Crónicas del subsuelo: Novelitas de balbuceos en la noche
El prado, como no podría (ser) de otra guisa; está verdeando. Alimañas entre las canaletas del predio. Perfume y hediondez en ese coctel. Las charlas largas de tres minutos en medio de la vacuidad. Ingrávido peso de palabras vertidas con la manito, tapando, como para que no salga la conversa en la foto así no te leen los labios y descubren la novela. Sin embargo un grupo de mosquitas muertas revolotean como droncitos. Están grabando la conversa de los rituales sospechosos. Se mueven simulando, manejadas por un aparatito en la Gran Máquina de Control detrás de las carpas. Ellas van, cuentan todo, y activan a dos enfermeras desesperadas buscando llevarse a cualquiera se parezca a Maradona. No hay parecidos por acá. De fondo, esa música insoportablemente iracunda, por el sonido al palo del operador, inflama. Las mosquitas muertas se perciben de la Central de Vigilancia del patio de los comunes. Llevan y traen información de la gente cuchicheando. Son miles de conversaciones y, entre ellas, una: la novela de las mosquitas droncitas, que se hacen las chotas y llevan y traen la obrita que balbucea el que la contó en palabras chascas, en una conversa cerquísima del D2.
La carpa de las chucherías para malgastar. No era la única. Parecía un campamento de refugiados. Pero en una sola, había cositas, por lo general hechas en piedra común que se sacan escarbando la chipica. Esas, las más comunes, piedritas sagradas porque del pocito de donde salieron, expulsadas, se yergue un tilo para el amigo -quede- té de tilo. De golpe (y porrazo) mientras todos los presentes degustaban partículas de estricnina orgánica, un fantasma gótico alarga su mano de dos metros y medio y se chorea un sanguche de miga. Se lo devora. Luego se afana una botella de tinto y va a acurrucarse entre los aguaribayes que flamean. Octubre como cualquier octubre, ni rojo ni negro. En las piedras hay inscripciones que luego de lavarlas reaparecen, a modo de jeroglíficos, con frases en marroquí antiguo. Dicen cosas sobre la tecnología y una de ellas es transparente, casi invisible como el cristal. El juntadero de piedras está al fondo, lo trasladan los administrativos en bolsas gruesas. La novela se compone de un mosaico lingual de mil quinientas piedras que dicen: etcéteras. La novela es un rompecabezas para decapitados.
No hay parrillas en la feria. Solo carros grandes como aquellos de los gitanos en el descampado. En una posta de nómades, han parado desde el viaje que encararon desde Noruega, una sola vez: donde no hay parrillas. Ni fuego, ni cielo. Es la grisácea. La novela grisácea de la confusión entre la palabra y el yecto, que por estar en un sitio circular, se pierde, da vueltas por entre la gente y se descompone. Cae una tormenta producida por las máquinas que controlan la temperatura. Son jaquers, sí. Ya se la veía venir. Pero en Noruega, así como te largan una tormenta desde la máquina, te secan con los vientos arenosos que salen de las carpas gitanas. Aquí han parado unos días, abriéndose camino entre el zonda y las protestas de las calles buscando el antiser. Los gitanos, a ellos me refiero. Las calles protestan, pero solas, las calles sin nadie, protestan, son calles de protesta. Y una sola es de probeta. La calle de probeta es, como no podría (ser) de otra guisa, un experimento que le quedó pendiente a un neonazi en la sala de máquinas, donde el señor neo sirve licuados por la calor, ¿vio? Es un nazismo mágico e inconsulto, de arremetimiento. Al fin, piedras, escritas en un idioma que dicen se llama "castellano". En la calle de probeta. La calle de los lamentos de procreaciones truncas. Llantos, gritos, probetas. Tubitos de suave vidrio y liviano mezcal infundado. El gusano máximo de la vida, preparado por el viejo Lai. ¿Qué más querés?
