La burka espectral

La burka espectral

Por:Marcelo Padilla

 ¿Medellín? ¿Santo Domingo? No, Thunderkistán. Estoy quedando ciego y me persigue una mochila. Una mochila verde militar que aparece y desaparece de mi perspectiva cada cinco minutos.

Yo parpadeo.

Mientras, embriagado de ver mal, bajo por la alameda que da al Mar de Trienfi. Y rotas, a diez metros de altura vienen hacia mi burka, olas demoradas por el ademán incontinente de su extinción.

Tengo fiebre y muchísimo dolor de cabeza. Omnipresente es la humedad. No puedo pensar en el fin de la jornada. Estoy exhausto y no sé por qué tuve que elegir este pueblo. ¿Tuve que elegir, o fue pura fantasía de las fotografías? ¿No quise leer bien y con atención lo que leí mal, dejándolo pasar?

El clima incombatible. Y relente, desde las seis de la mañana hasta las doce de la noche, es su sopor. Por más ventiladores tenga en mi burka, esto, se torna inaguantable.

Dándome un sorbo de cerveza helada, empinando el pico de la botella me pregunto ¿Por qué hemos despreciado tanto la teoría de los climas?¿Por qué confundimos siempre a la única teoría con el aciago verano?

Me hablo y no me reconozco, me acuso y me maldigo. Me pregunto y no me respondo, por días no me hablo en todo el santo mismo porque ya no sé quien soy ni he sido.

El sitio donde me alojo, si bien amplio y cómodo (grandes ventanales al mar, acceso relativamente viable para bajar por la pendiente y llegar al mercado de compras) tiene algo extraño que no logro descifrar de qué se trata.

Cada mañana, al salir de mi burka, una escalera distinta montada sobre la original me topo. ¿Será por falta de aclimatación que veo lo que veo y confundo lo que vi cuando llegué?

Para creer, uno tiene que hablarse solo. Y debo decirme a mí mismo todo el tiempo: ¿por qué te persigue esa mochila y no otra? Si has consultado sobre mochilas en algún lugar de la zona urbana ¿tal vez sean remanentes o pliegues de ensoñación? Porque fue en ése momento busqué una mochila, es más, diría que solo pregunté su coste a un feriante sobre una determinada mochila verde militar que venía haciéndome falta para las exploraciones.

Entre miles de puestos de mochilas observé, no una ¡miles! Y sacando cuentas debo haber consultado por tal objeto hace no menos de una semana.

Pero ahora no. No logro comprender. La mochila aparece y desaparece cada tanto. Sobre todo en estos últimos días. No sé qué hacer con ella, no sé si denunciarla o a patadas en la puerta dejarla tirada en el basurero. Pero, ¿si me denuncia?, ¿si la mochila tiene un chip que alerta a un sistema de interfaces sobre mi maltrato?

Sospecho de la tecnología y, a través de ella, desconfío de toda vida. Por más que en este reino el 90% de su población se arrastre por el piso para conseguir puchero, sospecho de la tecnología.

Estoy en un suponer. Si los chips ya no se usan en humanos, -se usan en las cosas, los objetos, en lo que no tiene vida y es inanimado-, creo firmemente en las estatuas de yeso que raídas por el viento y las tormentas continúan allí su ruin destino.

Por ello, sostengo mi hipótesis: toda mochila puede tener un chip. Y yo, estoy tomando un Chop ¡No pensar más en esto! Me embriago al séptimo. En breve transpiraré la cebada y el alcohol. En breve quedaré tirado sobre el faldón de la vereda.

La esencia de la mochila... ¿es ir tras su usuario habitual? Y sentencio: ¡nada más perseguidor que una mochila! ¡Esto es un infierno! Y agua aquí no hay más que la del mar ¡No puedo estar pensando esto! ¿Cuándo se me habrá ocurrido que a una persona pueda perseguirla una mochila?

Sin embargo, la mochila verde militar está ahí, pancha, en el living de mi burka.

