El país firmó un nuevo acuerdo con el Fondo Monetario Internacional. Más de veinte veces en la historia se firmó el pacto desde que el país ingresó, el 20 de septiembre de 1956. El repaso.
Argentina, un ingreso casi de primavera, su "22, el loco" y el recién llegado
Los mastines Milton, Murray, Robert y Lucas, bajo las órdenes de Conan "las Fuerzas del Cielo", conducen al Presidente en el entrevero que marca la agenda política.
Había una vez una vez un país que no nació. Fue emitido. Una anomalía continental con himno propio. En medio de su dispersión, llegaron 22 locos. Cuando el viernes caía, apareció otro forastero que nadie sabe bien que trae entre manos.
El reformista fue el primero. Llegó una tarde de 1958. Era un teólogo monetarista. Trajo 75 millones de dólares, el 0,5% del PBI, y una convicción religiosa en el ajuste. Reducción del gasto, unificación cambiaria, poda al subsidio. El reformista creyó. Firmó tres veces más. Cien millones en total. Se fue con la satisfacción del que cumplió su parte del malentendido.
El segundo fue el Interino. Año 1962. Un intermezzo gris entre gobiernos. El tipo tenía el entusiasmo de un gerente de archivo. Pidió un stand-by breve, de contención. Una morfina monetaria. Fueron 45 millones de dólares, equivalentes a poco más del 0,3% del PBI de entonces. El país venía de una devaluación reciente y de una inflación reprimida por controles. El FMI giró condescendencia. Las condiciones eran las de siempre: disciplina fiscal, sinceramiento cambiario y promesas de reformas que jamás se concretaban. Nadie recuerda cuánto duró. Lo que dejó fue más una atmósfera que un programa: la sensación de que el piloto automático tenía firma extranjera.
El tercero fue el Metódico. Aterrizó en 1967 con planillas, precisión suiza y un acuerdo de 100 millones de dólares. El PBI estaba estancado desde hacía tres años. La inflación pasaba los 25 puntos y las reservas se escurrían como arena en un reloj sin vidrio. Era partidario del ajuste quirúrgico: congelamiento salarial, restricciones al crédito, reducción del déficit primario a fuerza de tijera. Las metas eran moderadas, pero ineficaces. Prometía estabilidad como si la estabilidad fuera un electrodoméstico importado. Al año siguiente volvió, con el mismo traje.
Ver: Caputo anunció los detalles del acuerdo con el FMI
Ese era el Persistente. 1968. Pidió 125 millones. Hablaba de sentar bases como si el país fuera un terreno baldío. El crecimiento seguía sin aparecer: ese año, el PBI apenas se movió. La inflación rozaba el 25%, y el tipo de cambio oficial comenzaba a parecer una ficción literaria. Pero el FMI seguía girando. Las condiciones eran repetidas con devoción burocrática: disciplina monetaria, reducción del gasto público, estabilidad de precios. Había nacido el amor fou: uno daba condiciones, el otro las incumplía. Y sin embargo, se necesitaban.
En 1975 llegó la Viuda. No traía luto, inflaba y devaluaba. Era la encarnación del peronismo sin Perón. La inflación estaba en 335%, el dólar no encontraba techo y las exportaciones caían como dientes de leche. Firmó tres acuerdos: un 'oil facility' de 100 millones y dos 'compensatory financing' para tapar agujeros que ya no eran fiscales sino existenciales. Nadie sabía qué pasaba, pero todos firmaban. El plan era improvisar con gracia. Y si no se podía, endeudarse.
El Usurpador cayó en 1976 con uniforme, voz de mando y una carpeta que decía "Plan de Estabilización" pero parecía escrita por un personaje secundario de Ayn Rand. Firmó en agosto por 300 millones. Lo suyo era el shock: apertura comercial sin anestesia, represión del salario con método, reducción del gasto. En el Excel todo cerraba. En la calle, no tanto. La inflación bajó, sí, pero porque la economía se desmayó del susto. La deuda externa pasó de 7.000 a 27.000 millones en cinco años.
En 1977 llegó el Teórico. Creía que la confianza era una política pública. Caminaba como si flotara, con ese aire de iluminado que confunde modelo con milagro. Firmó otro stand-by, 110 millones, metas precisas, redacción digna de tratado escolástico. La inflación, que venía bajando, descendió algo más, pero a costa de una recesión que no se anunciaba en los diarios sino en las mesas vacías. Las reservas crecían, sí, pero por la deuda. La economía era una bicicleta que pedaleaba de espaldas. El país funcionaba como un truco de prestidigitador: lo que se veía era prestado. Y lo que no, también.
En 1983 apareció el Transición. Vino a encender la lamparita de la república. Firmó dos acuerdos: uno de 550 millones y otro de 1.500, para estirar la mecha hasta las elecciones. En los papeles, todo era "provisional". En la práctica, el Estado era una cooperadora escolar. Fue el primer loco con culpa: firmaba y se disculpaba. Quería evitar la catástrofe, pero solo consiguió patearla al próximo. Pero al menos encendió la luz y dejó la puerta abierta sin empujar a nadie por la ventana.
