Crónicas del subsuelo: Atlantis prints

Crónicas del subsuelo: Atlantis prints

Por:Marcelo Padilla

 ¿El frío, frío, frío?... habrá comenzado a eso de las seis de la tarde, o seis y pico, cuando el viento del mar no podía ya ser anulado por el sol que caía como un ente baboso y amarillento, anaranjándose de a poco a medida que agonizaba en el frontispicio del infierno de la noche submarina, delirios acuáticos de antaño, cuando la memoria humana sabía erigirse por tormento de los cuerpos en una sabiduría poliópica, casi de lince, de mil ojos con escamas, y entre tanto, piel de carnívoro. Especie de Atlantis Prints humanoide y lisérgico -a juzgar por los ocho ojos que le revoloteaban en redondeles negros sobre el fondo blanco de los cuencos-. Un esperpento de espectro. Un animal que graznaba -en idiomas opacos- sepulcrales macumbés de otros siglos negros, antiguos. Las puntas cónicas de los rayos entibiaban, sin embargo, el viento frío, siempre es más poderoso. Las hileras de personas empujadas a subir del pozo de agua que se los había tragado por varias horas -hasta que los rescatistas dijeron basta y se fueron-, salieron a flote, como humanos habitantes del fondo del mar que irían a buscar, en los viejos cofres de navíos naufragados, las cartas embotadas en catapultas del pasado, para ser futuro en la extinción de su propia especie. ¡Vaya paradoja!

Punteó la noche suave para guasquear cegueras de los acantilados. Dormían iracundos jipis a la vera de ruta, entrando al mar, en unos huecos tipo cavernas húmedas decoradas por formaciones de arcilla, y un pelambre verde chillón con filamentos diminutos que, de lejos, semejaban una pintura rupestre de cinco mil o seis mil años. Rouse, se abalanzaba sobre una madera larga que hacía de cierre de paso a una jilguera ornamentada que ostentaba el lugar, y una casita de lo más pintoresca que en las sombras afirmaba su carácter tenebroso con sus techos levantados en las crestas y los rieles colgando, por donde pasaban las ropas tendidas del vecindario cuando volaban. Claro, era un lugar acostumbrado al sol y a los días fríos por el viento sur que en las noches hacía correr de los ojos una babita melosa transparente, como de un llorar sostenido. Gotitas que se alargaban en la cara y las mejillas resbalando hasta el cuello, helándolo. Se abalanzaba Rouse en vaivén aprovechando el viento y su flaqueza, jugueteando con la idea de saltar hasta quebrarla. Un salto de envión suave y un ¡trash! que resuena en la soledad del mar bajo un cielo embotado dispuesto a largar océanos de agua sobre el agua, y sobre los pocos cantos de tierra que quedaban por la crecida. Rouse ida de sí, ensimismada, como si estuviera recordando algo que la puso lívida de un momento a otro.

-: Qué pasa Rouse, dijo Eduard, mirándola a los ojos, intentando una contención o algún afecto que la sacara de la brumosa tempestad que asediaba su mente. Al punto que pálida, también demacrada, y a medida que Eduard le hablaba, más y más se desvanecía, desapareciendo en el mismísimo aire que la sostenía. Nunca cayó Rouse al piso. Es como si hubiera escondido su cuerpo y dejara su espíritu simulado en la nube superior, instalada traquetosa, sobre la pareja de enamorados. -: ¡Oh Rouse, Rouse, Rouse! repitió Eduard, mirando la nada, como buscándola en el aire y en el cielo, perdido en su vista de pesquisa desesperada. Vandálicas noches junto Rouse recordaba Eduard en la terraza que daba al mar, ya de noche, tomando un Tizne de Ruar típico de la zona, con alto contenido alcohólico, casi de 95 grados o por ai. Cuando entró a la terraza para buscar una mesa en buena ubicación que diera al mar como gran pantalla, Eduard quiso ser amable en su ingreso y saludó a un par de gentes sin mirarle bien las caras, hasta que un hombre desde una silla con un perro atado a una de las canillas de las piernas, en traje de baño, con el torso descubierto y en chancletas, portando en su cuello colgantes extraños, cadenas de distinto grosor brillando en la oscuridad, con cruces de distintos tamaños y colores, y dos tatuajes en la parte baja de cada hombro. Uno de San La Muerte, y otro del Gauchito Gil. El hombrecito tenía cara de perro pequeño como el que llevaba atado a una de sus canillas, un bigote frondoso negro y el pelo peinado hacia atrás, con un corte estrictamente militar. El hombre era de edad avanzada, si bien no era un anciano tampoco un hombre joven. Se lo veía jubilado de su vida laboral, sin embargo... etcétera.

