En tiempos en los que se propone una amputación quirúrgica del aparato estatal, conviene recordar qué hicieron efectivamente los países que lograron desarrollarse.
Nunca es sin Estado
En el agitado escenario contemporáneo, donde ciertos discursos neoliberales insisten en instalar la ilusión de que el Estado es prescindible, conviene recuperar una lección cardinal de la experiencia histórica y del pensamiento político serio: nunca es sin Estado.
Después de la Segunda Guerra Mundial, en pleno reordenamiento global, las democracias industriales comprendieron que frente a la creciente complejidad social, los desafíos del desarrollo económico y la imperiosa necesidad de inclusión, el Estado debía fortalecerse. No se trató de una casualidad ni de una conspiración ideológica, sino de una constatación empírica: los Estados eran -y siguen siendo- el único actor con capacidad para garantizar derechos, organizar mercados, invertir en conocimiento, producir bienes públicos y sostener un mínimo de cohesión social.
Fue esa constatación la que impulsó la emergencia de nuevos enfoques en las ciencias sociales, especialmente en la Ciencia Política y en la Administración Pública. Se abandonó la visión legalista y normativa del Estado como mero aparato coercitivo, para pensar en él como un conjunto de capacidades institucionales que hacen posible la acción colectiva. Tal como señalaron David Easton o Paul Sabatier, se volvió necesario estudiar no sólo las reglas, sino los procesos concretos de formulación, implementación y evaluación de políticas públicas. Surgió así una disciplina aplicada, con herramientas que van desde el análisis costo-beneficio hasta las teorías de las coaliciones de defensa y los múltiples flujos.
Por estas latitudes, el célebre politólogo argentino Oscar Oszlak lo expresó con claridad meridiana, en una entrevista de un medio gráfico local: "El Estado capitalista es un instrumento muy imperfecto de gestión colectiva, pero muy superior a cualquier otra forma conocida". Su crítica no es ingenua. No idealiza al Estado. Pero advierte contra el espejismo de su disolución. Porque sin Estado, lo que impera no es el orden espontáneo del mercado, sino la anarquía de los intereses más fuertes. Como también nos recuerda Michel Camdessus, "si se abandona totalmente el mercado a sus mecanismos, se corre el riesgo de que los más débiles sean pisoteados".
En tiempos en los que se propone una amputación quirúrgica del aparato estatal, bajo la promesa de que la "mano invisible" nos llevará al Primer Mundo, conviene recordar qué hicieron efectivamente los países que lograron desarrollarse. Alemania, los escandinavos, los tigres asiáticos, Estados Unidos mismo: todos contaron con Estados robustos, planificadores, innovadores. Estados que invirtieron en educación, ciencia, infraestructura. Estados catalíticos, como los describe Peter Evans: capaces de impulsar el crecimiento sin capturar ni ser capturados por intereses sectoriales.
Reducir el Estado al mínimo, con la esperanza de reconstruirlo luego, no es una estrategia. Es una renuncia. En América Latina ya vivimos las consecuencias de esas lógicas. Fueron décadas perdidas. No por exceso de Estado, sino por su debilidad estructural para hacer cumplir la ley, para garantizar derechos, para distribuir con equidad.
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En definitiva, insistir en que es posible una Nación sin Estado no es sólo una ingenuidad teórica. Es una irresponsabilidad política. Porque en el mundo real, sin Estado, lo que queda no es libertad, sino abandono. No hay experiencia histórica de desarrollo exitoso sin un Estado presente, estratégico y legitimado. Por eso, frente a quienes promueven su desmantelamiento, hay que decirlo sin eufemismos: nunca es sin Estado, siempre es con un Estado eficiente, racional, inteligente y con capacidades para satisfacer demandas y garantizar derechos conquistados democráticamente, así se evitarán las realidades que nos amenazan como fantasmas (y que pensábamos haber superado largamente) como: el aumento de la desnutrición infantil, del desempleo, el analfabetismo, y otras tantas, tantas y tantas inseguridades sociales.
El autor es Docente de la Universidad Pública,
Licenciado en Ciencia Política y Administración Pública y
Concejal del Municipio de Godoy Cruz.