El informe mental

El informe mental

Por:Marcelo Padilla

Nunca se hizo noche donde vivían tras "las jorobaditas", como le llamaban a esas colinas. El día no existía y era permanente oscuridad la de ese pueblito arrumacado contra las urdes, de donde han salido mil y un leyendas.

Gobernaba la más pura y primitiva negrura. Y solo el fuego: calor, modo de cocción y apareamiento, sabía echar luz a la magia negra en la comuna de los vagabundos, situada en las costras de la anciana y helada montaña, cuna, pozo de sacrificios y vertedero de aventureros, que sin más anduvieron por un buen tiempo en la zona tutelando.

Como todo pueblo de montaña: sus callejuelas angostísimas y de piedra, más cortas las esquinas en bequé, y al mirar hacia arriba a los achachilas, las enhiestas paredes de las moradas trepando penumbras de eterna piedra del sitio más tenebroso que yo al menos haya conocido.

Cuestión que una noche estaba yo parado en la calle vertical, en la nada misma del pensamiento. De una arista salió un tipo: "una picha, una picha", entendí, dijo suplicando. Pero significó, interpreté: dame una pitada del pucho que te estás fumando. Y yo se la di sin más, ni decir nada.

Nos pusimos a conversar en menos que cantó el primer gallo, si es que en este pueblo al que refiero, hubiera gallo y criadero. Él, vestía de negro trajeau. Yo, en mi túnica petróleo.

Parecíamos (y a veces pienso, éramos) dos religiosos meditando sobre los dioses: "dos cirujas", murmuraron en voz baja unas mujeres, violando sus votos de silencio, saludando, sus sarmientos encendidos en sus bocas, de costau las mujeres mire vea, por la callejuela siguieron encadenadas, dejando el chillido de las mismas sonando en el aire tempranamente repugnante.

Ni luna había de tan oscuro era. Una serie de aldeas dispersas en las crestas de las cadenas rocosas habitadas por tribus ciegas, poseedoras de los 8 sentidos, traídas de las costumbres más ancestrales de las llagas de los pies de álamos y bananeros, descansaban en esas comarcas aisladas de toda civilización bajo un indescifrable sigilo.

Erguido el todo oscuramente bello en la jornada, no hubo día ni hubo noche, solo oscuridad sin luna. Los dos astros más poderosos ni se asomaban por el lugar de tan distante era.

Mire doctor, si no van a haber mil y un leyendas de un pueblo así.

No sé si fue por lo que estuve fumando, o estuve fumando por lo que fuera, pues aun sin luz y con solo escuchar mi entorno, oprimía, podía prácticamente adivinar, o tal vez imaginarme la cara de espanto que frente a mí tenía, de la cual esos gritos informes, jadeos de desesperación como de un grimorio maloliente despedían.

Le puedo contar además, allí, en esa quimera, en la realidad misma de mis pensamientos verticales, el tipo de negro pitó de mi pucho; y por más oscuridad hubiera ahorcado sus hábitos, no sé si la sombra de su cuerpo o algo, que a mis nervios perturbara al preguntarme si sabía dónde me encontraba, hastió sobremanera.

La pregunta sonó advertencia y vacilé en el pensamiento. Le dije que suponía que sí sabía dónde me encontraba, me dijo que suponer saber no era, y fue ahí que se me heló el cuerpo por entero, que de tanto el corazón latir dejó, en menos que aquel supuesto gallo cantara, atribulado su nervio mental, desvariando.

Me hice paso entre el humo de mi última pitada, dos, tres pasos y cayera, sin poder darme cuenta que en el opiáceo yo estuviera, ya internado y maniatado, en peso muerto arrastrado por ebrios vagabundos sobre las piedras de aquella callejuela.

Yo estaba de asuetos, eso suponía doctor, que yo estaba de ocios y que allí fui a cifrar el informe de la academia nórdica de antropología.

¿La vez pasada, le conté de la idea del proyecto ese, doctor?

Pues le cuento:

Si el caos fue el inicio, mejunje del cosmos hecho de bulbos y tallos negros en una licuadora universalmente hosca, la noche fue aire para transportar perdigones sueltos y, suponiendo que de esa orgia se forjó algo, melosamente protohumano, sin que a nadie le importara mire vea, sin más profilaxis que la selección natural de la destrucción, de aquel caos entonces venimos sin fecha determinada de origen y menos de destino.

No hablo aquí doctor de religiones, nada por el estilo se me ocurriría, pues pongo a ellas en su lugar de importancia, en tanto a las creencias y avistamientos de cosas distorsionadas, he aquí su cantero, estimado doctor, para que una ciencia crezca al calor de su deflagración siquiera, y más por si acaso fuera, la última vez que el humano pudiera pensarse por fuera, en este inconmensurable mundo de lagunas ciegas.

Hube pensando en tal momento, que al departamento de antropología noruega interesara tal idea, que de mi informe saliera algo que a ellos motivara para invitarme a sus tierras, pues los lazos con otras disciplinas centinelas siempre interesaron en mi ciudad se establecieran, y así llegara mi redacción de tales pensamientos a ellos, y que desde la estancia mía surgiera, una sarta de procedimientos menos mecánicos, menos metálicos que por formación clásica yo tuviera.

La idea, estimado doctor, a la que me refiero, es poder establecer categorías menos clasificatorias para la ciencia de los desmanes mentales. Usted mismo sabe, y recuerdo que más de una vez lo conversamos: mi deseo, mi interés por indagar en los meandros de la mente humana, pero claro que no puede saber que yo tuviera tal idea, tal proyecto que aquí le cuento.

Había anochecido aun más de lo acostumbrado. La luna era un enigma, más por las voces que la nombran que por ser vista. Porque como le he contado aquí en este pueblo a la montaña acurrucado, vieronse extraños espectros de los que nunca fui alertado.

Salí de no sé dónde estuviera, si de una cueva o de una estancia de montaña, si era sueño o extraña esta quimera. Desesperadamente sediento, vi crecer hinchándose las piedras a mi alrededor, y pensé por un momento si yo era el emparedado en medio de la absoluta ceguera. Grité. Y ni usted doctor, ni usted doctor apareciera.