Crónicas del subsuelo: El conquistador, el bulto y el indio alegre

Crónicas del subsuelo: El conquistador, el bulto y el indio alegre

Por:Marcelo Padilla

 En el año mil quinientos treinta y tres -tengo prohibido los números si no los escribo- según cuenta el libro de los acontecimientos acelerados de la historia, un tipo al sol, en plena España, gritó unas palabras para anunciar el descubrimiento de un monumento. El objeto-monumento estaba tapado con una manta de arpillera y, las gentes que se acercaban de a poco, como con miedo, pero yendo hacia el monumento y sospechando, cuchicheaban en bisbiseos: algunos sostenían que allí, bajo el mantón de arpillera, había una escultura de piedra que representaba a un camello dorado con perlas en los ojos color turquesa y pepitas de oro incrustadas en el cuello, otros a un cóndor nigredo, petróleo, almidonado con paños de momia; los más arriesgados imaginaban una estatua de un conquistador cortándole la cabeza a un indio alegre que seguía de risa con su cabeza decapitada a los pies del conquistador, y un brazo caído sobre una pata del pirata con una lanza que se supone usaría para matar al conquistador. Si bien esta última idea no era compartida en la plaza, -la mayoría apostaba por bichitos en su nuevo adoratorio, en la ermita que quedarían, por las formas y contornos... bien que se le parecía-. El que pensaba... lo guardaba para sus adentros, pero lo vendían sus miradas dado el silencio que impuso ese bulto que por momentos si uno fijaba la atención visual, se movía, o tal vez era el efecto del sol, una alucinación o nublación mental, en fin. Eran solo comidillas, mientras, el tipo al sol que gritó el anuncio sostenía una espada toledana de buen porte. Su rostro... ido, con una barba larga y mota en la cabeza como si hubiera salido de un posterior manicomio francés proyectado en un futuro cercano para él, luego de la revolución acelerada de mil setecientos ochenta y nueve. Los españoles irían a enfrentar a los franceses más adelante, pero eso es etcétera las más de las veces y no vamos a detallar lo que ya uno sabe por las voces que nos han formado en la oscuridad de los libros canónicos.

Llegó al millón y medio de personas que rodeaban la plaza, el conquistador en lo alto de un mirador de madera construido con palos de buena firmeza en su estar a diez metros de altura. El anunciante entró en un delirio místico al ver a tanta gente y descubrió la manta de arpillera con unos movimientos exagerados, como pases de magia con algo de hechicería iquiteña, tal vez intentando copiar los movimientos de los indígenas cuando ritualizan, pero eso se lo deben haber contado porque el llamado "conquistador" nunca conquistó nada, es más, ni siquiera viajó a ningún lugar que no fueran los desiertos de Extremadura. Fue desgarrador ver cómo la gente corría despavorida por la ciudad, atropellándose, algunos murieron por las avalanchas, muchos niños, muchas niñas, muchas mujeres y hombrecitos sabios de cien años fueron triturados por la amalgama de carne humana que ni Ezeiza se le podría comparar en un futuro muy lejano hacia adelante, vaya la distopia del tiempo pre post histórico, ex ante colonial, y ex post sumidero de libertades nunca vistas.

¡Cómo un loco puede descubrir ante tantísima gente un horror así!

¡Quién hubiera imaginado que ese monumento no era de materiales firmes y eternos como la piedra sino de carne humana pútrida!

Atención a la referencia del conquistador con la cabeza en sus pies de un indio alegre. La cabeza emitía carcajadas y le salía sangre. El indio era un indio, y alegre, pero el conquistador no era un conquistador, sino que era el mismo tipo del anuncio de inauguración del monumento. Un vago que nunca se la jugó y la pecheó cuando hubo de subirse a un barco pirata; por miedo no quería viajar con ratas ni con la troupe de locos que zarpaban cada tres días hacia las indias orientales. Un resentido social para con La Corona, que se encontró con la gran oportunidad -dada la intriga del destape del monumento- de revolucionar la comarca hosca y tosca, que como los perros comían moscas, y las palabras producían un sonido de fondo a chicharra, como en una gran selva navegando en una canoa por un afluente de un gran río, pues entonces, hubo de transformarse todo en un locurón español, uno de los tantos que quedaron en La Castilla, según dijeron sus coetáneos, "por defecantes y pechos fríos". Quienes justamente se vendían pavoneando su fracaso disfrazado de mantra y erigiendo absurdos tótems de carne humana. Hechos hechiceros a través de un curso intensivo para hechiceros. Una estafa en ese entonces, cómo decirlo, educativa. ¡Si no sabían siquiera nadar, y menos flotar! Pues habrán visto por lo que relato, según me dicen en los libros ocultos, que ni La Corona ni la Iglesia han dado a conocer. Carne podrida, eso era el monumento. Pero vayamos especialmente al tema de la cabeza del indio alegre.