No sé en qué momento pudo haber entrado. No le digo nada. Nos hacemos los dos, cada uno por su lado, extremadamente desconocidos. Ella, recostada sobre un brazo del sillón, y yo, sentado frente a la máquina de escribir tecleando esquizofrenias ¿un viaje que haría a un bosque en la montaña?

De golpe miro hacia el sillón y veo ausencia. La mochila, de mi vista al menos, ha desaparecido. Un eléctrico espasmo atravesó todo mi espinazo desde el cuello a la zona del coxis. Siento, que además de ciego, estoy quedando paralítico. Y así, tiritando, escribir más no puedo.

Me pregunto si ahora tendré que perseguirla yo por toda mi burka.

-El bosque puede esperar-, me dije meditando.

Me parece ridículo lo que hago: voy a la cocina, y entre esterillas asomo en mirada oblicua por las dudas no me vea la maldita mochila verde militar. Quiero encontrarla distraída, agarrarla de las fajas y proponerle que charlemos, hagamos un pacto, no sé, ¡algo! que al menos a mí me deje tranquilo.

Me doy vergüenza. Me desasosiega la idea de contárselo a alguien. A cualquiera arriesgara narrarle la persecución me hace la mochila, preguntaría cosas raras; y, como no quiero pasar por loco en este poblado voy en su pesquisa sin decirle nada a nadie.

Entre el estupor y la saña transito. Ojos desorbitados. Chusmeo cada uno de los rincones de mi burka. En cada uno de los muebles busco, detrás del televisor, y con absoluta inocencia y delirio levanto unas revistas de un cajoncito con mis flácidas manos, jugándomela en esa imposibilidad material esté ahí la mochila. Nada. Todo el santo día estuve revolviendo las habitaciones, debajo de las camas, en la heladera y en el baño. Nada.

Se ha hecho la noche y mañana será otro día. ¿Mañana será otro día? Me levantaré cuando salga el sol, apenas pegue en mi ventanal su primer rayo podré mirar bien dónde he buscado tan mal, y luego recorrer si no la encuentro: la terraza, el techo, dentro del tanque de agua de mi burka.

Si bien no soy adepto al mundo de los fantasmas -no creo en ellos básicamente-, debo reconocer que culturalmente no soy igual a los habitantes de este poblado donde he venido a alojarme por mi cuenta, no sin antes reiterarme que no tuve presente las características climáticas de la zona.

Imaginé lo tropical como el ante nirvana ancestral de todo paraíso final. Debo decir: llevo nueve meses bajo un sopor que me hace ver y desver cosas y objetos con cierta distorsión que aumenta y aumenta a medida que pasan las horas. Y a nueve meses de mi estadía he de reconocer, no me he contactado con persona alguna por estas lides. Simples conversaciones en el mercado de alimentos con los vendedores, el saludo lejano que le prodigo a ese hombre sentado sobre el cordón en una de las antiguas burkas apalaciadas. Y nada más.

Cada santo día que salgo de mi burka encuentro niños esqueléticos con los ojos saltones, jugueteando entre los postes de luz y la geometría de los edificios. No puedo asegurar que niños sean ni tampoco lo contrario. ¿Son niños?

No he visto animales. No digo no existan por aquí. En los nueve meses que llevo tan siquiera un gato o un perro. Ni sus maullidos ni ladridos. Ni un gallo que cante al albanecer.

¿Pájaros? No he sentido ni su cantar.

Sobre la ventana de mi burka y en posición oblicua, saben posarse lo que podríamos considerar "animales". Pero, en sus características poco comunes al hombre occidental, no puedo afirmar lo sean. Para mis patrones culturales no lo serían.

Pero, parece que aquí, en esta soledad frente al mar, los pescadores tienen a su preciado Kusqui: un bichosaurio de importantes dimensiones con muchísimo plumaje y seis patas, garras de cóndor y una cabeza de lo más extraña que deambula entre lo esperpéntico y lo horripilar.

