Crónicas del subsuelo: En un azul de frío

Bailo y bailo para olvidar, no hay espera ya, las luces se han apagado y la mañana es el umbral en una cama luego de la paliza.

Crónicas del subsuelo: En un azul de frío

Por:Marcelo Padilla

El wachi vomitaba el vino hediondo del melón aspirado por la cañita. Tibio, endulzado por la fermentación de la tarde cuando la tormenta amenazaba luego de la disputa de los algodones de erizo. La ruta pegada al condominio de Las Malas Muertes, que de lenguas entajadas esponjan todo hídrico sabor metálico en la química de los destilados para gustos de baja estofa. No son los caminos de ningún vino, probablemente de ningún camino. - ¡Wachi!-, le recriminan en tono de reto, anticipando la pretensión de juzgamiento. En Las Malas Muertes, por fuera de los equilibrios del trazado, el agua escupe toda vanidad que de cualquier acantilado se enuncia. La revocación del primer intento, el amedrentamiento y las recomendaciones policiales de la publicidad institucional glissaron por la onda electromagnética.

El verano trae escondido algo que no sabemos en nudos de entubamiento. Promisorio destino, abisal convulsión de la semilla aristocrática de barrio parco. De silenciosa huella de noche, que no ve al sol avenirse. Como perros entablillados por atropellamientos. Estaca y cuchillo, cruz de sal gruesa para combatir el pronóstico del tiempo. A veces sale, a veces no. A veces cumple, otras no. Wachi con un sombrero de calabaza atropella la noche, la turbia sangre funeral que baja de la montaña.

Movía las caderas de un lado hacia el otro en pleno embrujamiento de la música. Tanto en "Fatal", el nuevo de Paquito Amoroso, o en la melancólica "Golosina Caníbal" de Roberto Jacoby, la estridencia de las violas de Las ligas menores, y en el escandaloso "Te voy a extrañar" de Damas Gratis ft. Viru kumbieron, dejaron al Wachi poseído como una serpiente dispuesta al goce y al exceso apretando el tronco de la galería. En una especie de ahorcamiento de sí hasta destrabarse del cansancio y resbalar, rebotar un par de veces en el suelo de tierra que ya frescaba en la noche bermejiana. En Las Malas Muertes la peregrina vocación de quietud de las veredas, extensión de enlazamiento para vivir afuera en pandemial shocky, desbarbijados por la necesidad de las bocas, en el rebajamiento de la aspiración a cualquier invasión de chucherías. Besos y suaves mordiscos de los labios. Y una lengua que humedece con la otra el desencanto de todos los amores acumulados, en la necesidad de abrazar la desaparición de las costumbres y sortear el aborto del deseo que gobierna.

A ciencia cierta no se sabe, tal vez, porque no haya ciencia cierta. Perdidos. Aun sin saber, por el efecto del pandemónium, la ciencia cierta queda en el reducto inmaculado del higienismo epistemológico de los científicos. El carácter, el título nobiliario del conocimiento de la ciencia cierta está bien cómodo en sus pergaminos. Es que a la ciencia cierta no la conocemos. ¿Al conocer le han amputado partes del cuerpo? ¿Dónde la ciencia sino en la iracunda profundidad de lo imprevisto?

Yo devoraré tu pequeño corazón como si fuera una golosina caníbal, canta Jacoby, tirándose de cabeza desde los álamos mechudos. Merengue merengue, pasta de almíbar y perversa luna de hiel atomizada luego de la clonación de la noche. De la noche que se repetía a sí misma para no terminar de extinguirse, tirando de las sábanas en su último viento. Que de últimos vientos habría quedado ese amargor luego de la ficcional muerte, del último encantamiento que tuvimos por décadas hasta ahora, donde tendremos que buscar algorítmicamente a nuestros héroes fragmentados. Lo parido ha muerto. Y lo muerto manda como cuerpo tibio dispuesto al sexo en lejana y solitaria compañía.

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¿Irá a llover?

Es que luego de los espantos -donde la sentencia dice que por dios, la patria, y los santos evangelios lo hemos hecho-, no hubo balacera. Solo el tibio aliento de las bocas que se aprietan tímidamente. Bailo y bailo para olvidar, no hay espera ya, las luces se han apagado y la mañana es el umbral en una cama luego de la paliza. Se ha hecho domingo, en la pentecostal humareda de las creencias, las bocinas de una marcha estrafalaria rodean el café luego de los mendigos. La ciudad es una gran oferta de ocupación en el abandonamiento. Como aquellos cirujas de la alameda, últimos beatniks amuchados, manga de Cúneos que a lo bonzo han despedido a su siembra y ahora caminan sus herederos por los bares y cafecitos de la ciudad destemplada en una independencia pendenciera ingobernable.

Marcelo Padilla