La palabra monumento es posterior a aquel asesinato (del latín monumentum, «recuerdo», «erección conmemorativa», «ofrenda votiva») y la monumentalización de panteones, edificios y magnificencias que ocurrieron en construcciones, después, cuando las ciudades post renacentistas necesitaron del pasado para afincarse como los nuevos dioses mercaderes. Veamos: En el libro de los acontecimientos acelerados de la historia, se dice textualmente:

/Y se alzarán espigones de materiales duros hacia los cielos donde habitarán humanos, como viven las ratas en altamar, apretadas hasta el naufragio/

La cabeza del indio alegre intacta sobre un montículo de piedras, cubierto romboidalmente de vidrio transparente, con la gravedad tuneada como para que cada tanto se eleve, ingrávida, la cabeza del indio alegre, y suelte carcajadas que amplifican unas máquinas huecas de piedra y cobre que producen rebotes sonoros titilantes en un radio de mil kilómetros a la redonda. Como el gong de las películas de los chinos. Pero en este caso de indios alegres ex montos. La vagancia que no curtía la del Chacho Peñaloza porque eran unos jipis que se la pasaban rascándose el higo como gauchos bajo un sauce llorón. Tratados de contra-revolucionarios, los jipis, no estaban en contra de nadie, más bien pacíficos, todo, les chupaba, realmente, un verdadero guevo. Claro... - ¡Qué tiene que ver la cabeza del indio alegre con todo esto! -se preguntará más de uno, en fin, yo también me lo pregunto, porque no soy yo el que piensa lo que escribe, es la escritura en todo caso que se apodera de gente como si fuera un títere endemoniado. Entonces, ninguna relación y punto.

"Sórdidos ruidos de albaneceres", se escuchó, en un bucle poético de un eventito jipi que cada tanto se hacía clandestinamente para leer lo que después sería "el matadero", obra que cobraría gran vigencia hacia el mil ochocientos y pico en adelante. Que sería algo así como y treintaialgo. Dicho mejor. Porque repito, me tienen prohibido los números sino los escribo, aunque más no sea aproximadamente. Porque se sabe: la historia pasa con el dedo mojado de saliva, a otra página, en pocos minutos. La población última se dispersó y la primera quedó atrapada como paté de fuá en la plaza principal. Untaron los invasores esa pasta de humanos y se los comieron con pan a la media tarde de España, cuando el sol todavía, como la once chilena con palta-mayo, pegaba fuerte como cachiporra de vigilante. El horror ya se sabe, el hedor ya se siente cruzando la frontera, por eso los albatros entraron a tallar en la historia de La Castilla. La ciudad hacia el mil ochocientos ya estaba inundada por el corrimiento del mar que lentamente fue devorando el desierto. Los camellos de mar, los caballitos de mar, las conchitas de mar, el cieno flotando por los manglares que acolchonaban la tundra.

El indio alegre dejó de sangrar, quedó pálido como santo de pintura de iglesia. Mejor dicho: la cabeza del indio alegre dejó de sangrar, y rodando entre la montonera se enquistó en la masa contagiando con su sangre a los demás montitos. Los que pudieron correr y salir de la plaza, bien por ellos, pero los que no se contagiaron, fueron puestos a disposición del batallón de fusilamiento del Hospital del Sol, no les inyectaban, le disparaban unos dardos con acetona para las uñas. Yo zafé, bah, el que me dicta. Que ahora está encapsulado en una boya de oro para su recuperación definitiva con diagnóstico severo. Dice el diagnóstico: "cuerpo tomado por gangrena. Pronóstico de muerte: noche o madrugada del mil novecientos y pico". Faltaba una eternidad. Pasaron los años que no importan hasta que la cabeza del indio alegre quedó sola y expuesta en el calvario todos los 13 de cada mes (el trece es el único número permitido) Las filas eran interminables. Las gentes de la población nueva no dejaban de maravillarse con esa cabeza que reía a carcajadas. Tenía los ojos ciegos, fijos en la nada, el sol le había chamuscado parte de la barba, porque era un indio que tenía barba, después de viejo. Un indio de la risa, un indio atrevido que le hizo frente al mesiánico conquistador de La Castilla. Vaya a saber cuándo llegue a saber uno.

Como amanuense solo tengo para decir que, ya liberado del que me dicta, ahora me ocupo de mis enseres domésticos. La paga es regular, pero sirve para costear al menos un pequeño viaje a un embarcadero. Si la cabeza del indio alegre flotara fuera del romboidal vidrio, otra cosa sería. Una decapitación por levitación, o tal vez un asesinato justiciero de un loco, -: Un loco-, dijo el mago sobre el conquistador. Lo tenían montado en un testículo, así se dice, con todo respeto. Ya debe estar en el balcón que da al paredón pintado. En la pintura hay una mar de fondo, tormentas eléctricas y manchas de pintura vermelha. Como sangre, pero de pintura. Todas las mañanas a puro mate mirando el paredón hirviendo por la España de sol. La risa del indio alegre repicando. Los indios no existen más. Quedaron como piezas momificadas. Y ahora se los estudia para la identidad. Hasta a las calles le han puesto nombres de indios alegres. Adelantándose a lo que sería añares luego, una obra inconseguible. Los dos indios alegres.

Ésta crónica, es parte de la historia desopilante de uno de ellos.