Crónicas del subsuelo: Los pájaros de Asia, una obrita encantadora

Crónicas del subsuelo: Los pájaros de Asia, una obrita encantadora

Por:Marcelo Padilla

 En el arrabal nocturno de un pueblito chino cosi cosá, dos ciegos se cruzan en una calle sin farolas. Uno escucha los pasos del otro. Viceverso viene cabizbajo por su condición de vice. Y, por el perfume que usa el otro ciego chino, reconoce que es de mayor rango que él. Con la mano clueca, viceverso se aferra del brazo del otro. Comprimiendo, como el ciego aprieta las cosas y los objetos en china: a veces con una suavidad que no se nota.

Y le dice:

-¿Usted es el de aquella vez, cuando estábamos en el Río Juaxín -la sudestada húbose levantado por la zona en pleno invierno- con las manos llenas de lodo, mientras los periquetes sonaban de aquí para allá y las explosiones de las bombitas de fósforo que nos tiraban desde el aire retumbaban dentro de las fábricas? Pues, si fuera usted aquel, le cuento que ya no queda nada, casi nada por derrumbarse, y usted, en tal momento, que podía ver como yo, me relojeó. Y desconociéndonos por el velo de los humos... -¿Se acuerda, cuando de la botella de Huangjiu tomó del pico, que llegó del norte con las provisiones y no nos alcanzaba para una tortilla de papa? Usted, ciego ahora y lince ayer, ¿usted no era el que...?

-Excúseme por la interrupción, dijo el otro chino, ¿puede soltarme el brazo antes de responderle la pregunta?

-No, no puedo. Y escúcheme, que es importante lo que le voy a decir. Que más que decirle es contarle, por si no está enterado. Es usted un hombre que por su perfume denota pertenecer al rango de los ciegos clase 1 de la dinastía Joxhín. Y, supongo, usted ha podido olfatear el mío, darse cuenta con quién está hablando. De cualquier manera y más allá de mi inferioridad, -aunque no me diga nada del perfume que diferencia nuestros rangos-, debo advertirlo.

Y sí, se lo tengo que decir apretándole el brazo porque la última vez que hablé con uno de los fugados, húbose ido despacito mientras yo le hablaba al oído. Pasé una hora y media contándole unas cuestiones ligadas al aroma, al olor, al hedor y al asco; creí me escuchaba con atención. Al tipo, supongo, -siempre supongo-, le debe haber aburrido el cuento chino, y por eso se me fue. No supe más de él. Cuando me enteré lo que le sucedió a los pocos días se me dio por pararlo del brazo a usted, para advertirlo; como le dije, de las cosas que nos están pasando en este pueblo abandonado. En primer lugar ¿usted sabe que al pueblo lo han abandonado sus habitantes por completo? ¿Que lo único que nos queda es la placita solitaria y los árboles que la cercan, aún vivos, porque los riego yo? -Cerró su alocución, viceverso-.

El otro ciego -chino- estaba ebrio. Por supuesto que en pedo y todo, sabía de su condición y de la condición de viceverso. Al olfato un ciego chino no lo pierde ni estando en pedo con Huangjiu. Sin embargo, lo dejó hablar y de paso controlarse la baranda de su jeta. Porque sabía que si lo interrumpía o le contestaba algo -seguramente le iría a caer mal el comentario, de lo que sea-, el monólogo de viceverso podría durar dos o tres, tal vez cuatro. O cinco horas chinas. Por el perfume el otro ciego reconoció a viceverso. Y no quiso decirle nada. Ni contestarle siquiera sobre lo que le decía viceverso del abandono del pueblo.

Mucho menos decir:

-¡Sí, soy yo!

O

-¡No, no soy yo! está equivocado de persona.

¡Tampoco! Hubiérase puesto más loco todavía. Viceverso lo que quería es que lo escuchasen, básicamente, en su chino ancestral. Por su condición de vice, por su apocamiento para encarar la vida, tal vez por ser el ciego loco que cuenta maldiciones y profetiza cataclismos en el pueblo, la gente por todo eso le huía. Algunos le daban unos renminbis y puchos que el mismo viceverso tiraba a la alcantarilla.