Las olas se estampaban sobre las piedras esparciendo su espuma hasta los acantilados, salpicando gotas gordas de sal a las casitas de madera que se movían de un lado para el otro, crujiendo. Del bolsillo, Eduard saca una cajetilla de cigarros y una de fósforos. Prendió un chuletero y le dio una sequita corta pero profunda. Miró la bruma que cubría los edificios. Luego, hipnotizado, quedó amarrado a la silla que le había sentado bien a la posición del cuerpo, no se movió, llegó la mesera con la carta. -: "Oh no, gracias", dijo Eduard, "quisiera solamente un trago, un trago de Tizne de Ruar por favor, al 95%". La moza asintió con la cabeza y se fue con la carta bajo el brazo, con estilo de camarera, con sus rulos al viento y un buen porte de mujerón que al caminar dejaba una estela de glamour de un perfume envolvente. Eduard no comprendía lo que estaba sucediendo. Al chuletero se lo fue fumando lentamente de a pitadita corta. La señorita le trajo su Tizne, lo apoyó sobre la mesa y le pidió la cuenta. Eduard pagó y le dio un sorbo largo al vaso, apurando su necesidad de embriaguez. Fue quedando solo en la terraza que daba a las rocas, donde rompían las olas con desquicio, apabullando los oídos a eso de las ocho y media de la noche. Prendió el teléfono, a los pocos segundos entró un mensaje, era Rouse en videollamada. Eduard no sabía si era por su borrachera temprana -o por su chuletero- tal estado de locura al que había llegado. No, era simplemente Rouse quien le hablaba por la pantallita. -: "Eduard", dijo Rouse, "no te preocupes, estoy en una. Estoy en un cumple".

Eduard lo tomó para la risa y a las carcajadas salió borracho de la terracita, bajando hacia la plazoletita donde paraban unos neonazis que, en grupo, estaban pateando en el piso a un perro salchicha. -: "Oh no", dijo Eduard, "es el perro del hombrecito militar, el de los tatuajes" -: "Oh no", repitió Eduard, cortándosele la risa mientras se le desfiguraba la cara. Recordó al hombrecito cuando se le acercó para hablar en la terraza al llegar, el pigmeo de bigotes lo miraba fijo a los ojos mientras contaba las hazañas de su perro, un simplón salchicha al que no dabas un mango, a saber: que los destrozos que le hacía el perrillo en la casa no eran ni comparables: "quedan más ordenadas las casas que visito por allanamientos por falopa que mi departamento cuando el pichi se amotina de furia", dijo el milipili, especie de ignoto dictadorcito, o tal vez torturador, mano de obra complementaria para los aprietes. En fin, no se le podía soltar del amarre con el que lo sostenía en la pata izquierda con un nudo fijo de una cuerda para llevar a esos esperpentos, mientras contaba todas las fechorías del perro y, de paso, soslayadamente, las tremendas actividades a las que dedicaba sus horas. El señorcito siniestro estaba ahí de nuevo, pero esta vez se había puesto una sudadera que le pronunciaba la panzota. Se le podían ver las cadenitas y las croches colgando. Daba terror permanecer escuchándolo al hombrecito de pelo peinado para atrás, negro, tiznado por algún color de alta combustión. De sus dientes salían restos de carne con sangre, que, si bien seguía masticando, se le colaban filetecillos por la comisura de los labios mientras hablaba, y algunas gotas de sangre. Masticaba el torturadorcito una paloma errática, a su vez que narraba escalofriantes métodos para conseguir información de los turistas y de algún desconocido por la ciudad, presa del perro y su patrón, como si el perro hubiera sido jibarizado en esa particular raza, antes ovejero alemán para cuerpos patrones más dotados para el amarre.

Rouse caminaba sobre las olas del mar. Como una Alfonsina lisérgica se la podía ver, con binoculares, cómo subía y bajaba de las olas oscuras en la noche, era una surfista, especie de virgen de los acantilados que podía caminar sobre el agua en su trifulca de explosiones. Un coro de lobos marinos entonaba una opera sostenida con sus voces guturales y gravosas. No quedaba nadie a eso de las diez y media de la noche. El mar había crecido, Rouse iluminada de neón a dos mil metros mar adentro. Eduard no quiso avisar a la policía ni a los bomberos ni mucho menos a la guardia civil que costea con ametralladoras la zona ambiental de playa. La que le dispara a los que dejan plásticos y botellas en la arena. La guardia funcionaba así, para cuidar el medio ambiente marítimo. Llegó a tal punto el control que le disparaban a quien tirara un envase de galletas al piso. Ya se contaban por la temporada 45 muertos por exceso de contaminación. La costa estaba brava para incumplir las reglas que no todos conocían. Pero el ejemplo era el ejemplo. Y así lo tomaba su población que aprobaba esas ejecuciones en los paredones de las escolleras. No importaba la edad, la guardia fusilaba.

Eduard divagó por la ciudad brumosa, caminó hasta las escolleras próximas, llegó hasta la punta de la piedra gigante donde el fin se aproximaba, Rouse era una imagen en el cielo gris nocturno, como una muñeca reflejada en la pantalla del cielo que ondulaba la visión. Eduard la llamó: Rouse...Rouse, dos veces la llamó. En medio del tembladeral de las olas rompiendo sintió una voz a sus espaldas, una voz opaca y cavernosa. Jejeje, se escuchó.