La ley de los rendimientos marginales decrecientes y el apuro de insistir en 20 días con lo que ya se usó durante 10 años. La columna de Ernesto Tenembaum para el Post.
El plebiscito que se acerca
Una de los primeras cosas que aprenden los economistas, luego de las curvas de oferta y demanda, es una regla que se conoce como la ley de los rendimientos marginales decrecientes. Básicamente, sostiene que, a partir de determinado momento, cada nuevo peso de inversión contribuye cada vez menos a aumentar la producción de determinado bien y, por lo tanto, a aumentar las ganancias derivadas de esa inversión. Así hasta que -en determinado momento- es indistinto invertir más y luego cada nuevo peso produce rendimientos negativos. Esa ley se aplica a diversas actividades humanas. Una de ellas es la publicidad. En los comienzos, la inversión publicitaria de un producto contribuye a instalar su nombre, a generar interés, a atraer consumidores y, por lo tanto, si se aplica bien, produce mayor demanda de ese bien. Si se abusa mucho, cada nuevo peso invertido en promocionarlo tiene efectos neutros. Y, si se abusa aún más, puede ser que las personas se harten de escuchar hablar del producto que se quiere vender.
Luego de los resultados del domingo pasado, el oficialismo logró un consenso en un solo y único punto: de aquí al 22 de noviembre hay que convencer a la sociedad de que con Mauricio Macri vuelve la década del noventa. El repiqueteo en la prensa oficialista es permanente, y en el entretiempo del fútbol también. Tal vez, el más preciso haya sido Eduardo Aliverti en su editorial del sábado pasado: "Van a devaluar a lo pavote para recomponer la maximización de la renta agropecuaria exportadora. Van a satisfacer a una burguesía que es local, no nacional. Van a bajar la demanda por vía fiscal y monetaria. Van a desregular el mercado cambiario. Van a producir la caída del salario real. Van a destruir las pequeñas y medianas empresas. Van a aumentar el desempleo y el trabajo informal. Y al final de la película, que ya vimos chiquicientas veces, van a reprimir. Y se fugarán de nuevo en helicóptero". Esa descripción en alguna de esas variantes, se lee en estos días en volantes, en pintadas, en videos promocionales. Un día Estela de Carlotto dice que van a liberar a militares. Al día siguiente el sindicalista Ricardo Pignanelli anuncia despidos masivos. Y así.
Más allá de si estos pronósticos apocalípticos son o no ciertos -toda transición genera incertidumbre y ambos candidatos tienen rasgos que habilitan a estar preocupados- la pregunta es: ¿servirán para torcer el rumbo de la elección?
Entre los expertos en campañas electorales siempre hay dudas acerca de cuánto sirve una campaña negativa, esto es, una que está centrada en destruir el prestigio del adversario en lugar de defender las virtudes propias. Naturalmente, hay experiencias que demuestran una cosa y la contraria. Tanto los equipos de campaña de Bill Clinton como los de Barack Obama hicieron avisos que eran lapidarios contra sus contrincantes. También, como se sabe, Dilma Rouseef los aplicó contra Aesio Neves durante el balotaje del año pasado. Los que defienden estas técnicas argumentan que, si se aplican de manera masiva, tienden a dañar al blanco elegido. En cambio, quienes la resisten destacan que es un arma de doble filo. Mal diseñado, un ataque puede convertirse en boomerang y, en lugar de lastimar al otro, exhibir el carácter agresivo y resentido de quien emite el mensaje.
"Si alguien no lo conoce luego del bombardeo que ya dura más de diez años, difícilmente alcancen veinte días para hacérselo saber"
En el caso de la campaña que acaba de empezar, el kirchnerismo tiene un problema serio, que se relaciona con la ley de los rendimientos marginales decrecientes. Desde que se presentó a elecciones en la ciudad de Buenos Aires por primera vez, en el año 2003, Mauricio Macri ha soportado miles de minutos de campañas negativas en contra suya. Es difícil que alguien desconozca que está procesado, o el grupo económico del que proviene, o las ideas económicas que defiende. Y, si alguien no lo conoce luego del bombardeo que ya dura más de diez años, difícilmente alcancen veinte días para hacérselo saber. Cada alusión de Daniel Scioli, o de cualquier kirchnerista, a los vínculos de Macri con la década del noventa, es respondida inmediatamente en las redes sociales por las evidencias de los vínculos del propio Scioli o de la misma Cristina con esa década. A primera vista, da la impresión de que esa campaña no está en condiciones de perjudicar demasiado al candidato opositor. Sirve, sin dudas, para que quienes las emitan se sientan bien, se golpeen el pecho, coreen que Macri es basura y dictadura, pero tal vez puedan tener efectos contraproducentes. Por ejemplo, puede conseguir victimizarlo, generar empatía hacia Macri si este logra convencer que está siendo objeto de un ataque injusto por parte de personas crueles y despiadadas.
Pero tal vez no sea así y la campaña negativa en marcha consiga en parte su objetivo. En cualquier caso, será interesante verlo. Hasta aquí, la campaña presidencial muestra que las fichas de ajedrez fueron movidas con más inteligencia por la oposición que por el oficialismo. Macri no levanta la voz, entre otras razones, porque su gente tiene estudiado que, cada vez que se endurece, muchos votantes perciben al niño rico e insensible que trata mal a sus semejantes. Entonces, tiene estudiado que debe ser gentil, didáctico, moderado y no responder nunca ninguna provocación. El macrismo sabe que su fortaleza es la debilidad ajena: son los representantes de la opción a un gobierno que la gente resiste. Y no necesita más. Con esa idea tan simple, le fue muy bien hasta acá. No require precisiones, ni planes de gobierno muy explícitos, ni agredir nadie.
El oficialismo, en cambio, está en un momento muy difícil. Luego del traspié del domingo, Daniel Scioli le echa la culpa a Aníbal Fernández, que le echa la culpa a Julián Domínguez, Fernando Espinoza y Florencio Randazzo, que le echa la culpa a Cristina, que le echa la culpa a Daniel Scioli. Esos enfrentamientos no contribuyen demasiado a una campaña congruente. Para colmo, muchos de los que anuncian un apocalípsis macrista se esmeran en decir que no les gusta el candidato propio, con lo cual parecen apoyarlo pero, en realidad, lo debilitan. En este contexto, la idea que los unifica es la de disparar contra Macri, instalar que detrás suyo viene la restauración conservadora, la reversión de todas las "conquistas" (sic) logradas durante estos años.
Uno de los rasgos hermosos de la democracia es que, cada tanto, la sociedad expresa su opinión sobre algunos asuntos. Es una opinión cambiante y depende de muchas variables. En las tres semanas que quedan al balotaje, el kirchnerismo pondrá en claro que, para ellos, está en juego la supervivencia del modelo. Lo dice Scioli cada vez que habla. Lo repite Cristina en cada una de sus intervenciones. El 22 de noviembre, se verá qué porcentaje de la población valora "el modelo". Los indicios no son buenos. A Scioli le fue mal el domingo pasado. Pero a todos los candidatos kirchenristas que compartieron boleta con él -Aníbal en la provincia, Máximo en Santa Cruz, Kicillof en la Capital, Sabatella en Morón- les fue peor: porcentajes muy significtivos del voto peronista cortaban boleta cuando aparecían los hombres de la Presidenta.
Pero ahora será a todo o nada.
Por sí o por no.
Un plebiscito.
¿Apoyan el modelo o no? ¿Se cambia o se conserva?
En pocos días, en un suspiro, se conocerá la respuesta.
Chan.