Kusqui es su dios ancestral. Por lo poco que he podido escuchar de las bocas de algunos niños, eso se dice. Las bocas de los niños son las que más se abren, y por miedo y terror reprimen su visita a la zona de la caleta donde posa, erguido, el bicho que gobierna. A veces desde las alturas y otras, embalsamado en la vitrina inmaculada que resiste a las tormentas.

Enloquecido por el clima y el extrañamiento, de mi burka casi ni salgo. Sospecho, además de la tecnología, de los cientos de buitres que avistan desde el aire mi celosía.

Yo, bebo. Solo bebiendo he logrado sintonizar con esta locura en estas lejanías, lo que podría llegar a constituir mi último viaje hacia Thunderkistán. Debería huir, debería buscar la forma de escapar, cuanto menos por el mar.

No obstante empiezo a sospechar. Y pienso en la mochila. Y me pregunto qué tendrá adentro. La mera apariencia engaña, me digo. ¿Y si tiene algo que no puedo ver? ¿Y si ese algo que no puedo ver conviene no sea visto? ¿Y si dentro de ella hay un niño muerto o una animal herido? Entonces, de ser todo o algo de eso, ¿por qué a mí me viene y me va de la vista esa mochila? No lo sé, tampoco podría averiguarlo toda vez que la mochila desaparece.

Pude averiguar, no sin antes sospechar de quién me lo dijo, que lo que aquí se suele hacer es esconder tesoros dentro de las mochilas de los visitantes. Pavura es poco cuando me lo contaron. Ese hombre sentado sobre el adoquín haciendo ademanes ciegos ¿algo quiso decirme aquella vez?. Tuve que interpretar, tuve que ceder mi racionalidad y entregarme a estas sobrenaturales experiencias.

El cielo aquí ya ni se ve. Hay un gran toldo de nylon transparente que lo cubre todo. Intento puntearlo con el palo de la escoba. No llego. Subo al techo de mi burka y veo la inmensidad del mar. El toldo rozándome la cabeza. Ya no hace falta el palo de escoba. Puedo con las manos. A lo lejos veo algo que viene meciéndose en el oleaje. No tengo largavistas, bien me vendrían en estas ocasiones. El sol es tibio y la luna por largas noches se oculta tras las nubes y el blanco del nylon sobre mi burka.

¿Es un barco? Es un barco. Sospecho que es un barco y lentamente viene y se aleja. Marea. Me siento sobre el techo de mi burka a respirar, a tomar aire luego de tanto traqueteo mental. Sospecho además estoy enloqueciendo. Sospecho y temo esté en el sillón del living aquel barco. Sospecho si ese barco que yo veo es acaso la mochila que viene a perseguirme. Sospecho de su introducción. De lo que le hayan metido adentro. O será acaso que yo esté adentro de la mochila preguntándome todo esto. A mí me dijeron cuando salí que tuviera cuidado. Eso desoí.

Ha caído la primera lluvia. El nylon soporta y no soporta. Si cede, me ahogaré. Mientras, sigo en el techo por precaución. Devaneo y siento ganas de vomitar. Me meto los dedos en la boca y purgo unos bichitos extraños que revolotean en mi vientre empujados hacia la boca. En el techo de mi burka observo: tienen vida y han nacido luego de criarse dentro mío.

Hay algo que no supe ni sabré en estas lejanías. Ni ya quiero enterarme. Pude restablecerme de ese parto por la boca y aquí, en este deslengüadero habito con ellos. He formado una familia sin siquiera quererlo.

Los bichitos crecen, los bichitos están bien, cada días más hermosos y juguetones: son siete, como los ciclos de siete, que cada siete meses mueren y a pesar de mis alucinaciones ahora cultivo una densa espectrología de mis siete fantasmas familiares, de mis ancestros de prestado. Me han hecho raigal. Ya no me puedo mover, porque si me muevo vomitaré siete de ellos. Y mi burka, sus habitaciones, el baño, la cama, debajo de la cama, el techo, el tanque de agua de mi burka, está empedrada de Kusquis.

Medito y me repito, el bosque puede esperar.