-No me entienden, soretes, no pido limosna, les estoy avisando lo que está pasando y no quieren verlo, infelices-, les decía viceverso, agriado, a quienes lo ignoraban o le tiraban algo para lavar sus culpas chinas.

Viceverso tenía clara la cuestión de la no mercantilización del alma. Además curtía el Tao, con eso digo todo. No se consideraba un espectáculo callejero ni un loco salido de una aldea. Viceverso era así pero nadie lo reconocía así. Directamente no lo reconocían, no lo miraban. Dejaban que hablara solo. Por eso regaba los árboles de la placita. Les hablaba, y, a veces, se lo veía pegándole patadas enfurecidas a un arbusto con hojas color ocre, por no crecer lo que a él le parecía que tenía que crecer un arbusto con hojas color ocre, habiéndole echado agua durante una semana continua. Una semana china, que, como se sabe, dura una semana y media.

Viceverso empezaba a escribir con mayúscula su nombre masculino en chino mandarinesio, pero después que se daba aire, se abatía en el fluir del pensamiento, y ya no era el Emperador del comienzo de la mayúscula dinastía. La v corta se la bajaba a tal punto que se transformaba en una gelatinosa masa flácida de tanto hablar pelotudeces por todo el pueblo. Él, se sentía viceversa, pero con mayúscula. Josefina Beatriz del Parque Viceversa. Con prosapia. Josefina le puso su hijo Xianpi, Beatriz, su nieta Ximú, a del Parque se lo inventaron en el Ministerio de Letras del conglomerado de Ibucjión, donde había nacido bajo una madrugada tibia hasta que empezó a los dos minutos el invierno. Por el frío se lo trajeron a este pueblo. Y bueno, el chino, así como les digo, tenía ese mambo ciego.

Sin embargo, los dos ciegos chinos no podían darse cuenta de algo. Los pájaros de Asia quedaron en el pueblo. En cada árbol de la plaza había un nido de Los pájaros de Asia. Supieron llegar en bandada una vez al caserío; no sé si fue por las explosiones en la zona que los hizo venir a salvarnos.

¿Qué pueden hacer Los pájaros de Asia con estos diluvios existenciales?

Pues, salvar mendigos.

Así como Los pájaros de Asia le dan de comer a los picos abiertos de sus pichones, así empezaron a darles de comer a los mendicantes, quienes solían dormir con la boca abierta, -algunos dicen que a propósito-.

Por las noches escandalosas del peltrío, silenciadas por el abandono de todo lo humano, Los pájaros de Asia viajaban a velocidad crucero por el aire, descendiendo donde hubiera miguitas de pan o cualquier semillita nutritiva. En el pico transportaban una y otra vez cositas diminutas. En miles de viajes aéreos se acercaban al mendigo y las dejaban caer en su boca abierta y ebria... y china. Luego lo hidrataban con gotitas mínimas que también transportaban Los pájaros de Asia. ¿Los mejores pájaros del mundo? Sí, podría conjeturarse.

Los mendigos chinos, así, duraban más, tan solo unos minutos más, hasta que morían con un poco de fragor al menos. Una vez que Los pájaros de Asia pasaban por todas las bocas abiertas de mendigos rotos y por los picos tiritones de los pichones, en los cientos de nidos que construyeron en los árboles de la placita, se suicidaban contra un gran paredón que dividía al pueblo del dique. Estampado el paredón de pájaros de Asia, algunos mendigos no muertos se organizaron para inaugurar el Gran Mural donde se verían a los más de mil quinientos pájaros de Asia dibujados en el cemento del paredón. De todos los colores, con el mismo detalle de la sangre salpicada alrededor de cada uno. Los pájaros de Asia, ya no sabemos si es una obra de arte o puro cuento de pueblerinos con una gran imaginación. Tal vez, una imaginación de color ocre.