y cañas oblicuas, musgos y restos de líquenes y dientes de vaya a saber cuántos siglos, de una mar inexistente que en tosca acequia capturábamos se moviera algo con pinta de bicho...

... por más nublase el nimbo del tamo de la tierra, una carretela con dos viejos mugrientos y zarnos levantaba y levantaba un extraño polvo al pasar saludando en la noche tenebrosa, tirada por un caballo calavera, claqueando por la huella del diantre.