Hay polizontes por todos lados y no se sabe si la gente es polizonte o qué. Por las miradas, parecen aliados de las mosquitas, pero dejan que ellas hagan el trabajo de gimotear cuando llegan con el reporte de los cuchicheos. Un balbuceo muy poco claro por el alto volumen de la música se queda ahí, sin poder ser escuchado con claridad. Esa novelita vertida, de escaparate acicalado de telarañas, sin tapa ni contra, arremete en orgiástico túnel donde los próceres miran y te dicen cosas. Es como un tren fantasma donde los próceres te putean al pasar. San Martín es el peor, el más mal educado de todos. Pero lo dejan, y el prócer se embola y escupe. Escupe a la gente que pasa. Sí, San Martín te putea cuando pasas el túnel, no le gusta su (rock and) roll. Es un vándalo. Pero de eso no se habla, porque arriba es un prócer venerado por la liga de los oscuros. Son oscuros porque los han pintado de tizne. Representan a los 60 granaderos en mulas como futres. Sesenta futres en mula rastrillando. El viento fresco se mete por el túnel de los próceres y embolsa, embute, y yecta -como astronautas ingrávidos- a los paseadores de virulanas, que al ladrar en masa aturden por la acústica rota del túnel. Nadie se entera de nada con la música fuerte. Como en los interrogatorios amenazantes de tortura, pegado al D2.
La proliferación de la palabra amor. La consigna. La ciudad es un monumento desde arriba, la palabra amor es la que más se usa, en los carteles, en las charlas, en las postrimerías del grimorio. Se usa tanto que nadie cree en la palabra. Ha caído decapitada otra escultura. Ya son cuatro. Pero solo imaginariamente, porque no pasa nada de nada en las Carpas de Salta. La consigna siempre debe llevar la palabra amor, saturando a la audiencia y a los ciegos. Es un artefacto. Cómo debe estar la cosa, que hay que nombrar la palabra amor hasta defenestrarla. Vaciarla. Hasta que alguien grita "el amor no existe" y todos aplauden. Uno de los ausentes se sube al escenario. Grita: "vivan los novios", y se lo llevan preso, por decir eso y, como antecedente: por tirar una lata de Paso de los Toros Pomelo al piso. Plogging. Que significa: paredón en inglés. Plog viene del escandinavo antiguo y ging del chino antes de los ideogramas en mandarín. Se entiende todo, para qué más. Amor y plogging, música al palo y mosquitas vigilantes que llevan y traen. Amén se dice, no amor, amén.
A lo lejos se ve a una murga de runnings venir, son miles, todos corren detrás de otro con un circuito estipulado. Son las 3 de la madrugada. Sudan y no paran, como si estuvieran bajo los efectos de Anavol Iko, el drogador ruso que recibió asilo en el consulado policósmico de Uruguay. O como los que vinieron de Venezuela aquí. Oficialistas en la ciudad, opositores en la nación y en su Ven eh zuela natal. Que es como decir Venecia pero de indias. Ya en los reportes de indias le decían la Venecia de la zuela. En fin, andan con aparatitos controlando. Son extranjeros de primera clase. Los senegaleses viven en las calles de protesta, tirados al piso, de segunda clase. No han sido convocados para la vigilancia. Solo venden anillos y biyú. Son muchos. Y no dicen nada. La murga de runnings no los ve y no se mete con los extranjeros. -Mientras te atiendan bien-, dice uno, al pasar.
El aceite de mendigo. Es así: los mendigos proliferan día tras día, pero los ves de noche, tirados, y al otro día no. Ha pasado la máquina que limpia las calles de la ciudad, la que hace ese ruido como de un moscardón con amplificador. Pasa y chupa la basura y la tierra de la tarde, y de paso traga mendigos. Al entrar al contenedor de la basura los trituran, y de ahí se saca el aceite de mendigo, de una pastita que se quema, se hace densa, aceitosa. Que se fuma como hash. En pipa. Y pegan. Los mendigos en pipa pegan. En bom es una delicia. Con las sobras se hacen artesanías de mendigo pidiendo monedas con la manita extendida. Salen baratos. La gente se los lleva para la mesita de luz o de regalo para tías, pero que se los fuman se los fuman. Es la nueva política de beneficencia. Lleváte un mendigo a tu mesa y que dios los mendiga.
Marcelo Padilla