El Demócrata llegó con votos y una frase que envejeció peor que el peso: "con la democracia se come". Entre 1984 y 1988 firmó cinco acuerdos. El Plan Austral fue su estrella. Congeló precios, reformó el peso, y pidió al FMI que no hablara muy fuerte. Al principio funcionó: la inflación bajó al 90%. Después, volvió al galope. En 1989, la hiper se llevó todo.
El Privatizador llegó en los 90´. Firmó cinco acuerdos y vendió todo lo que tuviera logotipo estatal: teléfonos, gas, jubilaciones, las llaves del agua. La convertibilidad era su tótem. El déficit cero, su credo. El FMI lo miraba como quien por fin encuentra un alumno que copia bien. En 1998, pidió 2.800 millones para sostener la coreografía. El dólar estaba fijo, los precios también, pero el desempleo bailaba solo. Todo parecía ordenado, como una casa de muestra. Hasta que colapsó sin aviso. Una torre de naipes bien lustrada, que no resistió el estornudo de la realidad.
El Blindado fue 2000. Llegó con lenguaje castrense y ojos de bolsa. 7.200 millones bajo el brazo y la idea de que el problema era de confianza, como si la gente retirara sus ahorros por capricho. Prometió reformas previsionales, ajuste fiscal, congelamiento de gastos y sonrisas medidas. Era un acuerdo para blindar, no para curar. Como tapar una fractura con papel film. En 2001, la fe colapsó.
El Incendiario fue 2001. Ardió. Default, corralito, saqueos, cinco presidentes en once días. La convertibilidad estalló como una cáscara reseca. El Fondo miró de costado, como quien se deslinda de una reunión que organizó. Después publicó un informe: impersonal, tardío y en tercera persona, como si hablara de otro país, otro siglo, otra galaxia. A esa altura, nadie esperaba autocrítica: sólo que se llevaran algo de lo que habían dejado.
El Bombero fue 2003. No traía ideas ni slogans, traía una manguera. Firmó por 12.500 millones para pagar deudas viejas con plata prestada. Refinanció. Ordenó. Apagó lo urgente. Hablaba poco y ejecutaba menos. Pero, al menos, nadie gritaba. Su gestión fue como un paracetamol: no curó nada, pero bajó la fiebre. Se fue sin estridencias. Como un portero que, tras barrer el desastre, deja el balde al lado de la puerta y se va silbando bajito.
El que Cortó llegó en 2005. Se sacó la corbata, agarró las reservas y fue hasta la ventanilla del Fondo a pagar 9.800 millones. Dijo "hasta acá llegamos". Recuperó soberanía monetaria y también algo más raro: orgullo. El Fondo se fue. Nadie lo despidió. Durante un rato, Argentina fue un país sin visitas incómodas. Duró lo que duran las decisiones audaces: lo justo para que lo citen en un documental y lo olviden en el presupuesto siguiente. Por un rato.
El que No Llamó fue la década sin FMI. También sin estadísticas. El INDEC se convirtió en un personaje de ficción y la inflación, en tabú. Nadie hablaba de precios, todos hablaban en voz baja. La deuda crecía con discreción, sin firma del Fondo, pero con firma nacional y letra gótica. Fue un tiempo extraño, con superávit gemelo y déficit paralelo. Un realismo mágico con PowerPoint. Nadie llamaba, pero todos sabían que, en algún momento, alguien volvería a marcar el número.
El Gradualista volvió en 2018. Prolijo, diplomático, hablaba de shocks y alegría. Firmó el préstamo más grande de la historia: 57.000 millones. Era tanta plata que no entraba en los noticieros. Se usó para calmar al dólar, contener la fuga, y pagar vencimientos. No funcionó. El dólar subió, la fuga también.
El Pragmático firmó en 2022. Refinanció lo anterior como quien acomoda la alfombra para esconder el incendio. Acuerdo de facilidades extendidas, 30 meses, devolución en 10 años. Metas fiscales, monetarias y de acumulación de reservas. Cumplía con dificultad, renegociaba con cortesía. Las metas se corregían con footnotes y las declaraciones, con subtítulos. La economía no mejoraba, pero el Fondo aplaudía. Como un director de orquesta que sigue marcando el compás aunque la banda haya abandonado el escenario.
El Ajustador llegó en 2023. Hablaba de déficit cero con el fervor de un converso y el pulso de un cirujano sin anestesia. Cortó todo: subsidios, transferencias, obra pública. Aplicó motosierra al gasto y bisturí a la retórica. El FMI lo felicitó por el coraje. Pero no giró los fondos. Era un aplauso en seco. Un elogio sin propina. El país se ajustaba. El Fondo, como siempre, ajustaba la redacción. En 2025 citaba a Hayek en inglés, se sacaba selfies con la Constitución y hablaba de reformas como si fueran recetas de cocina. Anunció un nuevo acuerdo de 20.000 millones, con cuatro años de programa y diez de repago. Reformas estructurales: laboral, fiscal, previsional, hasta fonética si era necesario. El acuerdo número 22, "el loco", iniciaba su reinado.